Territorio oficinil

No les descubro nada nuevo si les cuento que los perros van haciendo pis un poco por todas partes para marcar su territorio. Lo hacen por la calle, pero no en las casas. Yo he tenido perros siempre (con la excepción de Benito, que era gato perruno), entre ellos un par de machos, y nunca se hicieron pis en casa. Bueno, tal vez Baxter sí, pero Baxter era un perro muy especial.

A lo que iba: que los perros marcan el territorio orinando. En las oficinas también hay algunos que van marcando el territorio. Es muy sutil. Hay muchas cosas sutiles en las oficinas, una semiótica que tiene que ver con el poder y que es como aquello de la pornografía, algo que no se puede describir pero que, en cuanto se ve, se sabe que es pornografía. La diferencia entre la semiótica del poder y la pornografía es que casi nadie repara en ella. Al menos conscientemente.

Pero hay más cosas, muy divertidas. Alrededor de ciertos proyectos se crean ecosistemas muy peculiares en los que te encuentras a muchísima gente que no pinta nada, pero que se mata por aparecer en el organigrama como jefe de algo. Cuando tú preguntas «Pero a ver ¿quién lleva esto?», te encuentras con que un fulano te dice que lo lleva otro fulano, pero que realmente quien lo lleva es él. ¿Y qué es eso? Pues eso es un perro orinando.

Hoy me ha pasado, sin embargo, algo realmente fascinante, y es que he citado a una persona a mi despacho y ha aparecido con su jefe. O mejor dicho: su jefe se ha colado en la reunión, a estas alturas no sé si para ayudar o para enterarse en directo de qué iba la vaina. A mí en el fondo me da igual: tengo un despacho muy grande y había sillas para todos. Pero la sensación era la de recibir a una folclórica con su madre.

Yo no quería verle al jefe, no estaba citado, y así se lo he dicho. También le he dicho que no tenía inconveniente en que se quedara, pero que no estaba interesada en lo que él me dijera, sino en lo que me pudiera decir su subordinado, que por cierto es muy simpático. Y en otra ocasión, cuando ha ido a contestar a una pregunta, le he dicho que prefería que me contestase el otro. En fin, una pesadez que me exige un esfuerzo extra de asertividad para lo que creo que no estoy dotada.

Creo recordar que en algún momento le he dicho que se fuera a mear a otro sitio, que para galones los míos. O tal vez no lo he dicho, pero lo he pensado. Qué pereza me dan estas cosas.

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14, de Jean Echenoz

He leído hace unos días este libro, 14, de Jean Echenoz. Se trata de una novela muy corta, apenas 100 páginas, pero es un libro que me ha encantado.

Cinq hommes sont partis à la guerre, une femme attend le retour de deux d’entre eux. Reste à savoir s’ils vont revenir. Quand. Et dans quel état.»¹

14 Jean Echenoz unmundoparacurra14 hace referencia a la Gran Guerra. Esa guerra que se declaró un verano en Francia y de la que todo el mundo decía que sólo duraría un par de semanas, tres como mucho. Una guerra a la que iban los reemplazos cantando con alegría, casi voluntariamente, como el que va a un picnic o, más modernamente, como quien va a echar una partida de Risk. Y de la que, como en todas las guerras, muchos no volvieron, o volvieron mal parados, o volvieron en una caja de madera, o… Así es que esos cinco hombres que van a la guerra salen igual, del mismo pueblo y al mismo tiempo, pero la guerra es muy larga y cada uno la terminará de una manera distinta.

Sorprende un poco atravesar cuatro años de guerra en menos de 100 páginas. Las novelas de guerra suelen ser largas y algo tediosas, y acaban sosteniéndose en el horror y en el interés histórico. Echenoz no cuenta la guerra, sino que la da por sabida en sus detalles, y por eso pone el marco en el que viven los personajes con pinceladas. Las trincheras, la guerra de desgaste, el gas, los aviones, las bombas y otras novedades de esa guerra, la ingenuidad de los pertrechos y útiles, tan inútiles. Las pinceladas son precisas y aunque la historia se podría desarrollar en otra guerra, no queda duda de que se trata de la guerra del 14 y que es ésa guerra y no otra la que nos quiere contar Echenoz a través de la experiencia de esos cinco hombres. Alternando la pena con la ironía y con un relativo sarcasmo y en todo momento, con mucha elegancia.

Léanla si tienen la oportunidad.

1: Cinco hombres van a la guerra, una mujer espera el regreso de dos de ellos. Queda por saber si volverán. Cuándo. Y en qué estado.

Casillas en la muerte de Suárez

«Ha muerto Adolfo Suárez, un abulense».

Este era el tuit de un Casillas consternado ante la muerte de un señor al que sentía cercano. Cercano, sí, porque Cebreros está a escasos 50 kilómetros de Navalacruz, pasando por El Barraco. Y dado que Suárez le sonaba a gobernante, y por si acaso se metía en algún lío político, nuestro portero más transversal optó por el gentilicio, aunque él lo confunda con la amabilidad.

No se puede pedir a un portero de fútbol que sepa de todo, y menos teniendo poco más de 30 años. No ha sido el único que ha dicho tontadas por tuiter y en situaciones así, la mayoría siente que debe decir algo y acaba metiendo la pata. Dentro de todo, esto sólo revela ignorancia y paletez. Hay cosas peores.

Tal vez no todo es culpa suya: los enanitos que nos gobiernan, que son todos errores de casting de los partidos políticos, se han ocupado sobradamente de que se nos olvide a los españoles dónde estábamos antes de llegar Suárez. Y también, qué hizo aquel hombre. Sí, un tipo que venía del franquismo, un tipo al que puso a dedo el Rey. Pero habrá que reconocerle que, en poco menos de 7 años, pasamos de Franco a Felipe González, casi sin que nos diéramos cuenta. Y sin matarnos entre nosotros.

En fin, que para Casillas, todo eso lo hizo siendo abulense, con que figúrense qué no habría hecho si llega a ser de Móstoles. Claro que si el portero de la selección y de la Décima hubiera estado viendo a Manolo Lama y al otro Manolo en la Cuatro a esas horas, se habría sobresaltado al oír la noticia del fallecimiento de Luis Suárez. «Ha muerto Luis Suárez», dijeron. Y ése, Casillas, también sabe quién es: un gallego.

Curra, y la galleta en Tuiterland

Tratar de tomarse unas galletas en la intimidad en mi casa es imposible.

Lo he narrado en vivo y en directo:

El día de la Felicidad

Día de la felicidad unmundoparacurraEsta mañana me he levantado con una noticia formidable: hoy es el Día de la Felicidad. No he terminado de saber si es el Día Mundial de la Felicidad o el Día de la Felicidad Mundial, y las cosas como son, a nadie se le escapa que no es lo mismo. Pero yo se lo dejo a su sabia interpretación porque yo siempre me he hecho un lío entre el Urbi y el Orbi. Por cierto, que hoy también es el Día Mundial del Sueño, y me parece muy apropiado que coincidan la felicidad y el sueño en la misma fecha de conmemoración. Ha faltado hacerlo coincidir con el Día Internacional de la Diversión en el Trabajo, que es el primero de abril…

– ¿Y tú cómo eres de feliz?

– ¿Yo? Puf, yo soy la mundial de feliz

Tengo por ahí escrito que cada día es un Día de algo, o casi, porque creo que el Día de la Imbecilidad todavía no se ha inventado. Y para mí que debería ser el primero de enero. Esto nos prevendría de todo lo que viene después, que no se queda en el Padre, la Madre, el Niño, los abuelos, los animales, las mujeres en general, la mujer rural y los gays con su orgullo. Los hombres no tienen Día propio salvo si quieren ser mujer o si han colaborado fructíferamente con una mujer. Y en el caso de los solteros, deben compartir su día con las mujeres (quiero decir que no he encontrado el Día de la Mujer Soltera, supongo que lo habrán considerado poco correcto). También hay días de conceptos (la paz, contra el racismo), de enfermedades, desde el cáncer a la enfermedad pulmonar obstructiva crónica, o de otras cosas, como el Día del Libro, el de la marioneta… incluso hay un Día mundial del Ahorro, en el que no se me ocurre qué coño se puede celebrar.

Tengo para mí que los Días son el sustitutivo del santoral, una especie de suplantación del martirologio cristiano por el martirologio cercano. De ahí que la mayor parte de los días sean para llamar la atención sobre algo que necesita nuestra mirada atenta, y si antes recordábamos al pobre San Lorenzo sufriendo en aquella parrilla, hoy celebramos el día de la Menopausia, ya puestos a conmemorar unos momentos de sofoco. Y así podemos encontrarnos con el día Mundial de la Nieve, de Correos, de los Humedales, del Orgullo Zombie, del Pensamiento Scout, de las Montañas y hasta el Día Mundial del Tango, sin que haya yo encontrado por ahí el Día del Fado, que es de mucho más sufrir.

Pero hay días libres en el calendario aún, no crean. Y a mí se me ocurren muchas cosas con los que se podrían rellenar, aunque tal vez lo más urgente sea un Día Internacional de la Cursilería. Por ejemplo, yo pondría un Día Mundial de la Duda. Dudar, señores, es una maravilla. Y un Día del Hortera de Bolera me parece que también es muy necesario, porque hoy lo que hay son Horteras de Televisión, que son mucho menos entrañables. También me parece conveniente tener el Día del Running, del Cycling y del Walking Slowly (para los que se ahogan). El Día del Becario está a punto de caer, igual que el Día Mundial del Camarero de Brazos Cruzados. Esto por no poner los días en contra de algo. O sea, que como nos pongamos a pensar, nos faltan fechas. Imaginen…

¡Venga, imaginen!

 

 

 

La forja de un rebelde, de Arturo Barea

La forja de un rebeldeEl libro que os comento hoy es un regalo que me hizo Paula por Navidad, y es el primero de una trilogía de Arturo Barea, en la que cubre su vida y recuerdos entre el principios de siglo XX hasta la Guerra Civil. Este primer tomo (La forja) está dedicado a su infancia y adolescencia, y sucede en Madrid. En los otros dos, Barea va a la guerra de África (La ruta) y posteriormente participa en la guerra civil (La llama), en el bando republicano, hasta que tiene que exiliarse.

Arturo Barea pierde a su padre cuando tiene cuatro años y su muerte deja a toda la familia en la miseria. La madre tiene que ponerse a trabajar de lavandera en el rio Manzanares, mientras ejerce de criada de unos familiares acomodados, que se encargan también de criar a Arturo, el menor de sus cuatro hijos. Y desde el recuerdo infantil, nos va contando cómo eran los colegios (y los curas), las costumbres, aquel Madrid miserable y aquella España rural embrutecida, aquella sociedad tan diferente a la sociedad que conocemos hoy, aunque no tanto en la burricie del personal como en la situación de precariedad y de inestabilidad con la que se vivía.

El libro es más descriptivo que narrativo, aunque al niño Arturo Barea le pasan cosas, desde luego. El niño va al colegio, de vacaciones al pueblo, se pone a trabajar primero de dependiente y después de meritorio en un banco, hereda una pequeña fortuna, quiere a su mamá y tiene que soportar a su tía. Pero me parece que lo interesante del libro es el retrato de la vida de la época y de la sociedad. No sólo la descripción del Rastro que colgué el otro día, o de Lavapiés (él habla de Avapiés), o en general de todo Madrid, en aquella época una ciudad necesariamente muy distinta de la que conocemos ahora, aunque… digamos que ya apuntaba maneras. También describe los ambientes de los cafés, las tascas, los viajes en diligencia a Méntrida y Navalcarnero (donde pasa el verano con su familia), las casas y corralas, o las  viejas buhardillas en las que vivían. Nos habla de antiguos oficios que ya no existen, por ejemplo uno que me hizo mucha gracia: el explicador, que era uno que explicaba la película muda en el cine. O cómo eran los trabajos en los bancos, o en los comercios, y cómo el movimiento obrero estaba organizado, pero no los empleados «de corbata y traje», que ganaban menos y trabajaban más pero que eran considerados «señoritos». Unas descripciones magníficas y muy interesantes de leer.

Una sociedad de supervivencia, miserable, irreconocible hoy en día, aunque no en todos los aspectos. Los personajes, sus reacciones (al estar en primera persona, Barea no puede contarnos sus pensamientos), son universales y atemporales. La envidia, la codicia, pero también la bondad, el cariño, la rectitud y la miseria moral se pueden reconocer también en la sociedad actual. Hoy, igual que hace un siglo, las familias se pelean por cuatro duros a repartir. Y también hoy, como hace un siglo, los españoles van detrás de unas andas y en verano torturan a los toros en los pueblos, para que la tradición no decaiga. Y en donde tampoco se ha cambiado es en la consideración social de los trabajadores con corbata, unos «señoritingos»…

Por lo visto, el libro fue publicado originalmente en inglés y no he conseguido saber si lo que he estado leyendo era la obra original del autor o una traducción (entre otras razones porque me he saltado un abusivo prólogo de unas 150 páginas). Por eso no acabo de entender los laísmos y leísmos que se pueden encontrar en el texto. Con todo, eso lo perdono más que el uso frecuente de la palabra «cacho», aunque eso es manía mía (es una palabra que no puedo soportar).

En fin, me ha gustado mucho, el libro está muy bien y no se hace largo aunque lo es. Además, en la edición que he leído (Editora Regional de Extremadura) vienen muchas notas al pié de página que acompañan muy bien al texto y explican incluso cosas que no te habrías preguntado. Un libro muy recomendable y más en esa edición.

Y yo me quedo aquí, en este primer tomo. Dejo los otros dos para más adelante, y cuando los lea, ya se lo contaré. Mientras tanto, veré una serie que se hizo de 6 capítulos y que está en la TVE a la carta, que ahora me apetece darme una vueltecita por la Primera Guerra Mundial.

El rastro, según Arturo Barea

El Rastro está en el barrio del colegio. Desde la plaza de Cascorro hasta el Mundo Nuevo, hay una cuesta muy empinada que se llama la Ribera de Curtidores. Muy cerca está el matadero y las pieles de todas las reses que se comen en Madrid vienen a parar aquí a las fábricas de curtidos. A ambos lados de la calle hay fábricas de éstas, que son unas construcciones de cuatro y cinco pisos de vigas de madera, abiertas por todos los lados. En las vigas cuelgan las pieles a secar por el aire y el sol que entra por todas partes Hay en el barrio un olor acre de la carne podrida de las pieles, que se agarra a la garganta. En las aceras de la calle se ponen los vendedores de cosas viejas y allí se encuentra de todo, menos lo que se busca.

Todas las cosas viejas que se desechan de las casas, allí se venden. Hay ropas usadas de hace cincuenta años, faldas con su miriñaque de mimbre, ya podrido, dentro. Uniformes de la época de Fernando VII, muebles, cuadros, alfombras, tapices, instrumentos de música abollados, cacharros de todas clases, estuches de cirugía roñosos, bicicletas viejas con las ruedas torcidas, relojes absurdos, verjas de hierro, lápidas de sepulturas con el nombre carcomido, coches viejos con las ruedas rotas o un agujero en el techo por el que cae el sol sobre el resto de terciopelo del asiento, gatos, perros y loros disecados, saliéndoseles las tripas de paja, anteojos de larga vista de un metro de largo que se cierran como un acordeón, brújulas de barco, armas de Filipinas, decoraciones y cruces viejas del pecho de algún general, libros, papeles, tinteros de cristal gordo o de barro vidriado. Hierro viejo, mucho, mucho hierro viejo: barras retorcidas que nadie sabrá decir qué fueron, aros, tubos, piezas de máquinas pesadas, ruedas dentadas descomunales que dan escalofrío de pensar en la mano triturada por sus dientes, yunques con la nariz rota, rollos de alambre llenos de ocre de la roña, herramientas: limas desgastadas con los dientes embotados de limaduras, martillos de formas inverosímiles, tenazas de labios carcomidos, alicates con la pata rota, escoplos desbocados, cinceles, taladros, barrenas, escuadras. Hay alimentos: chorizos cubiertos de moho, galletas apolilladas, tocino vivo, quesos acartonados, dulces que lloran goterones de miel como pus, gallinejas que se fríen en sartenes llenas de sebo, churros resecos, chocolates torcidos ablandados por el calor, mariscos, cangrejos de río pataleando cieno, bollos barnizados, manzanas bañadas en caramelo rojo como sangre viva. Centenares de puestos. Millares de personas a ver y a comprar; Madrid entero se pasea en el Rastro, los domingos por la mañana.

Allá abajo, en la Ronda, entre las Américas y el Mundo Nuevo, están los puestos más miserables, los puestos donde compran los miserables. La Flor de Cuba se llama un puesto: es un tablero de dos metros de largo y uno de ancho. En medio hay un montón enorme de tabaco. Tabaco negruzco y maloliente obtenido de las colillas de Madrid. A los lados del montón hay, a la derecha, hileras de paquetes de cigarrillos liados en papel grueso, con una cintura verde chillón. A la izquierda, en hileras simétricas, docenas de colillas de puros, con su faja puesta, clasificados por tamaño y por calidades. Los precios son varios: una buena colilla de caruncho, con su faja acreditando su procedencia auténtica, puede valer hasta cincuenta céntimos. Detrás del puesto está un gitano, viejo, ochentón, con patillas de plata en la cara, y a su lado tres mujeres en cuclillas que lían cigarrillos con una rapidez pasmosa. El tabaco del montón se vende al peso: dos reales el cuarterón. El establecimiento está siempre lleno por la parte de delante de compradores, por la de atrás de vendedores, golfillos de Madrid que llegan con su bote con su saco lleno de colillas, ya limpias de papel —requisito obligado para la compra—, a vendérselas al viejo. Con sus manos, que no se distinguen entre el tabaco por tener el mismo color, pesa cuarterones a unos y a otros. A unos les paga un real por cuarterón, a otros les cobra dos por la misma cantidad. Los botes se vacían en la cúspide del montón y le mantienen siempre pleno.

Entre tanta porquería me siento feliz, porque el Rastro es un museo inmenso de cosas y de gentes absurdas.

 

Del primer libro de La forja de un rebelde, de Arturo Barea

La historia de cuando me volví rubia

Ya lo conté, pero se lo vuelvo a contar. Fue hace 10 años. Nos fuimos a Fuerteventura de pronto, aburridas del poblachón, la semana del puente del 15 de agosto, en un viaje contratado a última hora.

– ¿Has cogido un coche de alquiler?

– No, bah, ya lo cogemos allí, que será más barato.

No lo había ni más barato ni más caro. Así es que hicimos plan de a pie. Las tardes las pasábamos en la playa, y muy última hora nos volvíamos al hotel a ducharnos y luego a cenar, en un plan de vacaciones maravilloso que consistía en no hacer nada y pasear mucho. Excepto la segunda tarde, que volvimos antes de la playa porque nos habíamos quemado la espalda con el sol. Todo por construir una gran galleta china en la arena. Una gran galleta china que pretendíamos que vieran los helicópteros. Así que nos dedicamos a pasear por la calle principal de Corralejo. Arriba, abajo. Abajo, arriba. Y vuelta a empezar.  Ya nos habíamos tomado todas las horchatas y todos los helados posibles, habíamos comprado todas las imbecilidades imaginables para la playa y salvo sentarnos en un banco a mirar a la gente no se nos ocurría gran cosa que hacer hasta la cena. Así es que yo tuve una idea:

– ¿Por qué no nos vamos a una peluquería y nos cambiamos el pelo todas?

Mis amigas excluyeron del plan la palabra «todas» casi antes de que yo terminara la frase. Y en vez de preguntarme si yo estaba loca, me dijeron algo como «no te atreves«. Cómo me conocen…

Había un pequeño problemilla y es que no conocíamos las peluquerías del lugar, y eso era un gran riesgo. Así es que volvimos a la perfumería donde habíamos comprado el calmante de quemaduras, a preguntarle a la chica que nos había atendido. La dependienta era una chavala encantadora de unos 19 años, con el pelo de colores cortado como de herrikotaberna, y cuatro o cinco piercings repartidos por la cara. Según mi amiga Susana, no podíamos acudir a nadie mejor para que nos recomendara una peluquería, puesto que si a ella le habían dejado el pelo así, conmigo podrían hacer cualquier cosa. El argumento estaba bien traído, lo admito, y aunque hubiera preferido dirigir yo el proceso de recomendación, se me adelantó mi amiga Merchitas. Y tuve que escuchar frases que todavía llevo guardadas en mi corazón, como por ejemplo «fíjate bien en ella, que siempre va así de clásica«, o «no te importe que la peluquería sea cara, porque si no presume de pelo, al menos presumirá de la factura«. Yo intervine un par de veces para decir que no quería ir a donde iban las señoras del pueblo, ni tampoco a donde iban los jóvenes de su edad (creo que la chica no se dio por aludida, no se preocupen). La pobre ya no sabía a dónde enviarnos y entonces hizo la anti-recomendación:

– Pues ya sólo queda una en la calle de atrás, pero no les quiero mandar allí, porque es donde van todos los extranjeros, y además la peluquería la llevan dos franceses maricas…

– Cómo se llama la peluquería y dame las señas exactas.

Allí terminé, con mi cabecita en las manos de un francés encantador que me convirtió en rubia a base de papel albal, lo que fue para mí una experiencia nueva. No era un rubio platino, pero sí unas mechas muy contundentes, sobre las que no cabía la menor duda. No me dejé cortar, que eso son palabras mayores…

En fin, ya voy volviendo a mi ser, aunque en estos diez años he pasado por tentativas más moderadas y también por extremados ataques de rubiez, que normalmente coinciden con momentos de estrés, enfados monumentales en la oficina o simple depresión primaveral. Pero eso ya es otra historia.

Y ahora no sé si etiquetar la entrada en «historietas» o crear una etiqueta nueva. ¿»Atrevimientos»?

cambio de pelo unmundoparacurra

Entrada dedicada a @Pau_1975

14 millones de gritos

Sigo un blog que se llama Le lieu de mes rêves, en el que la autora, Keykoa, nos va contando su peripecia parisina. Y su post de hoy me ha dejado sobrecogida.

El título: 14 millones de gritos. El tema: las niñas que son obligadas a casarse en el mundo con hombres mayores, viejos, que las compran a sus familias, o que cumplen con un rito que forma parte de la costumbre social. Como son de otra etnia, de otra religión, de otro lugar, nos parece lejano… A veces, para hacernos cargo de lo incomprensible, hay que vestirlo con nuestra piel.

Yo os dejo el enlace a su blog y os pido que leáis la entrada y veáis el vídeo que ha colgado. El vídeo está en francés con subtítulos en inglés, pero se entiende incluso sin sonido. No esperéis nada truculento. Simplemente, como Keykoa dice, no os va a dejar indiferentes.

LINK: http://lelieudemesreves.wordpress.com/2014/03/13/14-millones-de-gritos/

 

Una ipad en la basura

Es lo que tiene una madre operada. Que tu casa se convierte en un barullo.

Y en ese barullo, muchos periódicos. Y entre esos periódicos, una ipad.

Y  se bajan los periódicos a la basura y te quedas sin la ipad.

Era «viejecita», del 2011. Cuando la compré, lo escribí aquí y todo. Aquí (click). Era negra. Después me compré otra, blanca y de la 2ª generación, cuando comprobé que para usar la negra había que hacer cola, muy especialmente en verano. Así es que aproveché una promoción muy buena que hicieron en mi oficina.

La ipad que se ha ido a la basura era una especie de ipad comunitaria.  Y desde que se perdió en aquel contenedor de papel, la nueva ipad comunitaria es la ipad blanca…

Así es que vuelta a empezar. Hoy me he comprado una nueva ipad. Negra. Mini. Le he puesto una funda amarilla, aunque me arrepiento un poco: una funda roja se confunde menos con un periódico.

En fin, es lo que tiene una madre operada. Que tu casa se convierte en un barullo.

Ipad mini unmundoparacurra