Máquinas de vending (con Christian Gálvez de invitado)

Que levante la mano quien no haya visto nunca a una persona enfurecida dando patadas a una máquina de vending que se ha quedado con su dinero y no le ha dado la mercancía. No pediré que levante la mano quien lo haya hecho alguna vez porque este es el típico comportamiento que sólo hacen los demás.

Sin embargo, tengo para mí que pegarse con una máquina de vending es algo relativamente corriente. Por regla general está terminantemente prohibido darle golpes porque la máquina puede estropearse para siempre. Pero no siempre uno se puede contener. O eso imagino. Un cúmulo de contrariedades puede hacer entrar en combustión a cualquiera, y así personas muy serenas pueden convertirse en basiliscos que traten de hacer una llave de sumo a una de esas máquinas del infierno. Ya digo que es algo que sólo hacen los demás. Pero nada impide imaginar. Sólo imaginar…

Imaginemos, pues. Tú estás una tarde, tarde, terminando ese informe que te tiene frita y se te ocurre que te vendría bien parar y acercarte a la cocina de la empresa a comprarte un kitkat.  Así es que coges el bolso, abres el monedero, coges el último eurillo que te queda suelto y, hala, a comprar.

Cuando llegas a la máquina del kitkat, clinc, echas la moneda y te la devuelve. Clinc, lo intentas de nuevo y nada, te la devuelve otra vez. Te fijas un poco y descubres que tiene una lucecilla roja encendida: vaya, no devuelve cambio. ¿Cuánto vale el kitkat? 65 céntimos. Bien, decides sacarte un botellín de agua de la máquina de al lado, que son 35 céntimos. Es verdad que ya tienes otro botellín entero encima de la mesa, pero bueno, el agua nunca está de más. Clinc, metes tu euro en la máquina y, vaya por Dios, la lucecita también está roja.

Te quedas con tu euro en la mano y… está bien, sacaré un café, qué remedio. Sí, es un poco tarde para café, pero ese aguachirri no te despierta ni aunque te lo tires por la espalda ardiendo. Allá vas. ¿A ver qué tenemos? Ajá, cogeré un cortado de vainilla, uno de los hawaianos extra sabor superoloroso que son 35 céntimos. Clinc. ¿Cómo? ¿No hay? Bueno, pues cogeré el otro cortado. Clinc. Ahí va, el otro cortado es colombiano sabor puro del café de los Andes y son sólo 30 céntimos. ¿Qué hacer? Miras la máquina y, como por milagro, encuentras la solución: además del café malo, sacas un vaso vacío que son 5 céntimos. Clinc.

Ya está, ya tienes tus 65 céntimos exactos, además de un café cortado que no quieres y un vasito vacío que no necesitas. Pero tendrás tu kitkat. Clinc, clinc, clinc, pum, botón del kitkat. Momento emocionante y la mar de rítmico. Unas lucecillas azules se van encendiendo hasta formar un círculo que se mueve como el cursor de un ordenador cuando piensa. Una vuelta y otra hasta que las lucecillas azules se paran. Y aquí hago un pequeña parada para imaginar cómo describiría este momento Christian Gálvez:

La mujer, con aire cansado pero intrigada y al mismo tiempo expectante por el resultado de sus arrojados desvelos, y vestida con una ajustada camisa blanca de llamativos cuadros grandes rosas y un discreto traje de chaqueta azul marino tenue, degustaba mentalmente pero con fruición el sabor crujiente y sincero de aquel sabroso y crocante kit kat crepitante que se hacía esperar con melancolía pero al mismo tiempo con un alborozo de estremecimiento restallante, mientras que su ajustado zapato negro de tacón juicioso tamborileaba al ritmo que su delgado pié izquierdo le ordenaba, no sin antes garantizar, sin ningún género de duda, o con algún género, que para eso era la duda, que su igualmente fino pie derecho asía su cimbreado cuerpo al suelo de apesadumbrado cemento gris pulido, que había costado 400 euros el metro cuadrado y que habían hecho instalar el 14 de diciembre de tres años antes, justo cuatro días después del aniversario de bodas de la tía materna por parte de abuela de Leonardo da Vinci

Ya sigo yo, que no quiero que se duerman. Entonces el kitkat empieza a moverse dentro de su estante mientras lo empuja un gancho de metal. Suena un bzzzz. Un bzzzz muy aspiracional. Bzzzz, bzzzz, tu kitkat se acerca. De pronto, la máquina deja de hacer bzzzz.  Tu kitkat no ha caído. El gancho se retrae. Tu kitkat no ha caído. El gancho ha vuelto a su sitio. ¡Tu kitkat no ha caído!

¡Demonios!

A ver, que levante la mano quien no haya visto nunca a una persona enfurecida dando patadas a una máquina de vending que se ha quedado con su dinero y no le ha dado la mercancía.

Árboles señalados

Hay que ver qué altos son estos árboles, iba yo pensando en mi paseo de esta tarde. Estamos tan habituados a verlos que no nos damos casi cuenta de que la copa de algunos llegaría hasta un tercer o cuarto piso.  Yo no he visto nunca un secuoya, que son árboles que pueden medir lo mismo que un edificio de 20 ó 25 alturas, o quizá más, no sé, ya les digo que nunca me he cruzado con un árbol así en persona. Pero me encantaría ver uno, aunque probablemente no me sacaría la clásica foto abrazándolo, no soy yo muy de abrazar árboles, no me motiva. Supongo que me pondría al lado de uno, y ya con eso se vería la diferencia de tamaños.

Cuando llegamos al Poblachón, hace la tira de años, crecía un abetito muy mono en la acera que da a la plaza de la urbanización, pegado a uno de los edificios de apartamentos. Con el pasar de los años el abeto fue creciendo y creciendo y ahora ya desde el salón de la casa de mi amiga Yolanda, que es un segundo piso, no ven un pimiento.  Tampoco ven nada desde la terraza, que está inundada con las ramas del árbol. Descorren las cortinas y ahí sólo hay abeto.

– Te recojo hacia las siete, tú estate pendiente para bajar cuando me veas pasar con el coche.

– Pero que no veo la plaza, macho, que no veo la plaza con el puñetero arbolito de los cojones. Cuando llegues, te bajas tú del coche y me llamas por el telefonillo.

Alguna vez le he oído decir que deberían cortarlo. Incluso alguna noche ha afirmado que iba a hacerlo ella misma, en persona, con un hacha, chuf, chuf, un par de escupitajos a las manos y hala, a talar. Y que no hay derecho a esa invasión abeteril; que se diría que viven en medio del bosque; que hay días de verano, con las ventanas abiertas, que se sientan a comer y parece que están de picnic; que aquello es un nido de bichos y de pajarracos y que, en definitiva, odia el árbol. Es muy exagerada, mi amiga Yolanda, y un poco radical. Total, los árboles son la salsa del bosque, el epítome de la vida en el campo.

– ¿El epítome has dicho? ¿El epítome de la vida en el campo? ¿Pero tú eres idiota?

Qué falta de comprensión. A mí el único árbol que me ha dado mala vida es el de unos vecinos del poblachón, y sólo un par de veranos, cuando vivíamos en la que había sido la casa de mi hermana. El vecino tenía un bonito chalet con árboles de tronío y había uno que me destrozaba los atardeceres, porque en mi terraza se ponía el sol tres horas antes que en el resto del poblachón y además, sin mediar paisaje melancólico. Pero nunca se me ocurrió que había que cortarlo, desde luego, aunque sí que había días que, cuando se cernía la sombra y tenía que abandonar una cálida tarde de lectura al sol, aquel árbol me provocaba reacciones muy parecidas a las de mi amiga Yolanda.

– El puto arbol, macho, qué cruz con él, el frío que da.

Hoy, cuando cargaba la chimenea, me ha venido a la cabeza que, eso que quemamos, quizá fue una encina majestuosa, un roble joven o un pino valiente. Árboles anónimos de los que sólo he visto los pedazos. Y me ha dado por pensar en la suerte que tienen los árboles de los que se puede hablar, a veces árboles intocables que han esquivado la justicia, el mérito y la oportunidad de echarlos abajo. Arboles señalados, como señalados están los que acaban en la chimenea, aunque con otro tipo de señal.

Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift

Tal vez se pregunten ustedes qué fue del famosísimo Club de lectura que animaba los primeros de mes de este blog. También conocido como el Club de Tortura, cinco pacientes lectores escribíamos un post sobre un libro, leído a lo largo del mes precedente. Tal vez se hayan preguntado qué ha sido de esos post en los que se reflejaba el gusto irreconciliable de estos cinco lectores, que sólo nos pusimos de acuerdo en dos rarísimas ocasiones para alabar el libro, pero que, por el contrario, siempre formábamos generosas mayorías para poner a caldo al autor del mes. Quizá piensen ustedes que hemos abandonado y que encima lo hemos hecho a la francesa, o sea, sin una palabra de despedida y con un mutis disimulado por el foro. Pues no, aquí estamos de nuevo.

Sí, ya sé que no es primero de mes y que en enero y febrero el tiro fue al agua, pero ya se lo explico yo. Para empezar, hemos decidido leer sólo 6 libros este año, uno cada dos meses, por aquello de seguir en el baile pero reduciendo el ritmo. Y si estamos publicando la reseña un 22 de marzo es porque uno de nosotros ha estado trabajando en un punto perdido de la selva amazónica hasta hace un par de días, y desde allí resultaba muy azaroso ponerse a colgar una entrada. De hecho, la selva es un lugar ideal para colgar muchas cosas, desde un candil hasta una tarántula, pero una entrada del club de lectura solo potenciaría la tentación de colgarse uno a sí mismo, y esto no parece razonable. Para decirlo todo, que luego me regañan, el periplo amazónico de uno de nuestros miembros (cualquiera diría que hemos enviado un brazo al Brasil por DHL) me ha venido estupendamente, porque el retraso me ha permitido terminarme el libro a paso de tortuga, disfrutándolo como es debido. Y es que Los viajes de Gulliver es un libro que me ha encantado. Sin más, doy paso a la reseña.

Viajes de GulliverLos viajes de Gulliver es el típico libro que uno se lee en versión infantil cuando tiene unos doce años. Eso si se lo lee. Forma parte de esa colección de libros conocidísimos de los que todo el mundo habla sin haber leído cabalmente, y cuando digo cabalmente quiero decir enterándose de algo. Y así, uno habla de Gulliver y se acuerda de Liliput y poco más. Pero hay mucho más en este libro.

Gulliver en realidad emprende cuatro viajes, y por el azar de un naufragio o de un ataque pirata o enemigo, termina en cuatro lugares fantásticos que revelan sociedades muy distintas a la europea, lo que le da pie a hacer una crítica feroz de la sociedad en la que vive, sus instituciones políticas e incluso del ser humano en general.

El primer viaje es en efecto a Liliput, un país con escala de 1:12 en el que los habitantes miden un palmo. La diferencia de tamaño permite a Gulliver ayudar a los habitantes de Liliput a ganar una guerra a Blefuscu, un país vecino, que después le acoge cuando los liliputienses empiezan a desconfiar de él. Las envidias, que son muy malas.

El segundo viaje es a Brobdingnag (espero haberlo escrito bien), en el que, por el contrario, sus habitantes son gigantes. Este libro es quizá el más angustioso, porque Gulliver se tiene que enfrentar a monstruosos gorriones, por ejemplo, y porque cualquier despiste puede hacerle morir aplastado. Los habitantes, grandullones, son bastante inocentes, aunque nada comparado con los que encuentra en el tercer viaje, un país en una isla voladora, flotante, en la que los habitantes sólo están preocupados por la música y las matemáticas, hasta el punto de tener que llevar al lado a un “sonador”, es decir, a un individuo que les espabila para que no pierdan el hilo de la conversación. Debajo de la isla voladora hay una ciudad en la que los hombres se dedican a inventar cosas absurdas que luego no llevan nunca a la práctica. Y en este viaje visita varias islas, cada cual más fantástica, mientras intenta llegar a Japón para coger un barco que le devuelva a Europa. En una de ellas, unos magos le dan la posibilidad de hablar con personajes de la historia…

“…Pedí que apareciera ante mí el senado de Roma en una gran cámara, y en otra, frente por frente, una asamblea de representantes de hoy en día. El primero parecía una asamblea de dioses y semidioses; la otra, un hatajo de buhoneros, carteristas, bandoleros y matones…”

Bien. Además de ser una crítica feroz, este libro, publicado en 1726 en Inglaterra, es de rabiosa actualidad en España.

El último de sus viajes es al país de los Houyhnhnms, caballos que hablan y que constituyen una sociedad perfecta en la que no existe la mentira, ni la prisa, ni el dinero, así que no hace falta  gobierno, ni guerras, ni jueces… Una sociedad por encima de los Yahoos, humanos que provocan en Gulliver un profundo repelús por su inmundicia y suciedad, por su salvajismo, que desprecia y odia,  y también con ello le suscita el convencimiento de que el ser humano no tiene remedio. Es el libro más pesimista y más desasosegante de los cuatro, con el que da fin a sus viajes asegurando, en el epílogo, que son verdad. En fin, habrá que estudiar con mayor atención las lecturas de los satélites.

Yo no me esperaba un libro así, y desde luego no recordaba nada de todo esto. Tengo un recuerdo vago de haberlo leído en mi infancia, aunque casi con seguridad se trataría de algún cuento disfrazado o de una versión amable de Gulliver jugando con muñequitos. Sin embargo, me parece un libro de adultos para leer despacio y disfrutar de su ironía y su crítica. Y aunque la prosa es un poco anticuada y engolada, se deja leer y yo lo recomiendo fervorosamente.

Tienen como en otras ocasiones (ya no diré como cada mes), otras opiniones en La mesa cero del Blasco, La originalidad perdida, en Lo que lea la rubia y en la propia página del Club, donde encontrarán la opinión de Juanjo. Hasta mayo, que volveremos con El príncipe, de Maquiavelo.

Sobre la facultad de aburrir

«Si nuestras primeras tentativas en la búsqueda de interlocutor no han dado fruto, es decir, si nos hemos dado cuenta de que cuando hemos tratado de contar algo a la gente la hemos aburrido, la primera enseñanza del fracaso será su aceptación. Lo cual ya supone un triunfo no pequeño, porque hay mucha gente que se muere sin haber llegado a reparar en si está martirizando o no a los demás con sus historias…»

«A los profesores hay que fingir que se les atiende, se expliquen como se expliquen, cuenten el cuento como lo cuenten. Y la coacción convierte el menester de escuchar en un tormento. El «prohibido bostezar» debía estar sustituido por la conquista real de esa atención aletargada y esquiva, por un decirse el profesor, aunque no lo escribiera en ninguna pizarra: «vale bostezar. Pero aquí no va a tener ganas de bostezar nadie». Debían enseñarnos a ostentar ese bostezo disimulado, para que le sirviera de aviso y no de ofensa al que lo recibe; debían enseñarnos desde niños a abominar de lo aburrido como de la peste. No de lo complejo o de lo profundo o de lo triste, sino de todo lo que no estimula el afán de participación, porque está mal contado. Contado desde la desgana, por cumplir. Pero, como nadie puede dar lo que no tiene, para eso tendrían que dejarse de aburrir las personas mayores [por los adultos]. Que se suelen aburrir como tigres. Y por eso aburren tanto.»

 

Extraído de El cuento de nunca acabar, de Carmen Martín Gaite. Me parece que tiene tanta razón…

 

 

La marmotización

Se escribe sobre lo que se ve, sobre lo que se vive o se imagina. Malos tiempos para la creatividad, porque el mundo que vivimos es cada vez más simple y más repetitivo. La actualidad es tan previsible que no es posible la sorpresa. La originalidad, la capacidad que tenemos para asombrarnos, desencadena la imaginación y el comentario, esa disposición que todos tenemos de fabular nuestras vivencias sin la cual nuestra existencia pasaría sin pena ni gloria al no tener motivos para ser recordada. Y si hoy miramos un poquito más allá de nuestra vida cotidiana, de la que es próxima y familiar, sólo encontraremos la nada.

Pones la televisión, abres un periódico o enciendes la radio. No pasa nada nuevo porque no se cuenta. Y no se cuenta porque se ha ignorado, se ha dejado de lado, se ha despreciado en favor de lo conocido, de lo viejo, de lo no resuelto, de lo que hablarán los demás, como en una retroalimentación infinita. A lo mejor es verdad eso de que el medio es el mensaje, y por eso la repetición es noticia. Asuntos enquistados que se alargan como un chicle y que, como el chicle, al cabo se convierten en un trozo de goma insípido que solo conserva el sabor de la saliva. Ir a lo seguro, repetir, repetir y repetir sin aportar nada nuevo es como no tirar el chicle. Mantenerlo en la boca y rumiarlo hasta la arcada, ese es el panorama político y periodístico que nos rodea.

Todo es cálculo, todo es aritmética sin serlo. Formar un gobierno es cosa de sumas y restas y no de ideas comunes; atender a refugiados que huyen de una guerra es un asunto de porcentajes y no de compasión; la bondad o maldad del individuo se mide por su nivel de renta; el argumento se tasa por la acumulación de menciones en Twitter y la cordura de la protesta sólo depende de lo que se pueda cerrar el encuadre de la cámara, para que cuatro se conviertan, mágicamente, en cuatrocientos. Razonamientos de un par de minutos, y resúmenes de ideas que sólo son brochazos superficiales. ¿Y cosas nuevas? Ninguna, es siempre dar vueltas a la misma rueda tirados por un ronzal.

Amigos, el cerebro de los humanos lleva camino de convertirse en un relicario.

No sé ni cómo me aguantan

Les enseñaré el ombligo. Aunque sólo sea por aquellos lectores que siguen entrando en este blog a leer algo nuevo y que tal vez se molestan por ver que no actualizo, pero no lo dicen. Gracias, gracias. No sé cómo me aguantan.

Pero es que resulta que he recuperado una afición un poco abandonada que me lleva mucho tiempo. Esa otra afición es la fotografía, algo que me divierte mucho, casi tanto como escribir, y para lo que tengo el mismo talento, o sea, poco. Pero lo bueno de tener poco talento es que se puede aprender y mejorar, y eso, cuando lo haces practicando cosas que te gusta hacer, es muy divertido.

P10100451Mi primera cámara digamos seria fue una Minolta que me regaló mi cuñado, allá por el año 94 ó 95, todavía en uso y que conservo como oro en paño. Una reflex que me acompañó muchos años, cuando las fotos se hacían con carrete. El carrete, qué tiempos. Una angustia pensar que se acababan las fotos y no tenías otro de recambio, que te lo habías dejado en el hotel, y había que buscar una tienda para comprar uno, y en las tiendas de turistas que te encontrabas perdidas por esos mundos de Dios, a lo mejor en medio de un pueblecito en Guatemala, tú sospechabas que aquello debía de estar pasado y que a saber cómo salía aquello, pero qué le ibas a hacer.

En mis viajes hacía un máximo de tres carretes de 36, no me permitía más. Entonces las fotos se revelaban y era caro. Bueno, era caro como ahora pero ahora no se sabe porque no se gasta en eso. Y descubrir las fotos cuando ya no se podía repetir… En fin, era otro mundo, no tengo dudas. Pero para mí lo bonito de hacer fotos es hacerlas y no tanto verlas luego, igual que lo bonito de la escritura es escribir, no leerse después. Mirar, ver, encuadrar y disparar, eso es lo chulo, y eso sigue siendo igual. Y es verdad que la fotografía digital le ha hecho perder cierto encanto, pero a cambio se puede retocar la foto, y lo poco que se revela es mejor.

El caso, y vuelvo al principio del post, es que yo había empezado el año muy rumbosa, y sin llegar a los 20 post de media que escribía antes, sí estaba actualizando el blog un poco más. Pero el año pasado, por mi cumpleaños, unas amigas me hicieron un regalo fabuloso: un curso de fotografía en un centro especializado estupendo que hay en Madrid «para que retomara la afición y le dedicara tiempo, es una orden«, si bien en la dedicatoria me escribieron otro encargo mucho más bonito (pero eso son intimidades que no vienen al caso).

Y en esto he estado estas últimas semanas, tratando de comprender la luz, además de viajando un poco y trabajando un mucho, y sin tiempo de leer, ya no digamos de escribir. Ya se me había olvidado que la fotografía es una afición que consume mucho tiempo. Y hoy entraba yo aquí en realidad para hablar de otra cosa que tenía en la cabeza, pero al ver sus visitas he pensado que les debía algo. Ey voilà este post tan incoherente.

Mañana más.

PD: Mis disculpas para los lectores que reciben los post por correo o lo leen a través de los feeds, porque he publicado el post por error antes de terminarlo.