Visio hartazgo

Estaba aquel hombre tratando de explicarnos algo bastante complicado, un asunto legal que requería un esfuerzo de matización y un control del lenguaje muy sutil para entenderlo bien. Cuando llevaba menos de diez minutos de exposición, el ponente desapareció. No es que se marchara, o que huyera o escapara. Tampoco se escondió. No se desvaneció, ni se borró, ni se disipó. Ni siquiera antes se difuminó o se atenuó. Y tampoco lo vimos desintegrarse o desvanecerse. Sencillamente estaba y de repente ya no estaba.

Creo que no hará falta decir que no era una reunión presencial. De ser así, entonces yo les estaría contando un fenómeno cercano al poltergeist y no, porque una servidora todavía conserva la cordura (o al menos trata de aparentarlo). El caso es que después de varios minutos de desconcierto, durante los cuales todos parecíamos conejillos sorprendidos por los faros de un coche, el ponente pudo regresar, pero ya su exposición, tan bien preparada, se había estropeado. Para empezar, ahora sólo se le veía la mitad de la cara llenando toda la pantalla (en su azoramiento habría tocado algún control de cámara), y mentalmente había perdido el hilo y se le veía desmadejado. Ya no sabía dónde se había quedado él o dónde nosotros, y la reunión se volvió tan confusa -y su imagen tan inquietante- que resultó inútil.

Además de esta clase de inconvenientes técnicos, cuando pienso en las puñeteras visio conferencias o en las reuniones telefónicas que vienen asociadas al tele trabajo no puedo olvidar el asunto de la profusión. Parece que como no tienes que ir a ningún sitio, puedes ir a todas partes. Y que como no tienes presencia, tienes que hacerte presente. Una proveedora me dijo el otro día que se pasaba el día entero enlazando reuniones en Teams, una detrás de la otra. Me decía que a ella la convocaban y que aceptaba casi sin mirar, casi sin criterio. Eso me dijo: “Carmen, he perdido el criterio. Ahora voy y vengo de un lado a otro sin moverme de mi habitación”. Desde entonces no me quito de la cabeza la idea de un orinalillo debajo de la mesa.

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Miren, antes de esta locura (y dejémoslo ahí), tener una visio era algo esporádico y podía hasta tener su punto divertido. Eran más frecuentes las conferencias telefónicas, sobre todo cuando el cost killing empezó a morder en la línea de viajes profesionales. Ahora la locura ha distorsionado el mundo y lo ha vuelto contra natural, lo ha convertido en una ficción de la tele. Yo empiezo a estar cansada de perder mi tiempo con cables y configuraciones (y con figuraciones). Rara es la vez que la reunión no se interrumpe porque hay uno que no oye, otro que no ve, otro que no puede conectar; otro que se ha dejado el mute abierto y nos atorra con sus ruidos privados; otro que se lo ha dejado cerrado y lleva media hora hablando solo; otro que no encuentra el enlace; otro que interrumpe para saber dónde está la presentación y da la lata hasta que la encuentra; otro que es inquirido después de que haya dejado una notita en el chat “os tengo que dejar, chicos”; otro que interrumpe para decir chicos, os tengo que dejar; otro que se ha puesto un fondo de esos que les hace desaparecer las orejas cuando se mueven y te da grimilla; otro que te da grimilla viendo las cortinas de su casa y otros que te dejan pillada pensando si estarán en una cueva. No sé, es un poco infantil todo, pero no hay nada más serio que un niño que juega.

Cuando ahora tienes una reunión presencial de varias personas agradeces que la gente se mire, que se hable con normalidad, que se exprese con el cuerpo o con la mirada, que se oigan unos a otros, y te das cuenta de cómo todo fluye, de cómo se recupera no ya la normalidad, sino sobre todo la naturalidad. Son los adultos, que han entrado en la sala y se disponen, ellos también, a jugar.

Mañana es lunes.

Que te coma una ballena

Leo en el periódico que Michael Packard, un pescador de Massachusetts, estaba pescando langostas a 15 metros de profundidad y, de pronto, sintió un golpetazo muy fuerte, se quedó a oscuras en un sitio duro, empezó a sentir mucha presión, y luego salió despedido a la superficie del mar para volver a caer al agua. La explicación es que se lo había comido una ballena y luego lo había escupido.

En realidad la ballena no se lo comió, sino que se lo metió en la boca por error. La ballena iba a por el kril, y Michael estaba en medio. O sea, un accidente. No les voy a pedir a ustedes que se imaginen que son una ballena, ni siquiera que se pongan en su piel, aunque sí les veo capaces de tener algo parecido a la compasión por ese pobre animal que detectó un rico banco de plancton y que, cuando se lo metió en la boca, se encontró por ahí un bicho inesperado. O sea, Michael. Su sensación debió de ser parecida a la que tienes cuando te comes una aceituna que no sabes que lleva hueso. En el artículo lo comparaban a comerte por error una mosca que hay en la sopa, pero es una comparación asquerosa que sólo escribo para que me feliciten por encontrar el símil más delicado de la aceituna.

Michael no le ha dado al suceso demasiada importancia, aunque también contribuirá el hecho de salir vivo y, sobre todo, entero. Sí que parece que pasó un mal rato, en especial cuando comprendió que estaba dentro de la boca de un pez. Por lo visto, una vez que descartó que se lo estaba comiendo un tiburón (lo que debió de ser un gran alivio), pensó: «Oh, vaya, así es como va a acabar todo, Michael, comido por una ballena». Después, según ha declarado, se acordó de su esposa y de sus dos hijos. Pero eso lo ha declarado al salir. Que no es que yo desconfíe, no es eso, pero fíjense en todo lo que tuvo que hacer en menos de 30 segundos:

1.- Comprender dónde estaba, que no era fácil: descartar que fuera un tiburón, imaginarse que estaba en la boca de una ballena, hacer esfuerzos para no desmayarse… Yo aquí le calculo unos diez segundos.

2.- Buscar el regulador de oxígeno, que no estaría en Cuenca, pero que en aquellos dramáticos momentos lo parecería. Pongan aquí cinco segundos.

3.- Pensar lo de «Oh, vaya, así es como va a acabar todo…». En esto no tardaría apenas nada, digamos un momentillo.

4.- Luchar a brazo partido contra la presión de la lengua de la pobre ballena, que estaría en ese momento haciendo una especie de enjuague de boca para ver si pasaba aquel bicho con bombonas por la garganta o lo tenía que escupir. Aquí no hay que tasar el tiempo, porque me parece imposible pensar en nada.

Luego ya lo siguiente fue salir despedido entre espuma, y el único pensamiento que se me ocurre es «¡Ayaya yayayyy!».

Con semejante tensión, 30 segundos no dan para mucho diálogo, aunque sea con uno mismo. Sí que pensaría en su mujer y sus hijos, pero tiene pinta de que fuera después. Digamos que ya en el barco o en el bar del puerto, en el que le ofrecerían un carajillo o algo similar, digo yo. Que no es una crítica, entiéndanme, pero sí un aviso para que no se crean todo si alguien decide hacer una película con este suceso. La memoria deja siempre una huella en la narrativa de la vida que luego se transforma en literatura, y eso nos permite contar cosas sin afearlas. Pero es solo eso, literatura. O sea, ficción.

De todos modos, la de Michael es una historia increíble que yo me creo perfectamente, entre otras cosas porque su madre, una señora con más de 80 años, dice que su hijo no miente. Así es que, en el supuesto de que no me creyera lo que dice él, sí me creeré lo que dice su madre, que no tiene edad para mentirijillas. Y también porque el hombre tiene cara de que se lo haya casi comido una ballena y de estar vivo para contarlo. Por si acaso no le han visto, aquí les dejo la foto. ¿Tengo razón?