El Rastro de José Luís

El Rastro es mi amigo José Luis, la misma bonhomía. Tiene una pequeña tienda, una tienda diminuta que ha reformado hace poco y que parece más grande, aunque en realidad sigue teniendo el mismo tamaño. Y es que retirar trastos ayuda a la perspectiva. Antes tenías que entrar de perfil y con los brazos en alto, un poco por caber y otro poco por no arramblar con algún cachivache. Te quitabas el abrigo en la puerta para abultar menos y también para no llevarte cualquier figurita con una manga, o para no enganchar algún boliche con la hebilla del cinturón. Aquello era el colmo, porque estaba colmado: colmado de trastos, de chismes, de cacharros, de chirimbolos y de bártulos. Y te parecía inexplicable no que él pudiera vender algo, sino que alguien pudiera llegar a elegirlo entre aquel revoltijo.

La especialidad de la tienda de José Luis son los objetos patrióticos, almoneda de tiempos de guerras, tiempos de patria, de banderas y de banderías; tiempos de insignias y medallas; tiempos de emblemas y divisas, de escudos y de enseñas; objetos decorados con almenas, cruces y aspas; libros, curiosas reliquias llenas de polvo, piezas envueltas en un tiempo sin envoltorio, un tiempo de heroicidad y de nostalgia. También tiene vestidos militares, y gorras de todas las graduaciones. Y objetos de marino, y seguramente alguna pata de palo que no habré visto, porque para verlo todo se necesitaría tanto tiempo como para navegar los siete mares.

Después de la reforma pudimos entrar de frente todos los amigos a la vez y descubrimos, con sorpresa, un espacio enorme que antes había estado escondido en el fondo del local. Uno por uno -según nos topábamos con aquel hallazgo-, íbamos preguntando a José Luís con mucha coña si ese espacio era suyo o de la tienda de al lado, y si ya lo conocía antes de la reforma o si, por el contrario, lo habían encontrado los pintores por casualidad. Oiga, caballero, que aquí, detrás de la vitrina, está la otra mitad de la tienda. José Luís iba regalándonos respuestas ingeniosas hasta que se cansó y nos llamó gilipollas. No, en serio, sois gilipollas, zanjó. Entonces alguien apuntó que la reforma tenía un encanto adicional: ahora podíamos decir gilipolleces todos juntos y no como antes, que teníamos que alternarnos para entrar y decirlas de uno en uno.

Mi amigo José Luís dice que él no es anticuario sino trapero, pero no es verdad. Mi amigo José Luís acumula como un coleccionista, entiende como un anticuario y siente como un amante de la almoneda. Para mí el Rastro es mi amigo José Luís, la misma bonhomía.

Quinquies

Hoy me he encontrado esta palabra en un documento aburridísimo que me he tenido que leer. Se trataba de un documento normativo, y cuando me toca leérmelos, me armo de paciencia y de un boli rojo, con el que voy voy poniendo tics en cada párrafo que voy entendiendo. Se trata de documentos por lo general farragosos y exhaustivos, y siempre me acabo haciendo la siguiente pregunta: ¿Quién demonios habrá escrito esto? Luego llego a la conclusión de que será el refrito de algún modelo previo, o que lo habrá redactado un cabinet especializado, pero aun en ese caso, yo me digo que al principio siempre tiene que haber un escritor, el escribiente original, primigenio, y no soy capaz de imaginarlo. ¿Tendrá hijos? ¿y familia? ¿habrá tenido una infancia? ¿la recordará?

Así que leyendo y marcando con ritmo vacuno los párrafos que me iba tragando con mucho esfuerzo, como el que va tomándose una tacita de aceite de ricino, de pronto, pum, me encuentro con esta palabra: quinquies. ¡Andá, qué raro! Y es que las palabras de este tipo de textos tienen la cualidad de ser comunes y corrientes, aunque cuando se juntan, por el efecto de enrevesadas frases subordinadas, se te hacen bola. Pero nunca he tenido que recurrir a un diccionario y de pronto… de pronto me encuentro con esto. Quinquies. Sí, estaba al final de una frase  que venía a decir, «según se desprende del artículo 456 quinquies de la ley bla bla bla…».

¿Saben lo primero que he pensado? Pues que era un olvido de corrector, la típica shgfkacgfer que tecleas y pones en un texto para acordarte de que ahí va algo que tienes que buscar, o componer, o recordar. Luego he pensado que era una trampa malévola para verificar si habíamos leído con atención el documento. Tengo una compañera que me contaba que ponía gazapos en actas, para comprobar si se las leía todo el mundo (gazapos tipo «el pato Donald te está mirando»). Pero no: la palabra existe, ya lo creo:

Quinquies: Adj. Pospuesto a un número entero, indica que este se emplea o se adjudica por quinta vez y tras haberse utilizado el mismo número adjetivado con quater.

¿Su mundo se acababa en el bis? Pues ya no, amigo filipino. Resulta que puede haber más de un bis. En concreto y de momento, un quater y un quinquies. ¿Y qué hacemos con el tres? Pues para eso tenemos el ter, que tiene más oportunidades de ser usado, sin ninguna duda. Y luego digamos que después del ter, le déluge, porque si se quiere resistir a poner un punto, o a volver a numerar los apartados del documento, tendrá que recurrir al sexies, septies, octies, nonies y decies. Precioso.

He entendido todo el documento y he aprendido nuevas palabras. Pero sigo haciéndome la misma pregunta: ¿quién demonios escribirá estos textos?

Noche de los 80

No se puede volver en el tiempo, de manera que la pregunta de si me gustaría volver a tener 20 años sólo puede ser retórica. Y la respuesta, inútil. Con todo, nada nos impide imaginar y contestarla. Yo no volvería, por muchas razones entre las que no se encuentra la cintura, claro. Aunque tengo para mí que mi generación ha tenido una suerte inmensa que no han tenido las anteriores ni la que ha venido después. Esa suerte es la música de los 80 y de los 90, pero que se conoce en genérico como los 80.

Ayer estuve con mis amigos del poblachón en un concierto de música de entonces. Cuando creíamos que ya llegábamos tarde yo pregunté si no había teloneros que cantaran algo antes, y que nos diera tiempo a llegar, y mi amiga Susana me dijo “Carmen, todos son teloneros”. Sí, no estaban todos los grandes de la época, pero cada grupo de entonces, yo creo que sin excepción, tiene una canción convertida en himno que canta mi generación. De memoria y a voz en grito. Nacha Pop, Los Secretos, La Unión, Golpes Bajos, Alaska con los Pegamoides, con Dinarama y sola con su bola de cristal, Celtas Cortos, Danza Invisible, Gabinete Caligary, Duncan Dhu, Loquillo, Héroes del Silencio, Radio Futura, La Guardia y muchos otros que seguro que ahora no recuerdo. Y que esto no pretende ser una lista exhaustiva, ni yo soy una especialista, sino solo alguien que vivió aquello, como tantos. Afónica estoy.

Y luego nos fuimos a tomar unas copitas, claro, que no estamos ni mucho menos acabados, y no pudimos evitar la conversación remember que se da en estos casos. Es muy curioso cómo una diferencia de sólo dos o tres años quita o pone recuerdos, sobre todo los que tienes de muy pequeño. Y es que 3 años es la diferencia entre tener 5 y no enterarte de nada y tener 8 y recordar un anuncio en la tele, por ejemplo. Y estuvimos hablando de series de la tele, riéndonos de que Javi estuviese enamorado de Mary Ingalls (antes de que se quedara ciega) y atendiendo a la advertencia de Alfredo acerca de que no debíamos ver, bajo ningún concepto, la serie de Daniel Boom de nuevo, porque el cartón canta de lo lindo. Yo no recuerdo la serie, aunque sí un disfraz que me trajeron los Reyes Magos, cuando todavía creía que eran magos. Y la revelación de la noche corrió por cuenta de Begoña, cuando nos dijo que dejáramos de jurar que Afrodita A decía «Pechos fuera» antes de usar las tetas como si fueran obuses, porque no lo dicen en la serie de Mazinger Z. ¿Pero cómo que no lo decían? ¡Si yo lo recuerdo perfectamente! Pues no, no lo decían: «puños fuera» sí, pero «pechos fuera» no. De todos modos, hoy esa serie, como tantas cosas, serían impensables.

Afónica estoy.

 

 

Dress code con fallos

Me ha costado entenderlo, y no crean que las tengo todas conmigo. Por lo visto, había un reglamento que se leía a las chicas que eran elegidas como falleras mayores en donde se les indicaba unas normas de conducta y de vestimenta. El concejal del ayuntamiento de Valencia que se ocupa de las Fallas, escandalizado, lo ha puesto en un papel y se lo ha entregado a la prensa para hacer público su propio escándalo.

¿Y qué dice el papel? Pues más o menos cosas que las falleras ya se imaginan cuando se presentan a falleras, a saber: que para ir a un cocktail en el ayuntamiento hay que ir “arreglada”. No en el sentido en el que te lo diría tu tía abuela, porque ella te diría “arregladita”, sino en el sentido en el que te lo puede chivar cualquier amiga. Lo que me parece asombroso es que esto tenga que escribirse en un reglamento. ¿Pondrá que la taza de café no la deben coger con las dos manos? ¿Y que no deben dejar la cucharilla dentro de la taza? ¿Y sobre eructar? ¿Les dirán algo sobre no eructar?

El punto que ha levantado la indignación es la parte de la adecuación, o sea, el que hace referencia al largo de la falda y a los escotes. Cuidado ahí, les dicen a las mozas. Yo me pregunto cuándo un largo de falda o un escote empiezan a ser inadecuados, escandalosos o directamente impúdicos. Y sobre todo, cómo se reglamenta eso en un par de folios. Según el papel, cuando te lo dice un acompañante, aunque tengo para mí que eso te lo dice antes el espejo, una inteligente lectura de la tarjeta de invitación o, ya si estás completamente desorientada en la vida, tu propia madre. En mi opinión, una minifalda empieza a ser impúdica con la edad, cuando los muslos se te ponen con la temible piel de naranja. Se habla del largo de la falda y no de cómo se ajusta al cuerpo, aunque tiene lógica: si necesitas hacer un reglamento, entonces tienes que echar mano de una regla. De todos modos, me basta una condición: por favor, no dejes que se te marquen las bragas. En cuanto al escote, podríamos discutir toda una vida, incluyendo en la discusión si Gilda escandaliza cuando se quita el guante o cuando se le abre la falda y enseña un muslo.

No digo yo que el reglamento no esconda polillas y telarañas, pero lo que es seguro es que, como cualquier reglamento de estas características, contendrá muchas imbecilidades. Cámbiese y a otra cosa. Eso sí, no hay que llegar a los cerros de Úbeda: las Fallas, como cualquier festejo, son un teatro, una representación, y es normal que exista un dress code, escrito o no. Pedir libertad total en el vestir de las falleras está muy bien y queda progre y tal, pero si pretenden igualar el chándal con un vestido de cocktail entonces la libertad no es suficiente: hay que pedir la libertad con cargos.

El colmo de la ternura es cuando el concejal escandalizado dice que la fallera debe ser algo más que un florero. Pues sí: hay que escribir un florero o florera. Y asunto arreglado.

Elecciones americanas

Estoy que no sé si quedarme esta noche despierta para seguir el resultado del recuento electoral. En realidad, todo esto de las elecciones americanas debería haberme pillado entre New Hampshire y Seattle, porque llegarme hasta Alaska me daba perezón. Y es que pedí unos días de vacaciones para poder seguir in situ la jornada electoral pero, mecachis, tenía trabajo. Y encima mañana la fiesta de la Almudena, con toda la familia que viene a comer… En fin, un lío de ir y venir y total, que no pude. Pero vamos, que aquí me tienen casi sin dormir, sin hablar, sin atender a nadie, con el pinganillo de la radio en la oreja todo el rato, que no se me va la preocupación de encima.

Llevo un par de semanas que compro el New York Times, el Washington Post, el San Francisco Chronicle y el Milwaukee Journal Sentinel, este último  para mi madre, porque yo la América profunda como que no. Mi madre sin embargo es más curiosa, y le gusta estudiar los anuncios de Wall Mart y compararlos con los anuncios de El Corte Inglés. Ya le digo que no tienen nada que ver y me da la razón, sobre todo después de mirar las ofertas. Ayer le eché un vistazo al Sentinel y, oigan, también trae un buen seguimiento de las elecciones americanas, lo cual es ilógico: si un tipo de Winsconsin se quiere informar, bien a mano tiene la prensa española ¿no les parece a ustedes?

Yo supongo que ya, a estas alturas, podré hablarles de mis preferencias en estas elecciones sin peligro de poder influir en ninguno de mis numerosos lectores americanos. Pues bien: a mí Trump no me gusta. Yo no entro en sus ideas, pero me parece que un hombre que se peina de ese modo no puede ser de fiar. Mi padre llamaba «calvos sin dignidad» a esos que se ponen la raya a la altura de la oreja y se dejan el flequillo que parece que está concursando en una jinkana. O sea, un peinado que tiene cualquier cosa menos improvisación, que es lo mismo que naturalidad. En la patria teníamos a Anasagasti, con esa ensaimada, válgame. Bueno, pues este Trump no puede ser de fiar, entre el mondongo que lleva ahí arriba y ese color zanahoria, que si pide el voto en la Warner lo mismo viene a morderle Bugs Bunny. Qué horror. Es salir en la tele y no me pregunten qué ha dicho: yo me quedo ensimismada (¿ensaimaismada?) mirándole la cabeza y haciéndome preguntas. En cuanto a Hillary pues, bueno, al menos se peina como un humano.

Les dejo, que vienen las noticias y no quiero perderme ni medio minuto de esta recta-final de la fiesta-de-la-democracia americana. Me interesa muchísimo la opinión de todos los tertulianos y sus sabios conocimientos, en especial cuando, con tanta sagacidad como prudencia, analizan los resultados en clave nacional. Nacional de España. ¿Será que ellos también leen el Sentinel?

Será.

 

Butchers Crossing, de John Williams

Hoy toca publicar la reseña del languideciente Club de Lectura, que este año nos pide pan una vez cada dos meses. El mítico sufrimiento de este club parece atenuarse con la falta de frecuencia, pero cuando pega, lo hace de lo lindo. Para muestra el libro que vengo a comentar. John Williams, según la editorial, se encuentra entre Melville y Cormac McCarthy, lo que es tanto como decir que todos los caminos conducen a Roma. Yo no sé de dónde se han sacado esa comparación. En mi humilde opinión, el estilo de escritura de John Williams está más bien entre Pedro J. Ramírez y Christian Gálvez, por lo farragoso, enrevesado, cursi y pesado. Esto y unas descripciones que pretenden ser tan ajustadas y detallistas que al final te pierdes. Un horror.

La historia es la de un joven de Boston de mediados del siglo XIX, Will Andrews, que al terminar sus estudios en la universidad decide ir al Oeste a vivir una aventura. El porqué no sé si está muy bien explicado al principio del libro, porque el principio del libro es INSOPORTABLE. Vean cómo nos describe su llegada en la diligencia:

…a medida que las pequeñas ruedas del carromato entraban y salían de las roderas dejadas por carros más pesados, la carga amarrada en el centro y protegida por una lona se iba moviendo, las cortinas laterales, subidas, golpeaban las varas de nogal que sostenían el techo de listones y lona, y el solitario pasajero sentado al fondo tenía que apuntalarse contra las delgadas tablas de los lados, con una mano apoyada en el duro banco forrado de cuero y la otra aferrada a uno de los lisos palos de nogal hincados en zócalos de hierro sujetos a las tablas laterales…

Yo leo esto y me digo que me acaban de llenar los ojos de paja y que es una verdadera lástima que el solitario pasajero no hubiera dejado resbalar una de sus blancas manos por las lisas tablas de nogal laterales para darse un sobrenatural y mortífero pescozón contra el duro suelo del liviano carromato que circulaba a mediana velocidad y así acabar su efímera vida de joven bostoniano entre las roderas intermediadas de fino barro del oeste mientras exclamaba con voz estentórea bullshit de la pena mora. Qué horror.

En fin, la aventura del joven Will Andrews consistirá en irse a cazar bisontes, los últimos bisontes, con un grupo formado por un cazador experimentado, duro y honesto, que te imaginas más como un Clint Eastwood locuaz que como un John Wayne taciturno. Hay otro vaquero borrachuzo que se ha vuelto loco después de que se le congelaran las manos y un tercero que va para despellejar a los bisontes y que es un cenizo y un agonías. Y nuestro Will, claro, que se va de excursión para hacerse un hombre, pero que tiene pinta de estar siempre a punto de decir aquello de «Dr. Livingstone, supongo». Cuatro patas para un banco, que diría mi abuela, aunque en realidad se trata de mostrar al héroe fuerte, al antihéroe cobarde y al observador que te lo cuenta. Bueno, y luego está el borrachín desvalido que actúa como el gato de Schroedinger, pero en voluntarioso.

La expedición es difícil, porque tienen que irse hasta las montañas de Colorado, a un lugar todavía por explorar en donde, si les cae el invierno, las posibilidades de salir vivos son escasas. Pero es que en las montañas todavía quedan bisontes, y por tanto pieles y cueros, y por tanto, dinero. O sea, que no es ir pa’ na’.  Y como están solos, ya que nadie conoce ese lugar, podrán hacer una carnicería a sus anchas, sin temor a que los interrumpan. Y aquí es donde una se solidariza con los bisontes hasta el Pacma y más allá, y sigue leyendo para ver cómo la justicia poética cae sobre estos hombres, aunque el tontainas de Will se salve de todo menos de la cursilería.

La novela es la narración del fin de una época que acaba con el fin de los bisontes y la llegada del ferrocarril y los cambios de costumbres en el viejo oeste. Y debo decir que a mitad del libro, mas o menos, me enganché con la historia y me gustó (la historia), a pesar de ese estilo insoportable del autor al que habría que multar por escribir tan horrorosamente. Es un crimen que se ponga a describirte cómo se hace un vivac en medio de una tormenta de nieve, o cómo se despelleja a un bisonte, o cómo se calma a un caballo, con tal profusión de adjetivos y de detalles tontos que consiguen sincopar la narración hasta hacerla incomprensible. Es una forma de escribir que me resulta muy irritante y que me acaba enfadando y que me obliga a no recomendar este libro si tienen algo mejor que leer.

Como en otras ocasiones, tienen más opiniones sobre este libro en La mesa cero del Blasco, La originalidad perdida, en Lo que lea la rubia y en la propia página del Club, donde encontrarán la opinión de Juanjo. Hasta enero, que reseñaremos Pepita Jiménez, de Juan Valera. Y que viva el ritmo.