Rufo

IMG_0781Hace casi dieciocho años, una mañana que bajaba mi tía a la playa, vio un cachorro de gato abandonado en un alcorque. Supongo que no sería la primera persona que pasó por allí aquella mañana, pero sí fue la primera persona a la que se le rompió el corazón al verlo. El pobre gatillo estaba sucio, desnutrido, con sed y hambre, tan pequeño que las dos cosas se calmarían con un poquito de leche. Lo envolvió con cuidado en una toalla, se lo llevó a casa y dejó la playa para otro momento.

Un día después lo llevaron al veterinario. El pobre gato tenía una infección en los ojitos, y además respiraba con mucha dificultad. Por entonces imaginaban que, antes de acabar el verano, el gato se marcharía a vivir su vida, libremente y por su cuenta (por esos alrededores hay más gatos que vecinos), pero mientras anduviera por la casa, el gato debía estar cuidado, limpio y sano. Así que el gatito, después de la prescripción veterinaria y a base de cuencos de leche y comida rica, se fue curando poco a poco. Y de paso, mientras volvía a la vida, le servía de distracción a mi abuelo, que ya no bajaba a la playa y que se sentaba las horas muertas en el jardín a jugar con él y a esconderle el bastón, y a hablarle de lo divino y de lo humano, casi 90 años de vida que contarle a un gato con las orejas limpias y relucientes, porque así se las dejaba todos los días mi abuela.

Mediado agosto, mi madre se fue con mi tía Pilar hacia Murcia, porque las noticias que llegaban sobre el estado de salud de mi abuelo eran preocupantes. Nos llamó al llegar y mis hermanas y yo salimos hacia allá al día siguiente. Aquella misma noche mi abuelo falleció.

Se organizó con rapidez el traslado del cuerpo de mi abuelo en un furgón a Madrid. Mi abuela, mis tías y mi madre cogieron un avión de vuelta, y mis hermanas y yo nos quedamos a cerrar la casa detenidamente, como se cierran las casas que no sabes cuándo se volverán a abrir. Y por allí apareció el gatillo, que venía de darse un garbeo tal vez buscando a aquel señor del bastón. ¿Qué hacemos con el gato?, preguntó mi hermana mediana. Llevárnoslo, dijo mi hermana mayor, este gato no se queda aquí porque hizo feliz al abuelo en sus últimos días. No hubo discusión, esa es la verdad y a Madrid que nos trajimos al gato, en los brazos de mi hermana, envuelto en una toalla y sin saber muy bien quién de la familia se quedaría con él. Y se lo quedó mi abuela, naturalmente.

El murcianico, lo llamaba mi tía Maruja, su salvadora. Pero necesitaba un nombre, y mi abuela le pidió prestado a mi hermana mayor el nombre de Rufo, que así se había llamado un siamés suyo precioso y cariñosísimo. Rufo pues, aunque también era el gato, sin más y por ser gato único; Mici a veces, cuando a nadie le salía el nombre, el gatuchi cuando preguntábamos por él, y Garfield en su buena época de gato orondo.

Ha vivido feliz y ha vivido mucho, casi18 años sin apenas enfermedades. Se llevaba bien con todos, y era un gato amable y cariñoso. También con el mundo animal de la familia, aunque con mi gato Benito, que aún vivía cuando él llegó, intentó llevarse bien con unos resultados malísimos que no quisimos volver a repetir. En cuanto a Curra, primero preferían no encontrarse, y luego aprendieron con el tiempo a ignorarse, hasta el punto de cruzarse por el pasillo y parecer invisibles el uno para el otro.

Sin duda era un superviviente. Sólo así se explican los 18 años de vida resistiendo los fregotes que le pegaba mi abuela cada día y las carreras que, unos años después, le daba la loca de Wilma, con la que nunca tuvo un mal gesto ni un mal arañazo, y a la que dejaba pacientemente que le llevara del cuello o de una oreja por el pasillo sin emitir un maullido. Para qué, diría, mejor que piense que ya estoy muerto.

Bromeábamos con su edad y con su capacidad de resistencia. Le subíamos al poblachón y allí revivía, para mí que era por el oxígeno. Se tumbaba en la terraza al sol, y era inexplicable que no echara humo, y sólo se levantaba para ir a incordiar a alguna lagartija. A veces, si estaba profundamente dormido, alguien decía “tocad a ese gato, que igual ha muerto”. Mi sobrino decía con mucho humor negro que olía a tierra, y yo le decía a mi tía que cualquier día se lo encontraría boca arriba al llegar a casa. Bromas que incluían la previsión de que nos enterraría a todos, porque la realidad es que nos habíamos creído que Rufo era inmortal.

Como todos los animales, y más los gatos, él decidió cuándo quería cerrar la persiana. Cada vez fue comiendo menos y se fue convirtiendo en una pasita, un pellejo que recubría los huesos. Hasta que el fin de semana pasado decidió no comer más. Tuvo el privilegio de una vida feliz y regalada de 18 años. A ese privilegio se le ha añadido el que se reserva a los animales que son bien amados: dejarles que mueran mientras están dormidos.

Libros de abril y casi mayo

¿Por fin han apostado? Todavía están a tiempo, porque vamos de cara al verano y no me veo yo en pleno mes de agosto haciendo recuento. Aviso de que cuanto más avance el año, menos riesgo habrá en su apuesta, aunque cuidado con las confianzas: el tiempo es un gran potenciador de la desidia. Hoy tengo cosillas que contarles, así es que allá voy.

Terminó marzo con Apegos feroces, de Vivian Gormick. Esta mujer es una activista del feminismo serio, pero no crean que se nota mucho, y ese es el valor del feminismo serio, no la feria que tienen montada cuatro locas. En estas memorias, si uno no va avisado, el discurso es sensato y sin aristas, lógico, y te lo encuentras en muchas escritoras. De todos modos, y dicho sea de paso, personalmente estoy un poco cansada de este rollo de la «perspectiva de género». ¿Qué perspectiva va a tener una intelectual americana nacida en 1935 cuando nos habla de su vida y sus recuerdos? ¿La perspectiva de un samurai? Claro que defiende el derecho de las mujeres, no va a defender el de los marcianos. Pero es que, además, este libro no va de eso. Vivian Gornick nos cuenta retales y recuerdos de su vida, acompañada y acompañando a su madre ya anciana en la actualidad del libro, una mujer de otra época pero una mujer de cuidado. También la peripecia de otras mujeres que la han rodeado, vecinas de su barrio en el Bronx con las que creció, y la de otros hombres con los que se ha relacionado. Un libro de memorias no exhaustivas, bien escrito, que se bebe, que interesa en el contenido y en la reflexión y en el fraseo, y el feminismo penetra de manera natural, sin estridencias. De este libro hay que saltarse el prólogo, porque está escrito por el clásico memo, un gruppie tóxico, que se cree que por ser hombre se tiene que hacer perdonar algo. Así que léanlo, sí, pero como lo que es: buena literatura construida con el argumento de una vida muy interesante.

Ahora vamos con el atasco de abril. Se trata de 4 3 2 1, de Paul Auster. Un atasco, por no decir un tapón. Sí, es Auster, pero madre mía. Pocos libros valen 1.000 páginas, y este no será uno de ellos, desde luego. Auster se permite esto porque es Auster y se ha sobrado, pero el libro es para tirárselo a la cabeza, directamente. Cuando uno se mete en esa extensión, no vale con interesar en un 40%, esto no va de porcentajes. Por eso pocos escritores logran el reto. Con pena lo digo: Auster no lo ha hecho y que no me espere ya si vuelve a escribir algo. Hay mucho Auster antes de 4 3 2 1.

4 3 2 1 es la historia de Ferguson, un mismo personaje que se desdobla en cuatro. «Idénticos, pero diferentes, cuatro chicos con los mismos padres, el mismo cuerpo y el mismo material genético», cuya columna vertebral de la vida (infancia, adolescencia, campamento, colegio, universidad, chicas, familia) se va desarrollando en circunstancias diferentes que hacen divergir el carácter del personaje hasta convertirlo en cuatro personajes distintos. Hasta la mitad del libro la cosa va bien, es muy interesante y muy curioso, un ejercicio literario de primera categoría. Gusta, interesa, intriga, divierte, engancha. Pero, ay, llegamos a los años 60 y el libro se convierte en un coñazo insufrible. Y es que Auster se pierde en la historia política, social e intelectual de América y con ello la historia de la novela y de sus personajes se diluye y de ella sólo se ven los trazos (¡y los trozos, y las trizas!). Auster echa a perder la novela para contarnos una historia de América de hemeroteca, y sólo se salvará en algunos pasajes (cortos) en los que recobra el pulso y el protagonismo de alguno de los Ferguson. El libro se convierte en una pesadez, en una losa, denso, y se te quitan las ganas de leer y hasta de vivir porque, por supuesto, Auster no deja de ser Auster: subordinadas, más subordinadas, su estilo literario no cambia para contarte los disturbios de Newark o el activismo de las organizaciones de Derechos Civiles, ni para intercalar los relatos que a su vez escriben los diferentes Ferguson. Entonces, ¿Auster necesitaba 1.000 páginas? Cuando llevas 500 crees que sí, porque son cuatro vidas multiplicadas por las vidas de los que rodean a los Ferguson, pero cuando llegas al final te dices que no, rotundamente no, porque hay un 30% que está dedicado a contarnos el decorado. Es un libro malogrado, y me da igual lo que digan los críticos: doy por sentado que a la mitad del libro se han hecho una idea y, hala, a aplaudir. Así es que si son muy fans de Auster, léanlo, pero mi consejo es que, si se empiezan a aburrir, abandonen, porque el libro no mejora.

Seguí mi propio consejo en el siguiente libro del que hoy les hablo, porque abandono es el castigo que mereció Voltaire enamorado, de Nancy Mitford. Decía Voltaire (citado por el prologuista) «si lo que quieres es aburrir al lector, cuéntaselo todo». Bravo, Nancy. Si Voltaire resucitara te diría lo mismo que le dijo a Jean-Baptiste Rousseau cuando se quedó sin epítetos «¡Oh, qué aburrido es usted!». ¿Y cuál es el defecto del libro? básicamente que no se sabe lo que es, si ensayo, biografía, novela o un anecdotario de los salones del siglo XVIII. Yo creo que la autora admira a Voltaire, decide novelar su relación, por supuesto verídica, con Madame du Châtelet, y va y se documenta. Pero se documenta a lo grande. Y luego se pone a escribir y, claro, no va a desperdiciar aquello que encontró.  Así es que mete a presión todo. Todo sin filtrar, sin priorizar, sin dejar nada preponderante que dé fuerza al libro y tire del lector. Muchísimos personajes apilados sin preferencia, coge de aquí y de allá y luego yo creo que va podando y, total, que va y le sale un churro. Hasta la página 175 llegué: me lo leí en medio de la tortura de Auster por ver si me animaba, y ya me resultó demasiada exigencia para lo que es un sencillo hobby. Me dije: ¿continuar con dos libros cuando llevas la mitad para ver si mejoran? Y ahí se quedó.

Paro aquí y dejo para otro post los tres que han venido tras liberarme del tapón de Auster. Ha sido como abrir una olla a presión. Y todo ha sido bueno. Cruzaremos los dedos a ver si sigue la racha.

A Kiev a por la trecena

Ayer vivimos una vuelta de semifinales agónica. Yo me recuerdo de pie, mirando fijamente el reloj de la retransmisión, hipnotizada delante los segundos que superaban los cinco minutos de descuento que el árbitro había otorgado, porque ya llevábamos treinta y pico de más, y gritaba furiosa “árbitro, tiempo, tiempoooo”, y el Bayern que seguía atacando, como el orgulloso equipo que es, uno de los grandes de Europa incluso cuando lo dirigía el acomplejado ese del lazo amarillo. El Madrid ayer vivió y sufrió esos últimos segundos agazapado, como el boxeador que se tapa la cabeza con los puños, resistiendo y aguantando las embestidas como sólo los campeones saben hacer. Casi me da un infarto, pero ahí estuvo mi Madrid, tan grande. Soy feliz.

Ya estamos en Kiev para jugar la decimosexta final de Copa de Europa. Me gustaría que fuera contra el Liverpool, que es un equipo también legendario y que hizo que tuviéramos que esperar a ganar la Séptima 32 años, en vez de 15. Así es que ahí hay una cuenta pendiente que me parece que deberíamos saldar. En todo caso, ganarle una Copa de Europa al Liverpool tiene más caché que ganársela al Roma, y no digamos si hay que perder, aunque eso no está en la mente de un madridista hasta que no sucede. Pero amigos, para ganar una Copa de Europa hay que llegar a la final, igual que para perderla. Hay 75 equipos que no han llegado, que son estos de ahí abajo, a los que habrá que sumar el Bayern y a uno de los otros dos semifinalistas.

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La élite de los equipos de toda Europa jugando la misma competición, organizados en liguillas y luego en cruces a doble partido. Y el Madrid en esos cruces ha eliminado al riquísimo PSG, que nos iba a laminar, a la elegante Juventus, que nos hizo sufrir con su condenado orgullo y a este Bayern, el más poderoso de todos para mi gusto y el que más cerca ha estado de echar por tierra la ilusión por la decimotercera copa.

Los emboscados y conspiranoicos, los reverdecidos con la envidia, los amargados, los acomplejados pequeñitos, pequeñitos, pequeñitos, los que politizan hasta un manojo de puerros, difamarán y pondrán reparos al éxito que supone llegar por segunda vez a poder ganar tres copas de Europa seguidas. Comprendo que pueda no gustar, incluso que pique un poco, pero, amigos, lo que ha hecho el Madrid es, sencillamente, gigantesco. Con todo, hay quien le quita importancia o trata de ensuciarlo para que parezca menos brillante, menos estimable. A lo que hay que responder que adelante: si es un reto al alcance de todo el mundo, adelante, que lo intenten. Sólo al Ajax y al Bayern les costará un mínimo de tres años, pero el resto lo puede lograr en seis. Adelante, vamos, inténtenlo si es tan poco meritorio. ¿Por qué no hacerlo? las casualidades funcionan para todos, y cualquier árbitro y cualquier directivo se puede comprar, que equipos mucho más ricos que el Real Madrid juegan en esta competición. Adelante, pues, ya les digo yo que es posible. Y además, ¿quién podría merecerlo menos que el Real Madrid? Cualquiera, no hay duda…

En fin, en Kiev intentaremos lo imposible porque para los madridistas será posible. Y ya está. Hala Madrid.

Las praderas del cielo, de John Steinbeck

Las praderas del cieloPrimero de mayo y reseña del segundo libro del año del Club de lectura, en esta ocasión elección mía. Elección con trampa, igual que la de Dickens en marzo porque, cuando te toca elegir, te tiembla la mano y vas a lo seguro. Así que Steinbeck, una garantía. En nuestro club hay varios gritos de celebración cuando se menciona a ciertos autores. Y así ¡es Galdós!, o ¡es Dickens!, o ¡es Steinbeck! Claro que también tenemos gritos de alerta, como es el caso de ¡Poniatowska!, que viene a cumplir las funciones de un vade retro festivo. En esta ocasión toca celebración.

Las praderas del cielo es un libro de pequeñas historias bien contadas, que arranca con la del descubrimiento de un valle casi paradisíaco en California, cerca de Monterrey, en el que se establecieron algunas familias de colonos para cultivar la tierra. Steinbeck construye nueve relatos cortos con la vida de estos vecinos. Son relatos que pueden leerse de forma independiente, pero que van hilados con los Munroe, una familia que llega al valle para ocupar una finca con un pasado oscuro, encantado. Los personajes van apareciendo como extras en cada historia hasta que les llega el turno de que Steinbeck nos cuente la peripecia que cada uno ha vivido. Y así va componiendo con retales la historia de los colonos de América y de sus momentos de grandeza.

Cada vida es una historia y Steinbeck compone un patchwork con ellas. En todas hay un momento de ruptura, de heroísmo, y en todas hay una luz, una salida. Todas las historias tienen un principio y un fin aunque luego cada vida sigue, pero para entonces Steinbeck ya ha fijado el personaje y su peripecia, porque en todas se refleja ese saber contar del autor. Un saber contar sereno, con un ritmo perfecto para saber contar cosas que pasan muy despacio o muy deprisa y que se mantenga el interés y se proporcione la coherencia necesaria para entender, en el que no hay momentos de aburrimiento ni de desgana, y en las que asoma a veces el humor y a veces el desconsuelo de un extraordinario narrador de historias.

Un libro poco conocido, pero desde luego brillante y que se lee con verdadero placer. Lástima la vergüenza de edición que ha caído entre mis manos (Ediciones del viento), con la que he tenido que penar descifrando comas que se ponen a lo loco, ausencias dramáticas de acentos y enervándome con faltas de ortografía que son un insulto al cliente que paga 16 euros por un libro (estava por estaba me encontré, ese es el nivel). Tantas leyes inútiles que se hacen y ninguna que ponga multas por estas cosas…

Claro, que si lo prefieren pueden buscar una edición digital. Y entonces el párrafo «Antes de que Alicia se hubiese quitado la chaqueta, él estava a su lado. Con la voz cansina que cuidadosamente había cultivado requirió…», se convierte en «Antes que Alicia se hubiese quitado el abrigo, él estaba a su lado. Con la voz cansada que había adquirido en el colegio secundario, requirió…» Vaya usted a saber qué demonios quiso escribir Steinbeck, pero si descarta el original deberá elegir entre susto o muerte.

Para terminar, y como siempre, pueden encontrar otras opiniones del libro leyendo a mis compañeros del club en  La mesa cero del Blasco, en Lo Lo que lea la rubia y en la propia página del Club, donde está la opinión de Juanjo. El primero de julio volvemos, esta vez con Sarah Perry y La serpiente de Essex.