Hay que ver qué altos son estos árboles, iba yo pensando en mi paseo de esta tarde. Estamos tan habituados a verlos que no nos damos casi cuenta de que la copa de algunos llegaría hasta un tercer o cuarto piso. Yo no he visto nunca un secuoya, que son árboles que pueden medir lo mismo que un edificio de 20 ó 25 alturas, o quizá más, no sé, ya les digo que nunca me he cruzado con un árbol así en persona. Pero me encantaría ver uno, aunque probablemente no me sacaría la clásica foto abrazándolo, no soy yo muy de abrazar árboles, no me motiva. Supongo que me pondría al lado de uno, y ya con eso se vería la diferencia de tamaños.
Cuando llegamos al Poblachón, hace la tira de años, crecía un abetito muy mono en la acera que da a la plaza de la urbanización, pegado a uno de los edificios de apartamentos. Con el pasar de los años el abeto fue creciendo y creciendo y ahora ya desde el salón de la casa de mi amiga Yolanda, que es un segundo piso, no ven un pimiento. Tampoco ven nada desde la terraza, que está inundada con las ramas del árbol. Descorren las cortinas y ahí sólo hay abeto.
– Te recojo hacia las siete, tú estate pendiente para bajar cuando me veas pasar con el coche.
– Pero que no veo la plaza, macho, que no veo la plaza con el puñetero arbolito de los cojones. Cuando llegues, te bajas tú del coche y me llamas por el telefonillo.
Alguna vez le he oído decir que deberían cortarlo. Incluso alguna noche ha afirmado que iba a hacerlo ella misma, en persona, con un hacha, chuf, chuf, un par de escupitajos a las manos y hala, a talar. Y que no hay derecho a esa invasión abeteril; que se diría que viven en medio del bosque; que hay días de verano, con las ventanas abiertas, que se sientan a comer y parece que están de picnic; que aquello es un nido de bichos y de pajarracos y que, en definitiva, odia el árbol. Es muy exagerada, mi amiga Yolanda, y un poco radical. Total, los árboles son la salsa del bosque, el epítome de la vida en el campo.
– ¿El epítome has dicho? ¿El epítome de la vida en el campo? ¿Pero tú eres idiota?
Qué falta de comprensión. A mí el único árbol que me ha dado mala vida es el de unos vecinos del poblachón, y sólo un par de veranos, cuando vivíamos en la que había sido la casa de mi hermana. El vecino tenía un bonito chalet con árboles de tronío y había uno que me destrozaba los atardeceres, porque en mi terraza se ponía el sol tres horas antes que en el resto del poblachón y además, sin mediar paisaje melancólico. Pero nunca se me ocurrió que había que cortarlo, desde luego, aunque sí que había días que, cuando se cernía la sombra y tenía que abandonar una cálida tarde de lectura al sol, aquel árbol me provocaba reacciones muy parecidas a las de mi amiga Yolanda.
– El puto arbol, macho, qué cruz con él, el frío que da.
Hoy, cuando cargaba la chimenea, me ha venido a la cabeza que, eso que quemamos, quizá fue una encina majestuosa, un roble joven o un pino valiente. Árboles anónimos de los que sólo he visto los pedazos. Y me ha dado por pensar en la suerte que tienen los árboles de los que se puede hablar, a veces árboles intocables que han esquivado la justicia, el mérito y la oportunidad de echarlos abajo. Arboles señalados, como señalados están los que acaban en la chimenea, aunque con otro tipo de señal.
Yo compro madera de podas. Un beso.
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Precisamente hoy he estado en un bosque de secuoyas. Impresionante. Pero sí, hay árboles que estorban. Y sus raíces cuando tropiezas con ellas. Luego ves un camión de una maderera transportando troncos y sientes una punzada de remordimiento por desearle ese final al árbol del vecino.
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Uy, envié el comentario sin despedirme, qué mala educación la mía.
Un saludo
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No, mujer. Al revés, gracias por comentar.
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