Do es trato de varón

No me pregunten por qué, pero ando yo hoy con la música de Sonrisas y lágrimas en el cerebro desde que me he levantado. Tal vez he soñado con algo que me lo ha hecho recordar, que pueden ser muchas cosas, por cierto. He podido soñar con una mala traducción, por ejemplo, porque la canción que me viene a la cabeza, para mi estupor, es la doblada al español.

Do es trato de varón. El día de Navidad no sé por qué salió en la conversación la traducción de la famosa canción Do, Re, Mi, y uno de mis cuñados contó que en un pueblecito de Soria, en una ocasión un paisano le preguntó que cuál era su don. Él, extrañado, a punto estuvo de contestarle que tenía mucha paciencia pero, inteligente como es, adivinó por el contexto (y por la edad del caballero), que le estaban preguntando por su nombre.

– ¡Pues yo hubiera contestado que sé mover las orejas!

– No, porque a ti te hubiera preguntado cuál es tu doña…

El don. Todos tenemos un don. Incluso Sholojov, aunque el de éste era apacible. En la traducción al español, los amigos de los destrozos se comieron tres consonantes: el trato de varón, el selvático animal y el lejos en inglés. Como me decía @hombrerevenido el otro día, «son fechas de excesos gastronómicos y el que esté libre de culpa, que tire el primer turrón del duro». Claro que en original también jugaron con la fonética para salvar la canción:  Doe, Ray, Me, Far, Sew, La, Tea… Por lo visto, con esta canción se puede hacer casi cualquier cosa.

Sí, casi cualquier cosa. Pero ¿por qué será que se me ha quedado grabada esta canción?

¡Felices Reyes Magos!

 

 

Cuba, 1997

«Y yo pensaba que en el control nos harían muchas preguntas: Y usted, ya que pone en el visado que es economista, ¿No opina que el capitalismo es opresor e imperialista? A ver ¿Quién fue José Martí? ¿Cuándo sucedió el asalto al cuartel Moncada? ¿Qué dijo Fidel en su primer discurso al pueblo? ¿Cree usted en la revolución?… Pero no hubo nada de eso. Lo único que me preguntó aquel policía era si yo no tenía sueño, porque él sí…»

«Y la tal Nancy – estos nombres solo se dan en América y en las jugueterías – agarró el transmisor y le dijo a la compañera dos o tres cosas en clave ininteligible que, aproximadamente, debían significar: o dices positivo o te agarro del moño y te arrastro por el malecón». Así que la compañera dijo positivo compañera, y Nancy le dijo al taxista que la compañera ha dicho positivo compañera así que positivo compañero. Y el taxista aun dudó un par de segundos hasta que por fin arrancó aquel coche del pasado remoto del que deberían bajarse Lauren Bacall y James Cagney, y no unos gallegos despistados, que para colmo no eran gallegos…»

«Ahora llueve. Como en el trópico. El cielo está a punto de caerse sobre nuestras cabezas. Hace un rato, en una callejuela al lado del museo de la revolución, ha estallado un trueno bestial. Y hemos hecho ademán de salir corriendo, como si aquello evitara algo. Un cubanito, que previamente me había pedido «un cigarro de esos que fuman ustedes» se ha echado a reir. Nos decía «corran, corran… estos gallegos…».

«Pidió un zumo. El camarero sirvió el zumo en el vaso y como sobraba zumo en la botella, hala, se bebió el resto a morro. Así, como si nada. Por fortuna no eructó después. La escasez, sin duda…»

«A la mañana siguiente nos despertó el calor casi de madrugada. Se había apagado el aire acondicionado por un corte de luz. Tampoco había agua corriente. Así es que bajamos a desayunar, pero el desayuno fue de lo más escueto por la falta de luz y de agua. En recepción nos dijeron que no era normal el corte de todo. Y que como no era normal, no podían decirnos a qué hora volvería la normalidad. Nos pareció un razonamiento impecable. Así es que nos fuimos a la Habana Vieja, sin duchar y con el estómago medio vacío. Y nada más salir se nos adosó un cubano para pedirnos que le contáramos cosas. ¿Ves? que se te adose un cubano es de lo más normal…»

«Plaza de Armas por la calle del Obispo. estaban instalando tenderetes para vender libros. Libros viejos, muy viejos. Títulos como «La CIA y el Che», «Discursos de Fidel», «El capital» (en tres tomos), algo de García Marquez. El resto, un batiburrillo de libros de biología, de historia, de arquitectura… viejísimos todos»

«La Catedral por dentro está hecha añicos. Aparentemente la están reformando, aunque yo creo que tardarán en terminar la reforma: el encargado, tras su nombramiento, echó a correr y se le ha localizado en un hospital de benedictinos de Bulgaria, a donde ha ido a recuperar el oremus.»

«Por fin dimos esquinazo al cubano, aunque antes me había dado un caramelo. Yo me lo guardé y luego se lo di a una niña que me pidió «caramela». Y es que es lo único que te piden por la calle: caramelos y chicles.»

«En este palacio tienen la Giraldilla, que sirve también de logo al Havana Club. Y es la estatua de Inés de Bobadilla, que fue la primera gobernadora porque su marido se fue a conquistar la Florida, y ella se quedó esperando, y se le quedó la postura de estar esperando y ya no sabemos si la cogieron como símbolo por esperar, por ser gobernadora o por tener un marido conquistador. «

«Tienen también la estatua que estaba en lo que ahora es la Plaza de la Revolución, representando el aguila imperial americana. Bueno, tienen lo que queda de la estatua. Hombre, a mí no me parece bien que vayan tirando estatuas por ahí, pero viendo lo horrenda que era, y al margen de compromisos políticos, puedo llegar a comprender al pueblo cubano. Puedo hasta solidarizarme y todo. Y en la misma sala tienen una esquela de Batista. Para mí que la han recortado del ABC.»

«Luego fuimos a la Plaza Vieja, que según la guía ya no es vieja. En fin, la guía puede decir lo que quiera. La plaza es un puro escombro. De ahí hacia el Capitolio, pasando por delante del hotel Royal, que parece que le ha caído una bomba encima. Una de la primera guerra mundial, tirando por lo próximo.»

«Y el malecón es más bajo de lo que suponía pero mucho más largo de lo que me imaginaba. O sea, que no tenía ni idea de cómo era el malecón.»

«Al otro lado del malecón está el mar, que los cubanos llaman el mal. En cuanto a cómo dicen malecón… en fin, hay que oir a un cubano decir malecón. Y cuando yo hablo tengo la sensación de que no me entienden. O tal vez se asustan: mi español debe parecerles demasiado austero.»

«La Habana vieja debería llamarse la habana viejísima. Y en algunos tramos, la Habana paupérrima. Sin embargo, en el Vedado, la ruina data de hace menos. ¿Tres siglos?.»

«Sin hotel para la última noche, con un festival de la Juventud y millones de comunistas que vienen a cualquier cosa menos a gastarse el dólar. Qué remedio: al Nacional, según el Trotamundos, «l’hotel encore plus chic». A 168 dólares la nuit, me pregunto si mi francés es correcto y chic es lo que creo. Pero mola todo dormir allí, esto es verdad.»

«Hacia el convento de la Merced es la parte vieja de la Habana Vieja. Casas vacías por dentro y desconchadas por fuera, habitadas por gente que no es del todo miserable. No del todo. Portalillos oscuros, con escaleras que llevan a otra ruina, la de arriba, en donde supones vigas por paredes y cielo por techo. Niños en la calle que apenas juegan, sólo te miran, serios. Calles levantadas que alguien animó a reparar y que terminan peor de lo que estaban. Amarillos antiguos, rosas antiguos, azulones antiguos. Una torrecilla de campanario desmadejada. La pena de no haber vivido y visto esa maravilla antes del abandono, la maravilla que debió de ser esta ciudad.»

«En lo alto del fuerte, que domina toda la bahía, y sobre los cañones, que apuntan al mar para que no entre nadie. Pero eso era antes. Ahora los cañones los deberían poner apuntando a la Habana Vieja. Ese lugar no se puede dejar de ver si se va a la Habana.»

«La Bodeguita del medio se llama así porque los bares se montaban en las esquinas, menos éste, que se montó en medio. Y a la vista de las fotos, por allí pasó todo Hollywood, salvo la mona Chita y Dumbo, de quien no se tiene constancia. En la mesa de al lado, unos cubanos, sin duda revolucionarios.»

«Ya quisieran en París aprender de los merchandiser de la Habana. Tiene mucho mérito montar un escaparate de seis metros con dos vestidos.»

«El Floridita es completamente kitch y está lleno de extranjeros. Mientras en la Bodeguita no notas a los extranjeros (tal vez por la disposición del local, oscuro, enrevesado, pequeño, laberíntico, lleno de habitaciones), el Floridita es la extranjería decadente en pleno. Humo, daikiris y todo en rojo. Tampoco parece que hayan pasado por allí la mona Chita y Dumbo. No tiene ningún encanto pero eso sí. el daikiri es extraordinario.»

«De camino a Miramar comprendes lo inmenso que es el Malecón. Y que si te toca un hotel allí, es una guarrada de las serias. No tiene el menor interés, y que digan las guías lo que quieran.»

«En Cayo Levisa hay tiburones, peces espada, pulpos gigantes, langostas elefantisíacas, leones, tigres, panteras, cocodrilos, águilas imperiales, cebras, corzos, ballenas, jirafas y hasta algún que otro oso panda. Sin embargo, hasta el momento sólo hemos visto unos caracoles que llevan cangrejos debajo y cangrejos que van con una concha encima. El resto de animalitos no se deja ver, lo que me hace pensar que la fauna cubana es de suyo vergonzosa. También hay franceses, alemanes y algún que otro catalán que viene a pasar el día. Ninguno lleva ni concha ni cangrejo, pero se dejan ver. En cuanto a la flora, no hay crisantemos y esto me hace pensar que no moriremos, a pesar del calor.»

«El Caribe. Manglar al sur, mar al norte, veinte cabañas repartidas en 3 kilómetros de largo por 500 metros de ancho, sólo un teléfono que recibe llamadas, un barco que va y otro que viene al día, y una radio por si hay emergencias. También un puesto militar inocuo. El paraíso en la tierra.»  

Del cuaderno de viaje Cuba 1997

Resintonizando telebasura

curra harturaY es que me encontré un cartelito en el ascensor en el que me decían que si no resintonizaba la tele el domingo ya no podría ver algunos canales nunca más en la vida. O quizá era todo el televisor el que se fundía en negro: haría «puf» y yo me quedaría sin telediario. O quizá no era el domingo. En fin, no crean que lo leí ni despacio ni del todo, pero el mensaje principal no se sostenía. Finalmente, una tele se sintoniza sin necesidad de que haya fechas tope.

Así es que no hice nada el domingo, y sin hacer yo nada los canales se cambiaron solos y el único que se quedó en su sitio fue el 24 horas, tal vez para que me hiciera cargo de que, sintonías aparte, la tele seguiría siendo un foco de desgracias servido de manera permanente. Y claro, ante el riesgo de toparme de forma inesperada con Pablo Iglesias, que siempre está por la tele, y para no tener que hacer malabarismos con el mando me dije que había que ordenar aquello. Y a eso me dediqué anoche.

Madre mía, y luego dicen de la telebasura… Mi tele, que es normalita, tiene 70 canales de televisión pero me valdría con 24. Porque los otros 46 son guarrería. Para empezar, muchos están repetidos y algunos hasta 3 veces. Luego, hay otros tantos que se llaman META y que deben de ser canales reservados. Lo creo porque también encontré un canal vacío, y lo puse cuidadosamente en el 66, por si acaso es el del demonio. ¿Y tarots? Pues debe de haber 3 ó 4, como si no tuviéramos bastante con el programa de Mariló Montero… ¿Y qué me dicen de las teletiendas? hay casi tantas como tiendas de chinos. No me extraña luego que El corte inglés ande con dificultades. Y entre toda esa morralla incluso me encontré con dos chingando en un canal. Yo no sé si luego vestidos por la mañana te venderán el Whisper XL, pero ante la duda lo puse entre los META, en un alarde de creatividad semiótica.

En fin, puse a Vaugham en la frontera de la basurilla, y así en cuanto vea a Don Richard ya no voy más allá, no sea que me encuentre con que el canal 66 ha sido ocupado y tenga que ponerlo entre los repetidos…

Petra sale de la conferencia

Tampoco voy a venir ahora a explicarles lo que es una conference call. Es lo que un académico llamaría una conferencia telefónica, o quizá le llamaría una multiconferencia, yo no lo sé porque no soy un académico. Pero es que los académicos son personas que tienen todo el tiempo del mundo para explicarse, y en el mundo laboral, uno anda siempre con prisas. Así es que le llamamos conference call, o conf call, para abreviar. Hay quien abrevia más todavía y dice simplemente call, o sea col, como las de Bruselas.

– Si acaso nos llamamos por col.

Y eso significa que te llamará por teléfono. A veces dicen «hacemos una col», y esto me produce mucha ternura. Y cuando me dicen «organiza una col», yo me veo picando coles y poniéndolas en un plato.

– Llámame Col. Conferens Col.

Y ahora les voy a contar una historieta, para que no se vayan de balde. Resulta que hay un sistema de multiconferencia que, una vez que marcas el número y después de teclear la clave, te pide que digas tu nombre. Esto no es un sistema de control, sino que se hace para que el resto de los que están conectados sepan quién entra en la conferencia y también quién sale. Pero esto no lo sabe todo el mundo. En concreto, una compañera mía no lo sabía. Así es que ayer, cuando el sistema me pidió el nombre…

– Pero qué más da el nombre, ¿para qué lo pide siempre si da igual?… ¡PETRAAAAA!

Y ya no puedes ir hacia atrás. Y lo peor es que, por razones que no vienen al caso, teníamos que salir de la conferencia un rato y luego volver a entrar. Todo con muchos clientes al otro lado.

– Ejem… ¿sí? ¿Hola? ¿buenas tardes?…

– ¿Petra? ¿Quién es Petra?

– Sí, hola, buenas tardes. Soy Carmen J. y estamos aquí en Madrid (otros nombres)…

Hay una funcionalidad muy práctica que se llama MUTE, y que sirve para decir «me cago en la leche, ahora vamos a tener que salir y van a oír que Petra abandona la conferencia, estás gilipollas». También sirve para que, si te entra un ataque de risa, al quitar el MUTE puedas decir «perdón, no he entendido bien, ¿puedes repetirlo, por favor?»,  y tu voz suene risueña y muy, pero que muy simpática.

En fin, Petra abandonó la multiconferencia y luego volvió a entrar, ésta vez con mi nombre. Aunque después pensé que debería haber vuelto a decir PETRAAAA. Finalmente, todo el mundo asume que las máquinas pueden pensar por su cuenta, igual que los humanos…

La esquinita doblada

esquinitaYo no cuido demasiado los libros, y tal vez por eso prefiero que no me los presten, por decirlo a lo Bartleby. Desde luego, si tienen camisa, o fajín, lo tiro. Y los marco. Y les pongo mi nombre, en boli, normalmente con la fecha de compra aunque si se me olvida hacerlo al llegar a casa, el libro puede llevar cualquier fecha (pues no, no tengo un ex-libris, no sabría qué poner). Y si me da por anotar algo en una página, o subrayarlo, y no tengo a mano un lápiz, a boli que va, o a rotulador, lo que tenga más a mano. Desde hace algún tiempo, además apunto en la página de guarda el número de la página en la que he subrayado o marcado algún texto. Y por si todo eso fuera poco, abro mucho el libro para dar de sí la goma, de manera que pueda quedarse abierto en una mesa. Con todo, los libros resisten, no se preocupen.

Me invitó un matrimonio amigo a su casa. Tienen una librería que se viene abajo de libros, lo que yo llamo una librería movida. Si alguna vez encargan una librería, tengan en cuenta que luego los libros le van a dar un aspecto de movimiento, de manera que piensen en ello antes de encargarla con las baldas asimétricas. Si van a poner muchos libros y tienen tendencia a ponerlos al aliguí, cuanto más simétrica sea la librería, mejor. Háganme caso, se lo digo por experiencia. Pero sigo, que esto no tiene nada que ver. La cuestión es que aquella librería era (es, supongo), una delicia de movimiento.

Así es que él me ofreció un libro. Te gustará, me dijo. Tardaré en leerlo, le dije. No importa, te lo llevas y así hace sitio a otros«, me contestó. Esto es como llevarme un libro en acogida. Eso no se lo dije, pero seguro que lo pensé. Y he tardado, pero ya le ha llegado su turno. El libro estaba impecable. Así que le quité el fajín, y lo guardé, y puse un post-it en el interior apuntando dónde lo he guardado. Y también he hecho tiras para ir marcando las páginas que me gustan, porque, como es lógico, no le voy a devolver el libro pintarrajeado, faltaría más.

En fin, la cosa es que ahora no sé cuándo vi la primera esquinita doblada. Sí que luego me fui encontrando otra, y otra, y otra, y conforme las encontraba, yo las iba desdoblando, porque pensaba yo que el libro habría debido de llevar algún mal viaje en la maleta y que lo mejor era plancharlo para que no se diera cuenta de que lo había estropeado. Y cuando ya había perdido la cuenta de la cantidad de esquinitas que había desdoblado, entonces… entonces leí en su blog un post y tuve una revelación, o se me hilaron los recuerdos, o se concatenaron dos ideas dispersas, o un quizá fue pálpito, o una deducción, o vaya usted a saber qué, la cuestión es que caí en la cuenta de que tal vez las esquinitas dobladas eran marcas que el dueño del libro había dejado aposta, para después recordar algo, algún pasaje.

Sé que no me regañará porque no me ha regañado. Pero creo que dedicaré algún rato del fin de semana a rastrear esquinitas ex-dobladas para volverlas a doblar. ¿Ven por qué prefiero que no me presten libros?

La hormiga laboriosa y el humano compasivo

Esta es la secuencia de los hechos:

Una hormiga encuentra un enorme trozo de comida y decide llevárselo a su hormiguero. Estamos en verano y, como todo el mundo sabe, ésta es la época en la que las hormigas aprovechan para aprovisionarse de víveres y así pasar el largo y duro invierno, que para cualquier hormiga previsora es igual de largo pero menos duro que para cualquier cigarra descuidada, tal y como nos enseñó La Fontaine.

Un humano que pasaba por ahí decide grabarlo y observa cómo la hormiga trata de encontrar un hueco por el que traspasar una barrera aparentemente infranqueable. El humano, movido por la compasión y con ganas de ayudar, decide echarle una mano a la hormiga. Sin embargo, el humano no contaba con ciertos condicionantes meteorológicos así como otros elementos de ambientación inoportunos , tales como un pelo. Sí, un pelo fosco, largo y duro, como de perro.

Y esto es lo que pasó (dentro vídeo).

 

El humano, ya fuera de cámara, y una vez que la hormiga había desaparecido de su campo de visión, descartó el  dramático (a la vez que descriptivo) «¡A tomar viento la hormiga!». Tampoco quiso lamentarse con un melancólico (y también descriptivo) «¡No lo ha logrado por un pelo!». En su lugar, realizó un comentario sin duda más flemático (y no menos menos descriptivo): «¡Yo no mandé mi brazo a luchar contra los elementos!».

En fin, la hormiga nunca apareció. El trozo de comida fue barrido poco después y el humano decidió no volver a inmiscuirse en los asuntos de las hormigas. ¿Moraleja? Pues saquen vds sus propias conclusiones, que yo todavía ando con remordimientos.

Las cintas de mi capa

En el anterior post hablaba yo de que me recordaba aprendiendo costura en el colegio, los básicos del saber coser aprendidos sobre un trapo blanco que algunas llevaban limpísimo y planchadísimo y otras llevábamos arrugado en el fondo de la cartera, con los libros, los cuadernos y los bolis. No crean que me gustaba mucho el punto, y lo único de utilidad que he cosido en mi vida han sido las cintas que les hacía a los chicos para la Ronda en el Poblachón, bordadas a punto de cadeneta. Pues sí, en el poblachón había noche de Ronda (y hay aun) y hacíamos una cinta para cada chico de la pandilla.

Y enredándose en el viento van las cintas de mi capa. Y cantando a coro dicen (¿que dicen, Tuna?), quiéreme niña del alma…

Para los no preferidos iban pintadas, y para los más preferidos, bordadas. Y la mayoría de cintas era de nylon y sólo algunas de seda, porque la diferencia de precio era considerable y eran muchas cintas. Y había alguna desalmada que en vez de pintarlas las bordaba con pespunte, y quedaban como de pobre. Yo creo que a las malas y a falta de tiempo o de cariño, era mejor usar el rotulador. En cuanto a la cadeneta, pues la cuarta o la quinta ya salía presentable, pero la primera que bordabas, como no te acordabas de un año para otro de cómo se hacía, quedaban llenas de nudos. Un horror.

Nos veías bordando en la piscina, o en casa de alguna. Si nos hubiéramos puesto sentadas en algún portal vestidas de negro hubiéramos parecido extras en una película de Carlos Saura. Pero entre que éramos una panda de niñas monísimas y que todas las de nuestra edad se dedicaban a lo mismo a lo largo de una semana, la cosa no resultaba tan chocante. Las madres siempre nos criticaban la cantidad de hilo que cogíamos, la hebra de Mari Moco, que cosió siete camisas y le sobró un poco, decía mi madre. Pero es que enhebrar es lo más petardo que tiene la costura, esto tendrán que reconocérmelo.

Realmente, las pintadas con rotulador eran más divertidas, porque el mozo te importaba menos y entonces te dedicabas a poner chorradas. Lo importante sin embargo era dar la cinta, aunque no estuviera bordada, porque implicaba un esfuerzo de creatividad.  No crean que era facil sacarse de la manga 20 ó 25 rimas, una para cada chico. Y aunque no todos los nombres tenían rima facil, la verdad es que siempre salía algo. Así es que, en un arranque de ripios febriles, te podía salir un «Como te llamas Paco, me quedaré contigo un rato«, o «Alfredo, Alfredo, todo en ti es un enredo«. A veces incluso las chorradas eran intercambiables, y servían para varios, aunque eran las menos. Cuando ya llevabas pensadas 15 cintas, escribías en una cinta: «Debe ser todo un reto verte a ti saltar un seto» y se la largabas a alguno.

Las bordadas siempre llevaban alguna frase algo más intencionada, aunque el pudor, y que nunca hemos sido una pandilla de niñas cursis, evitaba ataques de Coelho. O sea, que se tendía a desdramatizar, porque la noche de Ronda era fundamentalmente una noche para reirte mucho y pasarlo muy bien. Recuerdo una cinta mítica: «pensando en ti me peí, y pensé de buen agrado, pues si pensando en ti me peo, estando contigo me cago«. Sí, ya sé, muy ordinaria. Pero les aseguro que fue muy celebrada.

Nosotras también rondábamos, una semana más tarde. Pero ninguna cinta iba bordada, que los chicos no se entretenían en eso. No las conservo, y apenas las recuerdo. En realidad, sólo recuerdo una «no fueste en pelotilla, pero te bajaron en camilla«, que hacía referencia a una excursión a la que yo no había ido en el seiscientos de un amigo, y luego me bajaron en camilla de un risco, en un simulacro. Las dos cosas no tenían nada que ver, pero así eran las cintas: un despropósito. Y ahí quedó esa cinta, la única que tengo en el recuerdo.

Y asómate, asómate al balcón, carita de azuceno, así verás que pongo en mi canción suspiros de veneno. Adórnate ciñéndote un mantón de la China, la China, como el kimono que te trajo tu padre para ir a la piscina…»

Tiempos gamberros.

Oficios, renovaciones y fotos de carnet

Hay oficios que se pierden, oficios sepultados en el abandono, en la inutilidad o en la extravagancia a causa del progreso o de la evolución de las costumbres. En algunos casos, se trata de oficios que se han convertido en trabajos altamente especializados, lo que un escritor de libritos amarillos de aeropuerto llamaría «oficios de nicho»,  y que no tiene que ver con las sepulturas sino con los mercados pequeños. No sé, estoy pensando en el trabajo del herrero, que ya no será herrero en general sino un señor que calza caballos.

Algunos oficios vuelven. Se ven de nuevo afiladores por la calle. Y los zapateros remendones nunca han llegado a desaparecer, aunque ya no hay uno a cada vuelta de la esquina. Y se vuelven a ver costureras, que aunque ya no cogen medias, sí  te cosen el bajo de un pantalón, te estrechan una cinturilla, o te apañan cualquier arreglo. Si subimos de grado a la costurera y la convertimos en modista, ésta ya queda circunscrita a lo que decía yo del nicho, o sea, el mercado pequeño de las que hoy se hacen un vestido a medida, que son pocas mujeres.

Lo de la costurera se da también porque el progreso nos ha convertido en personas que sabemos manejar un teléfono tocando una pantalla con un dedo, pero no sabemos muy bien para qué sirve una aguja. Yo me recuerdo de pequeña, en el cole, aprendiendo costura. La cadeneta, el punto de cruz, el hilván, el pespunte, en un trozo de tela blanco que la profesora  llamaba primorosamente «el pañito», y que yo llamaba con practicidad (y no menor exactitud) «el trapo». Claro que sé coserme un botón, pero hasta ahí llega mi pericia. O sea, que uso costurera si es un asunto de mangas o madre, si la cosa va de perneras.

¿Y qué me dicen de aquel fotógrafo de estudio al que íbamos cada año a hacernos fotos de familia? Eso ya no se ve por el mundo. Los fotomatones acabaron con ellos, o casi. Por cierto, que lo de fotomatón es una de las palabras más descriptivas que conozco, si exceptuamos la de gafotas. Pero los fotomatones también han desaparecido, o casi también, y es dificilísimo ya encontrar uno. Se lo digo yo, que lo sé de buena tinta. Pues sí, porque me caducó el DNI y el día antes de la cita para ir a que me lo renovaran, me encontré sin fotos y sin saber muy bien dónde podría hacérmelas.

Entonces hice lo que cualquiera haría. Coger el móvil, ponerte en una pared despejada de cuadros con buena luz, alargar el brazo, hacerte un selfie serio y oficial y convencerte de que esa foto solo la verá un funcionario adormilado. Cómo sería el resultado que la amable policía que me atendió no quiso aceptarla. Me dijo que no se veía y que no parecía yo. «Ya, pero es que no he encontrado un fotomatón», le dije. Y entonces me envió al mercado de al lado en donde un chico tiene una tiendecita de fotografía y, en un rincón, se ha apañado un estudio para hacer fotos de carnet. Me hizo varias, me las enseñó y yo escogí una en la que no estaba demasiado mal. A las nueve de la mañana, cuando salgo de mi casa, yo no estoy demasiado mal. Y le pedí que me diera varias copias, en previsión de la renovación del carnet de conducir, que también me ha caducado.

Así es que hoy, cuando he salido de trabajar, me he ido a un sitio de esos en los que te hacen los trámites de renovación del permiso de conducir. Iba yo con mis fotos, tan contenta y ¡sorpresa! no vale ir con las fotos. La foto te la hacen con el ordenador sobre el que están haciendo el trámite telemático. Ya pueden figurarse el resultado, que una no tiene un aspecto tan lozano cuando vuelve de trabajar que cuando sale de su casa por las mañanas. Aparte de que tela la luz, tela el ordenador, tela la postura y tela la señora que tienes al lado y que te dice que total da igual.

Ni siquiera me ha quedado el recurso de pensar que esa foto solo la verá un funcionario adormilado. Me parará un guardia civil apuesto y seductor y yo tendré que asomar la cara por la ventanilla, y en vez de entornar los ojos y sonreir inocentemente, tendré que echar los belfos hacia delante, hinchar los mofletes y abrir mucho los ojos para que el pobre caballero pueda asegurar a sus mandos por la radio que ese bellezón que iba en el coche más deprisa de lo permitido es la misma que aparece en el documento.

Y luego le diré que, aunque conozca a un herrero, no me lo recomiende. Le diré que todavía busco calzado en una zapatería. Aunque la foto le haga dudar de lo contrario…

Naturales de allá, naturales aquí

Mapamundi_banderitasEstán entre nosotros. Viven con nosotros. Ya casi no nos damos cuenta. No es que se hayan integrado ellos, es que nos hemos integrado todos, también nosotros. Y sin ellos, nos faltarían muchas cosas, pero no precisamente trabajo, que yo no sé si falta, pero que ellos lo aprovechan, y hacen muy bien. Y vienen aquí, y curran, y viven. Y son felices a medias, porque la lejanía impone una nostalgia de la que es difícil despegarse, pero intentan ser felices a tiempo completo.

Y un buen día se van, y ya no vuelven, porque lo que vinieron a hacer aquí ya lo han hecho. Cumplen su etapa, su cometido, y se van. Y siempre nos dejan algo. Algo de su cultura, algo de sus costumbres, algo de su comida, o de su acento, o de su forma de vivir. No pasan en vano, sería imposible.

Una ecuatoriana crió a mis sobrinas hasta que tuvieron cuatro años, y fue reemplazada por una marfileña. Una polaca crió a mi sobrino, y aun se quieren como hermanos, o como se quiere a un familiar cercano con el que se ha convivido y se ha vivido hasta la adolescencia.

Una uruguaya crió a mis otros sobrinos, y después ha cuidado a mi madre como externa durante mucho tiempo, hasta que se volvió a su tierra. Y la quería hasta el punto de llamar en una ocasión a una de mis hermanas para darle el parte de una posible enfermedad que ella creía haber detectado. También de Uruguay eran las dos mujeres que cuidaron a mi abuela, y una de ellas se volvió a su país cuando advirtió el deterioro, cuando nos dijo que no podría soportar verla morir, tanto cariño acabó teniéndola.

Dominicano es el sustituto del conserje los fines de semana, un hombre encantador con una hija que es una muñeca, una preciosidad que me alegra algunas mañanas de sábado cuando la veo. Colombiano es el chico sonriente que me trae el café por las mañanas en el bar de al lado de la oficina y peruana la chica del supermercado nuevo que han abierto frente a mi casa.

Los vemos por la calle aunque ya ni nos fijamos. Los escuchamos hablar desde sus teléfonos móviles en su lengua, o con su acento, mientras esperan como nosotros a que cambie el semáforo. Son ellos, pero son nosotros. Son naturales de allí, pero se han vuelto naturales aquí. Y yo quiero pensar que ésta es una bonita tierra de acogida. Y yo estoy segura de que sin ellos no habríamos crecido como lo hemos hecho, y no creceremos como queremos crecer.

Oficios imprescindibles. Oficios que ellos cubren con la laboriosidad que nos falta a muchos de los nacidos españoles, instalados en el subsidio y en la queja. Oficios que no seremos capaces de recuperar, que hay quien se niega a recuperar porque cree que no se lo merece. Y es verdad que no se lo merece: no merece ese pan quien ni sabe ni se atreve a ganarlo.

La mujer búlgara que viene a mi casa todos los días se ha ido a su tierra a pasar unas vacaciones. En su tierra, en esta época, es el Festival de las rosas, y sacan un montón de productos que luego exportan. Y por si acaso no los exportan a España, ella me ha traído una colonia de rosas y una crema de manos, también hecha con rosas. No tenía por qué hacerlo, pero se ve que la acogida ha funcionado en las dos direcciones y se ha vuelto natural. Y la crema es estupenda, doy fe.

Estoy pensando que mi jefe es francés. Aunque me da que no pinta nada en este post. Sobre todo porque no me lo imagino trayéndome unos macarons de Ladurée de alguno de sus viajes a París. Pero no lo descarto: cuando el paisaje se vuelve cotidiano, casi todo nos resulta natural.

Un día como hoy hace 10 años

Fue ese día cuando Zaida llegó la primera porque creía que iba la última.

Fue ese día cuando Zaida hubiera llegado acompañada, de haber comprendido que iba la primera. 

Fue ese día cuando, al llegar a desayunar, Merche me preguntó por qué yo no iba de uniforme, y, ante mi cara de perplejidad, me señaló a Rosana, Zaida y Helena, en la barra del hotel: las tres iban con los mismos pantalones. Me levanté y, con mi probada diplomacia y humor mañanero, les dije a las tres que sus pantalones eran, los tres, casi idénticos y feos. Entonces Rosana se excusó diciendo que a ella se los habían regalado, advirtiendo de paso que los suyos eran más caros y mejores. Ya, pero de feos, todos iguales.

Fue ese día cuando se retransmitió la boda del milenio, y todas con esos pelos. Y algunas, con aquellos pantalones…

Fue ese día cuando mi forma de vestir le hizo decir a Rosana que iba perfecta para darme un paseo por el Retiro. Poco después, Merche me haría esconder la cámara porque parecía demasiado turista.

Fue ese día cuando pensé que ni en vacaciones me dejarían vestirme como yo quisiera, pero que el paso de los días, teniendo en cuenta el rato largo que se pasaba la ropa dentro de la maleta, simplificaría mucho las cosas.

Fue ese día cuando Merche y yo paramos en el Alto de San Xil una hora después de haber empezado a caminar, prometiéndonos hacer esta paradita cada día para no cansarnos ni rompernos demasiado las piernas…

Fue ese día cuando inopinadamente nos encontramos a Rosana y Helena en el único bar del Camino: llevaban una hora viendo la boda del milenio con los paisanos. Nosotras estuvimos otra hora viendo el enésimo resumen de la boda del milenio. Qué horrorosa iba Ana Botella.

Fue ese día cuando Rosana empezó a negar que había sido ella la que había cambiado todo el itinerario y seguirá negándolo así que pasen cinco Jubileos.

Fue ese día cuando tomamos la única queimada del viaje, invitadas amablemente por el paisano del bar. No sabemos si la hizo para invitarnos o nos invitó porque la hizo. Y la queimada producía tantos escalofríoscomo el traje de Ana Botella.

Fue ese día cuando descubrí la verdadera ventaja de haber salido de Triacastela: que las demás pudieran iniciar una conversación conmigo a base de preguntarme cómo se llamaba aquel pueblo del que salimos. Luego la conversación discurría generalmente por otros derroteros.

Fue ese día cuando nos dimos una vuelta por el Monasterio de Samos, que tiene dos claustros y al padre Feijóo en uno de ellos y a muchas señoras con las tetas al aire en otro de los claustros, y nosotras nos reíamos y cuchicheábamos como monjitas a punto de escandalizarnos cuando reparamos en ello (en las tetas, no en el Padre Feijóo, pobre).

Fue ese día cuando salimos a las 12 de la mañana para encontrarnos con la cuesta más grande y más desmoralizadora que hemos tenido que cubrir nunca. Después de coronar, una comprendió la alegría de Miguel Indurain en Alpe d’Huez. Salvando las distancias, mucho más duro lo nuestro.

Fue ese día cuando al llegar a aquel Alto de San Xil ya habíamos formado 4 grupos, siendo siete personas. Ninguna sabía de las otras y cada una hizo un recorrido distinto, así es que fue una etapa insolidaria que nos haría organizarnos para el futuro.

Fue ese día cuando yo le dije a Zaida que nunca hubiera apostado por que ella llegara la primera. Zaida no se enfadó demasiado, pero sé que no lo olvidará y por eso lo apunto.

Fue ese día cuando la señora que nos enseñaba el Monasterio de Samos me dijo con voz queda: «yu creu que vusotras nu vais a andar muchu», a lo que yo le respondí que el Camino tenía muchas motivaciones: las deportivas, las espirituales, las turísticas… Me guardé para futuros Jubileos que también se podía tener como motivación no llegar, o llegar en taxi.

Fue ese día cuando comprendí qué quería decir mi madre cuando me dice eso de que «esto es un jubileo», para significar que «esto» es un ir y venir cada uno a su bola.

Fue ese día cuando no tengo ni idea de por dónde fuimos.

Fue ese día cuando Merche y yo nos quedamos rezagadas en la primera cuesta y yo escribí en mi diario «llegaremos las últimas a Sarria». Llegamos las últimas a Sarriá y a todas partes…

Fue ese día cuando Zaida, después de un rato sola y con el desconcierto de no saber muy bien si iba o venía en la etapa, se topó con un francés que estaba deseoso de dar carrete a alguien: venía desde Besançon, llevaba de Camino dos meses y parecía Tom Hanks en Naúfrago. Así es que el pobre buscaba desesperadamente un balón de rugby a quien contarle sus penalidades y en vez de eso, se topó con una calabaza antipática (moi) y con Zaida que iba desorientada, perdida y sola. Y por no perderse ya más, pues le siguió el ritmo y llegó antes de las lentejas.

Fue ese día cuando Mar y Sonia empezaron a comprenderse la una a la otra y a distinguir el sonido de su voz entre las carcajadas de la compañera de Camino. Treinta y nueve tacos son mucha vida para contarla en seis dias…

Fue ese día cuando Helena terminó de renunciar a su condición de monárquica, y Rosana y Mar tenían la conciencia regular por alegrarse de toda la lluvia que caía en la boda del milenio. 

Fue ese día cuando, al llegar al destino, yo estuve a punto de besar el hall del hotel, al recepcionista y a una señora que pasaba por allí en aquel momento.

Fue ese día cuando hicimos la subida por carretera, después nos metimos por un senderito del bosque, después tuvimos que preguntar dónde estábamos, después de nuevo carretera, pero con senderito al lado entre las obras, y finalmente, alrededores de Sarria, donde me cambié las botas por las zapatillas. La etapa que hicieron las otras no puedo describirla.

Fue ese día cuando supe lo que realmente era un dolor de pies, y pensé que había que incluirlo entre los de primera categoría, al lado de uno de ovarios y de una depilación de ingles a la cera caliente.

Fue ese día cuando volvimos a Samos para oír el órgano del Monasterio de la misa de las siete y media y llegamos a las ocho menos cuarto, tarde de todos modos porque la misa era a las siete. Comprendimos que el problema no era el paso del tiempo, sino el cálculo del mismo.

Fue ese día cuando nos tomamos unas primeras cervecitas en una esquina de la carretera que atraviesa Samos, entre peregrinos circunspectos a punto de encajarse en las espartanas literas del refugio del pueblo. Aquel refugio nos terminó de convencer de que un verdadero peregrino nace, no se hace.

Fue ese día cuando a Merche y a mí no nos dio tiempo para ducharnos y yo me fui a cenar vestida igual que a lo largo del día, o sea: según yo, para andar por el campo; según Rosana, para pasear por el Retiro; y según las circunstancias, para estar por el pueblo.

Fue ese día cuando tomamos churrasco, ensalada y chorizos caseros con vino tinto siete personas por 60 euros, mientras cotorreábamos acaloradamente de la boda del milenio a voz en grito. Despellejábamos incluso a las que no fueron a la boda, mientras los paisanos trataban de averiguar qué les habrían puesto en el vino para que no entendieran lo que sucedía en la tele. 

Fue ese día cuando Zaida encontró un palo verde con el que se sujetaría el cansancio sus cuatro días de Camino.

 

Del Diario del Camino, Primera etapa: De Triacastela a Sarria – 2004