Ciclistas en la ciudad

Salía hoy de la oficina y en vez de coger la M-30, imprevisible a esas horas, he optado por recorrer el centro. Cuando me iba a incorporar a Ciudad de Barcelona – aclaro a mi lector filipino que se trata de una avenida con tres carriles en cada sentido, uno de ellos para el autobús – he visto cómo se cruzaba un alegre grupete de seis ciclistas que circulaba por la calzada en formación de no formación. Se diría que era como el eclecticismo en bici, aunque ellos dirían que iban a mogollón. Y es que iban a mogollón.

Yo he girado cuidadosamente y me he situado en el carril de la izquierda, porque los tipos iban como digo agrupados, y por aquello del metro y medio de distancia que hay que dejar. Y entonces el semáforo se ha puesto en rojo y me he parado, claro. El coche de delante también se ha detenido, lo mismo que el coche que me seguía. Desde mi posición no podía saber si venía algún coche por la calle que cruza y que da sentido al semáforo. Y no lo podía saber porque me lo tapaba un autobús, también parado en el semáforo.

Sin embargo, nuestros seis colegas se han saltado el semáforo. Todos, incluyendo a una chica que iba algo más rezagada, han pasado entre los coches, han asomado su cabecita y se han saltado el semáforo.

Qué duda cabe que en bici se ve mejor si viene alguien. En coche, con las ventanillas, el morro y luego que vas sentado, no se ve otra cosa que el semáforo, que por eso lo ponen en alto. Y por otra parte, las señales de tráfico son sólo para los coches: todo el mundo sabe que los conductores de automóviles son gente incívica que necesita una señalización más o menos exhaustiva para no chocarse los unos contra los otros. Aparte de que tráfico, lo que se dice tráfico, eso no son las bicis, porque tráfico es lo que contamina, en acepción de verborrea política. Y luego está el asunto de la libertad, ya sabes, el viento en el pelo y todo eso. Las normas en general, las luces, el orden de circulación, de preferencia, etc, son una cosa fascista y hay que estar en contra.

Bueno, yo he estado muy atenta por si acaso había un atropello ponerme a disposición para declarar.

– Señor juez, el muerto se saltó el semáforo. Y no creo que tuviera prisa. Sencillamente, era un imbécil.

 

Fervor

Entonces está el fervor, que es el entusiasmo o el interés grande. Y después está fervoroso, que es lo que tiene o muestra fervor. Y antes está ferviente, que también es lo que tiene o muestra fervor. Y todavía antes tenemos férvido, que es lo mismo que ferviente o fervoroso y que, para que a nadie le quepa duda, también es lo que tiene o muestra fervor. Como es natural, cada adjetivo tiene su correspondiente adverbio, que son como los valets del adjetivo, no faltaba más.

Yo estoy casi segura que lo de férvido es la primera vez que lo oyen ustedes. Si no todos, sí al menos mi lector filipino, que sigue siéndome fiel, fervorosamente fiel, fervientemente fiel y desde hoy, férvidamente fiel.

También está el furor, que es la furia, y sus adjetivos son furioso y furibundo, que por cierto no son sinónimos porque hay un matiz de grado (furibundo es lleno de furia, mientras que el furioso sólo tiene furia, a secas). Esto del furor hay quien lo confunde con el fervor. Sí, se confunde, porque lo de furor se usa mucho para describir el comportamiento de las fans de un cantante. De un cantante o de varios. Los Beatles, por ejemplo. Y no me diga que no: a usted le dicen «furor» y automáticamente ve en su mente a chicas despeinadas gritando. Y también anda por ahí la palabra desaforado, que significa que obra sin ley ni fuero, atropellando por todo. Desaforado  suena cercano al furor y también nos lleva a imaginar a chicas despeinadas gritando. Pero no se engañen: si ustedes quieren decir fervor, digan fervor y rechacen las imitaciones.

También a veces se usa ardor para figurar fervor y eso sí puede tener un pase. Lejano, pero pase. Porque ardor es el calor intenso pero también, en tercera acepción, la impetuosidad o vehemencia. Tengan cuidado con los adjetivos, que tampoco son sinónimos, porque ardorosa es la persona que tiene ardor y ardiente es el o lo que arde. No existe árdido, pero sí ardido, que es persona valiente o intrépida, pero ardido va por su cuenta etimológica aunque trate de camuflarse entre las anteriores en el diccionario. Bueno, y luego está ardeviejas, que es una planta de la familia de las papilionáceas y que no pinta nada en este post.

En fin, volviendo al fervor, nos encontramos con tres palabras para decir lo mismo, y yo supongo que se usa una u otra según la costumbre. Yo les animo sin furor pero con ardor a utilizar fervor y su camada de adjetivos y adverbios. De paso, también les animo a que me agradezcan que les informe de la existencia de férvido, por si algún día se sumen en la duda de usar los manidos fervoroso y ferviente o, al contrario, envalentonados por una seguridad heroica, deciden epatar al bougeois.

 

 

 

Rugby

Los cuartos de final del mundial de rugby se han jugado este fin de semana. Y yo me he visto los cuatro partidos, e incluso he hecho pellas en el Bernabéu para ver un Africa del Sur – Gales. Y es que el rugby es un deporte maravilloso.

Un muy buen amigo jugaba en un equipo de la Universidad, hace una tromba de años, y fue quien me explicó los fundamentos, y aunque lo que no se frecuenta se termina olvidando, lo fundamental se recuerda siempre. Es un deporte que consiste en llevar un balón ovalado hasta detrás de la línea de tres palos, con la particularidad de que ningún jugador puede ir por delante del balón. El balón se puede tirar hacia delante sólo con el pie, no con las manos, y de ahí ese juego tan característico, a la mano se llama, por el los jugadores se van pasando el balón hacia atrás, unos a otros en línea, de una plasticidad preciosa. Igual que es maravilloso y muy emocionante ver a un jugador, con el balón en mano, corriendo por el campo perseguido por los del equipo contrario hasta que llega a la zona de ensayo.

El rugby es un deporte que parece brutal, incluso violento, pero no lo es. Es un deporte noble jugado por tipos valientes y rocosos en el que el contacto se busca (¡ se encuentra!), y en el que no valen los disimulos ni las trampas, mucho menos las quejas. Ves a los jugadores salir del campo magullados, con sangre en la nariz, con moratones en los ojos, pero ahí los tienes, placados implacablemente (¿esto es una redundancia o una contradicción?), o saliendo de debajo de cinco armarios en una montonera en la que ha podido pasar de todo, que se levantan y siguen, sin una queja ni un mal gesto. Hoy mismo, en el Irlanda-Argentina, un jugador de Irlanda ha salido de un rifirafe con un dedo medio roto. Pues nada, el médico ha entrado en el campo, le ha estirado el dedo, le ha puesto un esparadrapo, y a seguir. El jugador ha puesto algunas caras de dolorcillo, pero, bah, como decía @Mercutio_M, a estos jugadores es imposible torturarles, porque a la tortura lo llaman fisio. Hay que verlos correr, luchar y dejarse la vida en el campo hasta el final, llorar con sus himnos, respetar al contrario y al árbitro, no hacer marrullerías ni protestar, no perder el tiempo, hacer el pasillo al que ha perdido cuando termina el partido… Es deporte, deporte de equipo, en estado puro.

Pero hay más cosas. El respeto a la tradición y al juego limpio se combina con la evolución. Ahí tienen ustedes una copa del mundo en la que los árbitros van llenos de cables que en caso de duda paran el partido y piden a un cuarto árbitro que le ayude a revisar la jugada. Lo que vemos los espectadores repetido cien veces lo ve él también, y decide. De todos modos, los jugadores no iban a protestar, que esto es rugby, pero así se contribuye también a hacer mejor justicia.  Un deporte inteligente, manejado por personas inteligentes con inteligencia. Qué cosas.

Comparar el rugby con el fútbol sólo puede conducir a la melancolía. Un deporte maravilloso.

 

Embajadas bananeras

EMBAJADA-BANANERAPara casi todo en la vida hay clases. Y entre países también, claro. Están los países principales, los que tienen poderío e influencia ya sea por las armas, por el comercio o por la cultura, y luego los otros, que ya van menguando hasta convertirse en parias sin que a nadie le importe mucho qué hicieron con su historia para perder la t y que nos resulte incomprensible que puedan ser la patria de alguien.

En cualquier clasificación de países lo que cuenta es la capacidad económica o la de soltarte un guantazo por un quíteme allá esos petróleos, y cuenta en la actualidad, por cierto, no por lo que fueron en el pasado. Aquí nos tienen ustedes a los españolitos, sin ir más lejos, un imperio en el que no se ponía el sol, y ahora una medianía, por no decir un país de medio pelo. Están las potencias del mundo, que no son más de siete, luego los 20 del G, y luego el resto que va con el remo. De los casi 200 países que están representados en la ONU, yo diría que hay unos 100 que no cuentan para nada y otros 50 que ya descuentan, directamente.

Ser un país principal o ser uno secundario se tiene que notar en las embajadas.  Y así las embajadas de las potencias están en edificios con mucha presencia en las mejores zonas de Madrid.  Pero esto son los de la parte alta de la tabla. Los otros ya van rebajando el standing junto con el grado de discreción, hasta camuflarse en pisos normales y corrientes. Y el dinero, como la educación, son dos cosas que no pueden esconderse. Su falta tampoco, no crean, y llega un momento en que la discreción obligada sale a la luz en forma de espacio reservado para parking de la embajada. Porque el colmo de embajada cutre es la que no tiene ni para poder pagarse una plaza en un parking público. Así es que en vez de un escudo en la puerta, con aldabón dorado y ujier con galones que anuncie la presencia del Excelentísimo, usan un cartelito de reservado del ayuntamiento para indicar que la embajada queda por ahí, en uno de esos portales. Y con eso, ya se apañan.

Y ahí tienen ustedes a la República de las Bananas con una plaza reservada que compite en la misma calle con las dos que tiene el Estado Libre de los Dátiles, separadas entre ellas por una plaza para minusválidos al que me imagino tentándose la cartera al salir de su coche por las tardes. El de las Bananas mira de reojo al de los Dátiles, el doble de poderoso en comparación. En la perpendicular se encuentra la embajada del Reino del Aguacate, que lo lleva peor porque el ayuntamiento le permite 3 metros y medio en línea colindantes al carga y descarga del bar de jamones, con reserva entre las 9 y las 14 horas, salvo domingos y festivos. Por cierto que el del Reino del Aguacate tiene una bandera del país expuesta en la ventana, que para eso tiene allí sus poderes. Y su piso. A veces, junto a la bandera, se dejan ver dos perrillos chiguagua más feos que matar a un padre, henchidos de orgullo y deber, ladrando como poseídos a poco que se te ocurra acercarte al coche del embajador al cruzar la calle. Podría haber elegido tener dos perros algo más majestuosos, Gran Danés o así, pero se ve que prefiere no llamar más la atención y dejarlo estar.

En el fondo esas embajadas dan algo de ternurita… salvo que no encuentres dónde dejar el coche.

 

 

 

Un bolígrafo, una cuchara, una taza, un cigarrillo y un pincel

¿Sabrían ustedes decirme cuál es la relación entre un bolígrafo, una cuchara, una taza, un cigarrillo y un pincel? Yo se lo voy a decir: la relación es una ampolla en un dedo, que me martiriza desde hace casi una semana. En realidad, no es exactamente una ampolla, sino una laceración. Quizá fue una ampolla, pero yo no puedo saberlo. Empezaré por el principio, que si no, me disperso.

El domingo pasado estuve ayudando a unos amigos a pintar su comedor. Yo esto no lo había hecho nunca en mi vida, así es que me encargaron una parte fácil, como era «recortar», que consiste en pintar un poco la confluencia del techo y las paredes para que luego, al pasar el rodillo, no se pringue lo que no se debe, puesto que el comedor iba en dos colores. Para eso se usa un pincel, o más bien una brocha, aunque hay de dos tipos según si lo que se pintan son bordes o esquinas. En fin, no les voy a marear con la técnica del pintor, un oficio honrado no tan fácil como parece, y en el que yo tuve que sustituir la experiencia con el primor y la práctica con el entusiasmo.

El caso es que me puse unos guantes de látex, claro. Y al cabo de las tres horas, notaba que me dolía mucho el dedo corazón al sujetar el pincel. Y como en el corazón de la mano derecha tengo un callo del boli, pensé que se me estaba recalentando, y no le di mucha importancia. Y yo seguí con el pincel, dale que te pego, venga que no llegamos, ahora me lo miro, no es para tanto, calla y no te quejes que te van a tomar por una niña fina, y pija, y ñoña, tú sigue que más cornás da el hambre, eso ni es un problema ni es nada, y así todo. Los dueños del comedor, personas agradecidas, nos trajeron unos pastelitos para que descansáramos un momento y al quitarme el guante comprendí dos cosas: que no era el callo y que ya no tenía remedio. Pero oigan, reaccioné como una campeona. Nada de botiquines, nada de lágrimas (ay, lo que hubiera dado yo por poder llorar a moco tendido), nada de quejas, no hay dolor, me dije. Me enrollé un poco de cinta de pintor, y a seguir, que esto hay que acabarlo y ya sólo quedamos cuatro.

ampolla una semanaYo creo que empezó siendo una ampolla y que terminó en el horror que ven a la izquierda. Una semana después ahí sigue la herida, más pequeña, que escuece y duele parecido, pero incordia igual. Y que no acaba de curarse, como se ve a la derecha.

Estuve lunes y martes con una tirita y el miércoles me la quité, porque me pareció que debía rebajar su importancia. Pero el jueves volví a taparme el dedo y hasta hoy. Porque, y aquí quería yo llegar, esa parte de ese dedo se topa con muchas más cosas de las que podrían ustedes imaginar. Es más, yo diría que esa parte de ese dedo sirve para todo, y si no para todo, sí para un montón de cosas, todas muy habituales.

Yo no sé qué parte o qué funcionalidad de la mano se habrá tenido en cuenta para explicar la evolución del Hombre a partir del mono, pero lo que sí puedo decir es que entre comer, beber, escribir, fumar y pintar, el nexo común, de momento y hasta que se demuestre otra cosa, es una herida en el dedo. Al menos hasta que deje de abrirse y se cure definitivamente. Y si no, les dejo la prueba.

Coger el boli

coger cucharacoger tazacocger cigarro

La noche en que Frankenstein leyó el Quijote, de Santiago Posteguillo

La noche que Frankenstein... posteguilloDía primero de mes, y toca hablar del libro del Club de Lectura. Un libro que tiene un título que da muchísima pereza, y un autor bajo sospecha, porque este señor se dedica fundamentalmente a la novela histórica, que no es precisamente el santo de mi devoción. Para colmo, su trilogía más conocida está dedicada a Escipión el Africano, y yo soy fan de Anibal de toda la vida. Sin embargo, el libro me ha parecido distraído, no crean. Es un libro escrito para que te enteres de cosas, mitad divulgativo, mitad anecdotario, que no sirve para soñar, ni tampoco para deleitarte con la prosa que gasta (este hombre no gasta prosa, la emplea), pero con el que pasas un rato agradable.

Las anécdotas e historietas que nos cuenta Posteguillo, a través de capítulos muy cortos, tienen como punto en común la literatura, los libros y los autores. Asuntos poco conocidos o no conocidos en absoluto que resultan curiosos en muchos casos. El capítulo que da título al libro se refiere a que la autora de Frankenstein, Mary Shelley, era una apasionada de El Quijote, y cuenta cómo y por qué deja ver su influencia en la obra.  También nos cuenta cuándo se usó el orden alfabético por primera vez, en la biblioteca de Alejandría, o novela la entrega del Lazarillo de Tormes al editor, poco antes de la creación del indice de libros prohibidos de la Iglesia, lugar en el que ingresó casi de inmediato; se hace eco de la cantidad de literatos que ha dado Dublín al mundo; pone en duda la autoría de las obras de Shakespeare y el recurso a usar negros de Alejandro Dumas; cuenta de forma sucinta la historia del autor de Ivanhoe, o cómo Sherlock Holmes fue «resucitado» a petición de los lectores. También explica la torpeza de España a la hora de presentar y promocionar a sus autores para el Nobel, o recuerda el discurso de entrada a la Academia de Zorrilla, integramente en verso. Nos habla de Solzhenitsyn, de Dostoievski, de Rosalía de Castro, de Jane Austen, de Dickens, y hasta de Rowling. En fin, cositas curiosas.

No creo que me aficione yo a este autor, porque utiliza un tonillo novelero y de intriga un poco infantiloide y fuera de lugar para contarte las anécdotas que ha elegido. Por ejemplo, te cuenta el paso de Raymond por la segunda guerra mundial, así todo muy dramático, llamándole Raymond, como si fuera el protagonista de alguna ficción, hasta que al final desvela (oh) que se trata de Chandler. Pero es que hace lo mismo en casi todas las historias, y la técnica, por repetitiva, resulta un poco pastosa y falta de originalidad. Probablemente, se debe a que este libro es un refrito de artículos del autor en el periódico Las Provincias. Probablemente…

En fin, un libro distraído y poco más. Como siempre, tenéis otras opiniones sobre este mismo libro en La mesa cero del BlascoDelenda est CarthagoLa originalidad perdida y en el blog de Bichejo. También hablaremos del libro en el próximo podcast al que podéis acceder a través del botón de la derecha.