Leo en el periódico que Michael Packard, un pescador de Massachusetts, estaba pescando langostas a 15 metros de profundidad y, de pronto, sintió un golpetazo muy fuerte, se quedó a oscuras en un sitio duro, empezó a sentir mucha presión, y luego salió despedido a la superficie del mar para volver a caer al agua. La explicación es que se lo había comido una ballena y luego lo había escupido.
En realidad la ballena no se lo comió, sino que se lo metió en la boca por error. La ballena iba a por el kril, y Michael estaba en medio. O sea, un accidente. No les voy a pedir a ustedes que se imaginen que son una ballena, ni siquiera que se pongan en su piel, aunque sí les veo capaces de tener algo parecido a la compasión por ese pobre animal que detectó un rico banco de plancton y que, cuando se lo metió en la boca, se encontró por ahí un bicho inesperado. O sea, Michael. Su sensación debió de ser parecida a la que tienes cuando te comes una aceituna que no sabes que lleva hueso. En el artículo lo comparaban a comerte por error una mosca que hay en la sopa, pero es una comparación asquerosa que sólo escribo para que me feliciten por encontrar el símil más delicado de la aceituna.
Michael no le ha dado al suceso demasiada importancia, aunque también contribuirá el hecho de salir vivo y, sobre todo, entero. Sí que parece que pasó un mal rato, en especial cuando comprendió que estaba dentro de la boca de un pez. Por lo visto, una vez que descartó que se lo estaba comiendo un tiburón (lo que debió de ser un gran alivio), pensó: «Oh, vaya, así es como va a acabar todo, Michael, comido por una ballena». Después, según ha declarado, se acordó de su esposa y de sus dos hijos. Pero eso lo ha declarado al salir. Que no es que yo desconfíe, no es eso, pero fíjense en todo lo que tuvo que hacer en menos de 30 segundos:
1.- Comprender dónde estaba, que no era fácil: descartar que fuera un tiburón, imaginarse que estaba en la boca de una ballena, hacer esfuerzos para no desmayarse… Yo aquí le calculo unos diez segundos.
2.- Buscar el regulador de oxígeno, que no estaría en Cuenca, pero que en aquellos dramáticos momentos lo parecería. Pongan aquí cinco segundos.
3.- Pensar lo de «Oh, vaya, así es como va a acabar todo…». En esto no tardaría apenas nada, digamos un momentillo.
4.- Luchar a brazo partido contra la presión de la lengua de la pobre ballena, que estaría en ese momento haciendo una especie de enjuague de boca para ver si pasaba aquel bicho con bombonas por la garganta o lo tenía que escupir. Aquí no hay que tasar el tiempo, porque me parece imposible pensar en nada.
Luego ya lo siguiente fue salir despedido entre espuma, y el único pensamiento que se me ocurre es «¡Ayaya yayayyy!».
Con semejante tensión, 30 segundos no dan para mucho diálogo, aunque sea con uno mismo. Sí que pensaría en su mujer y sus hijos, pero tiene pinta de que fuera después. Digamos que ya en el barco o en el bar del puerto, en el que le ofrecerían un carajillo o algo similar, digo yo. Que no es una crítica, entiéndanme, pero sí un aviso para que no se crean todo si alguien decide hacer una película con este suceso. La memoria deja siempre una huella en la narrativa de la vida que luego se transforma en literatura, y eso nos permite contar cosas sin afearlas. Pero es solo eso, literatura. O sea, ficción.
De todos modos, la de Michael es una historia increíble que yo me creo perfectamente, entre otras cosas porque su madre, una señora con más de 80 años, dice que su hijo no miente. Así es que, en el supuesto de que no me creyera lo que dice él, sí me creeré lo que dice su madre, que no tiene edad para mentirijillas. Y también porque el hombre tiene cara de que se lo haya casi comido una ballena y de estar vivo para contarlo. Por si acaso no le han visto, aquí les dejo la foto. ¿Tengo razón?
