Incompatibilidades

La palabra zigoto es incompatible con la literatura.

La palabra coágulo es incompatible con cualquier expresión de amor.

Las palabras amarulencia y suripanta son incompatibles con una conversación seria.

La palabra azogue es incompatible con la vulgaridad de su significado.

Y hasta aquí mis reflexiones de hoy.

Soy madridista, así que un respeto

escudo-futbol-madridDemasiado castigo. Cuatro años consecutivos compitiendo en Copa de Europa, soñando con doctorarse ya de una vez, y tiene que venir ese vecino al que odias a pararte en seco las cuatro veces. Demasiado castigo, sí, incluso para una afición que presume de no dejar de creer nunca, aunque eso se contradiga con la imagen que nos quieren vender de equipo orgullosísimo de su derrota. Pueden estar orgullosos, sí, pero por lo contrario, porque no es nada facil llegar a dos finales en tres años. Yo lo sé bien, tan bien como ellos.

Dicen los atléticos que los madridistas no podemos entender que ellos quieran a su club cuando pierde. ¿Cómo que no? Perfectamente. El Real Madrid sólo ha ganado una liga en los últimos cinco años, igual que el Atleti. Y estuvimos treinta y dos (32) años esperando a ganar de nuevo una Copa de Europa, perdiendo por medio una final de la que tardamos diecisiete (17) años en reponernos. El Real Madrid ha perdido con el Barcelona los dos últimos derbis, y suyos son fiascos planetarios para los que se inventan palabras con las que recordar rápidamente ridículos espantosos y amarguras difíciles de curar: alcorconazo, centenariazo, cosas así. Claro que los madridistas sabemos lo que es perder, y hemos tenido temporadas más blancas que nuestra camiseta. Y sufrimos lo nuestro al ver cómo el eterno rival, el club que más nos repele, gana campeonatos en estos últimos años. Por supuesto que conocemos la tristeza de caer eliminados, las noches de frío y derrota, el suspiro que acompaña ese terrible otro año será. Claro que sí. Y en esos momentos, nosotros seguimos queriendo a nuestro Real Madrid, defendiendo sus colores, honrando el escudo y animando al equipo. Y por supuesto que cantamos: pero si tenemos tres himnos, figúrate lo que cantamos. Como jilgueros.

Yo quiero ahora preguntar de qué hablaba ese papagayo atlético que decía ayer en la radio «vitrinas llenas, corazones vacíos» refiriéndose a los madridistas. ¿Qué clase de tontería es esa de que los madridistas no tenemos corazón ni queremos a nuestro club? Yo quiero preguntar dónde está ese medidor de cariño verdadero según el cual un atlético quiere más sinceramente y mejor a su club que un madridista al suyo, y ya de paso, dónde deja ese medidor a un seguidor bético o a un valencianista. ¿Hablamos de la Liga de Corazones con Anne Igartiburu de referee? Cuidado, cuidado, que los madridistas somos muy competitivos, y capaces somos de ganar también esa liga.

No sólo lo comprendo, sino es que sé que al club de tus amores también lo quieres en la derrota. Por supuesto. Sin embargo, hay algo que no soy capaz de entender. ¿Cómo se puede decir con tanta ligereza que un club centenario, que proporciona siempre el espectáculo de grandísimos jugadores y que es un icono mundial no transmite ningún valor ni significa nada para millones de personas? ¿Cómo se puede decir que nuestro único valor es el dinero? ¿Buscar el éxito y ser competitivo no es un valor? ¿Y por qué sí lo es en el caso de Rafa Nadal o de Usain Bolt? ¿Levantarse después de un golpe no es un valor? ¿Y por qué sí lo es para un atlético? ¿Luchar hasta el final y no rendirse no es un valor? ¿Y dónde ponemos eso de «nunca dejes de creer»? ¿El prestigio no es un valor? ¿Once copas tienen menor valor que tres finales? ¿Querer ganar un partido – que para eso se juega – no es un valor? ¿Qué valores tienen los jugadores del Atleti que no tengan los del Real Madrid o los del Barcelona, o los del Celta de Vigo, vamos a ver? ¿Y hablamos de todos los jugadores o sólo de unos cuantos? ¿Hablamos de los valores de Torres o de los valores de Arda Turam o los de Diego Costa en el campo?

Ah, sí, la humildad, que se me olvidaba. ¿Pero en concreto qué humildad? ¿La del Barça por ejemplo? La humildad no es pedir a la luna un campeonato «que se te debe», tontería que por cierto pueden decir muchos otros equipos. Esa épica lastimera, todo eso de la humildad, le gusta mucho a los periódicos, que se relamen al ver que venden más si hay un bueno y un malo, un pobre y un rico, uno con mono y otro con frac. Esa épica que indica la existencia del maligno rival opresor, papel que se nos reserva siempre y que nos pone muy contentos. Una épica muy confortable por cierto para entrenadores y directivas que fracasan, pero que no engaña a jugadores llenos de talento, de futuro y de ambición que en cuanto pueden se largan o reclaman al club, con todo el sentido y legitimidad, dar ese paso que les falta para ganar, que eso les gusta a todos los futbolistas. La falta de exigencia no es humildad, amigos, es sólo falta de exigencia, y cada cual pone umbral a la suya.

Dicen que un gran rival te hace más grande. Sí, pero sobre todo un gran rival te deja la boca con sabor a tierra cuando le ganas, porque te ha pisado el cuello durante muchos minutos y te ha dejado la cara con barro. Te has levantado varias veces, has probado a pegarle en la boca del estómago, en el hígado, en la nariz,  lo has zarandeado, lo has echado al suelo y ahí sigue el cabrón, de pie, como en esas películas malas del spaguetti western en la que el malo no acababa nunca de caer. Eso es competir, y consiste en confiar en ti sin confiarse al destino ni a la suerte, en mirar al rival y comprender que viene a derrotarte, y en reconocérselo sacando lo mejor que tienes. Y eso hacen el Madrid y el Atleti, cada cual con sus armas y su talento. Y ya está.

Un respeto, pues. Mi afición, mi pasión y mi cariño por el Real Madrid no es ni menos valioso ni menos sincero que el que tenga el aficionado de otro equipo, eso no lo acepto. Tampoco acepto lecciones de moral de garrafa inventadas por tres chalados con micrófono. Que corazón tenemos todos, no vayamos a contarnos cuentos a estas alturas y con esta edad.

Y ahora a sufrir en Cardiff. ¡Hala Madrid!

 

Los vagabundos de la cosecha, de John Steinbeck

by Dorothea LangeEste que os comento hoy es el segundo libro del año del club de Lectura, elegido por mí, aunque en segunda tentativa. La primera era Germinal, de Emile Zola, pero tenía la desventaja de contar con casi 500 páginas. Entonces, entre saltarnos la regla de no más de 200 páginas o la de que el autor se hubiera muerto hace mucho, optamos por la segunda. Y de todos modos, ¡Steinbeck es Steinbeck! (grito igualmente aplicable a otros, por ejemplo ¡Galdós es Galdós!), y nunca defrauda.

Este librito, muy muy corto, pero también muy intenso, compendia siete reportajes que el autor escribió en el verano de 1936 para el San Francisco News. Son una denuncia de las condiciones de vida de los jornaleros de los campos de California de aquellos tiempos, unas condiciones hoy en día impensables. También lo eran entonces y de ahí los reportajes de Steinbeck.

Entre 1935 y 1938, unos 400.000 granjeros de Oklahoma, Nebraska, Kansas y el Oeste de Texas emigraron a California para cultivar los campos. No emigraron por gusto, ni por codicia, sino porque en los años precedentes unas tormentas de polvo seguidas de sequías, tornados y nevadas destruyeron no sólo sus cosechas, sino también sus campos. La mayoría había hipotecado sus tierras y sin poder pagar los préstamos ni poder arrendarlas, tuvieron que huir con sus familias y con lo puesto en sus viejos coches para poder comer.

…carracas desvencijadas cargadas de niños, sábanas sucias y peroles ennegrecidos por el fuego…

Los vagabundos de la cosechaEsta no es la crónica de una migración, sino más bien del recibimiento de una migración. En las primeras páginas, Steinbeck nos hace ver cómo las tierras de California necesitan a los jornaleros para explotar su tierra (su riqueza), y sin embargo, los reciben con odio y desconfianza, «con esa antipatía atávica del lugareño hacia el extraño». Antes que los americanos estuvieron los chinos, los filipinos, los japoneses, los mexicanos, gente que venía de otro país y que se organizó, o tiró los precios del jornal, y que por todo ello fueron igualmente expulsados. Ahora los nuevos vagabundos de la cosecha eran americanos, descendientes de los antiguos pioneros que habían conquistado y labrado la tierra de América, pero eso no les garantizaba unas condiciones dignas de vida y trabajo.

Steinbeck sólo recurre en un par de ocasiones a contarnos casos de familias concretas con nombres y apellidos, pero esto no le resta dramatismo ni gravedad a la narración. Algo de luz deja percibir cuando nos habla de las instalaciones construidas por el Gobierno federal, que devuelven parte de la dignidad a estos nuevos jornaleros. Pero la gran mayoría no vive en estos campamentos, ni tiene acceso a ningún subsidio por ser población itinerante. Viven en chabolas de cartón o de plástico, o en habitaciones de tres metros cuadrados alquiladas por la propia explotación, sin agua potable ni luz, sin acceso a la higiena básica ni a ningún servicio médico o sanitario, rodeados por guardias y matones, y cobrando salarios miserables con los que un padre de familia no puede mantener a su prole.

El libro se lee en un par de horas y enseña y explica lo que el propio Stenbeck desarrollaría después en Las uvas de la ira. Los vagabundos de la cosecha, sin ser una novela, contiene la misma verdad. Un buen libro, muy recomendable, que cuenta además con un buen puñado de fotografías de la época, la mayoría de Dorothea Lange, una de las cuales he elegido para ilustrar el post.

Como en otras ocasiones, podéis encontrar otras opiniones sobre el libro en La mesa cero del Blasco, La originalidad perdidaa, en Lo Lo que lea la rubia y en la propia página del Club, donde está la opinión de Juanjo. El próximo libro, para el primero de julio, será de Shakespeare, un autor muertísimo al que no contaremos las páginas. Aquí estaremos para contarlo.