Berta Isla, de Javier Marías

Berta IslaDespués de la decepción de los dos últimos libros de Javier Marías, en especial del último (del que hablé aquí y que para colmo se titulaba Así empieza lo malo), había llegado a temer que su escritura se hubiera echado a perder. No crean que es algo imposible en literatura, porque no siempre el talento mejora con el tiempo, y ya no digamos con las ventas. Pero mi fe en el autor de Tu rostro mañana es inquebrantable, así es que corrí a comprar su última novela, Berta Isla, que terminé de leer hace un par de semanas y sobre la que tenía pendiente este post. Y ya puedo respirar: mi querido y admirado Javier Marías ha vuelto.

Berta Isla es una novela muy de Marías, muy reconocible. Y no sólo porque te encuentras con Tupra y con el Profesor Wheeler, personajes suyos difíciles de olvidar. No sólo. También te encuentras con unos protagonistas profundos y atormentados, inteligentes, elegantes, con vidas en las que la palabra importa, hechos que no se pueden decir y no se dicen, situaciones que no pueden hacerse públicas y no se hacen, pasajes que no se pueden imaginar, aunque se imaginan. Y sobre todo te encuentras con su magnífica escritura.

Berta Isla es la mujer de Tomas Nevinson, su pareja desde la juventud. Tomas, de padres inglés y española, además de hablar perfectamente varios idiomas tiene un raro don para la imitación, y el destino le lleva a cruzarse con los servicios secretos británicos, que lo reclutan. Entonces empieza a vivir una doble vida, una de las cuales necesariamente debe ocultar. La trama se rompe cuando Nevinson desaparece. La ocultación en un lado y en el otro la certeza del no saber, la lealtad como obligación y como elección de vida, la desaparición sin muerte cierta que lleva al que espera al deseo y también a la inquietud de la reaparición, son ideas que van enhebrándose sin que el pulso de la narración se vea comprometido.

Marías cambia de voz de manera magistral (y encima nos lo explica antes de hacerlo), y así relata en tercera persona o nos deja oír a Berta mientras nos explica la historia, y no sabría decir yo cuál de las dos voces es más creíble. Él abre el mundo para que lo veas, y luego deja hablar a Berta para que la interpeles, pero sobre todo para que la creas.

En fin, es una novela formidable. Marías sitúa la historia entre los años 60 y 90, y se agradece. Tal como le leí decir en una entrevista, no puede imaginarse esta historia en el mundo actual, en donde un sesentón en bermudas le hace una foto con el móvil a un filete en un restaurante, o algo así venía a decir.  La historia de Berta Isla no es creíble en la realidad líquida en la que vivimos y por eso nos lleva a un pasado próximo, al pasado de Tu rostro mañana. O sea, a otro mundo: el mundo literario de Marías.

Léanlo.

Objetos perdidos

Hace un montón de años me dejé una agenda olvidada en un banco en París. No era una agenda corriente, sino una de sobremesa en una maravillosa piel de cerdo que me había regalado un amigo unas temporadas antes y a la que yo le compraba el recambio cada año. Recuerdo el banco perfectamente, en la Avenida de Wagram a unos 50 metros de la Place de l’Etoile, y también que yo estaba esperando allí sentada a que vinieran a buscarme para ir al aeropuerto. Cuando me di cuenta del olvido era ya demasiado tarde para volver, yo tenía un avión esperando. Así que me sobrevino pena y fastidio por el  incidente, claro, pero lo dejé estar, qué le iba a hacer.

Unas semanas más tarde, cuando ya se me había pasado el disgusto y había empezado a usar otra agenda de publicidad cualquiera, me llegó una cartita de la Oficina de Objetos Perdidos de París. No recuerdo el nombre del servicio, aunque sí que se llamaba «de objetos encontrados», sin duda mucho más preciso para firmar aquella carta. Y es que chère madame, hemos encontrado su agenda, tiene usted este plazo para recogerla en esta dirección, bla, bla, bla, si no puede venir personalmente puede mandatar a alguien firmando este documentito adjunto, bla, bla, bla. Naturalmente, mi nombre y dirección figuraban en la agenda, pero lo que me dejó pasmada es que me escribieran a Madrid. Desde entonces siempre he tenido mucha fe en la República Francesa, o como mínimo en sus oficinas de objetos perdidos (y encontrados).

Viene esto a cuento por una noticia que oí ayer en la radio. Hablaban sobre la Oficina de Objetos Perdidos del Metro de Madrid, no sé si por un cambio o una nueva inauguración, y comentaban las cosas raras que se habían encontrado, entre ellas una dentadura postiza, un microondas y una silla de ruedas. Me tendrán que reconocer que en los tres casos hay que hacer algún esfuerzo para imaginar cómo se perdieron. Por ejemplo, la dentadura postiza podría no pertenecer al que la perdió, y ser de su abuelo muerto; o tal vez era de un protésico dental que se puso a hacer un inventario en el metro y se le cayó una pieza entera debajo del asiento y no la vio al recoger el material. La silla de ruedas puede tener una explicación parecida: lo más probable es que no perteneciera al paciente que la necesitaba, y el que la perdió era un descuidado muy descuidado; o tal vez la silla la habían robado unos gamberros que, después de divertirse con ella, se cansaron y la abandonaron. ¿Y el microondas? Esta es la más fácil: el que lo perdió venía de repararlo, lo dejó en el asiento, se puso a leer, cuando llegó su estación se levantó pensando en la trama de la novela, se le fue el santo al cielo, se bajó del vagón y la siguiente escena es cuando calienta la leche en un cazo.

No sé qué tal funcionará la Oficina de Objetos Perdidos del Metro de Madrid, pero dudo que sea tan eficiente como la parisina. Aunque también es verdad que nosotros no se lo ponemos nada fácil. Mira que no ponerle el nombre y la dirección a la dentadura…