Pepita Jiménez, de Juan de Valera

pepita-jimenezTerminamos un año más del languideciente Club de lectura con el disfrute de un libro maravilloso propuesto por Paula. No sé si al año que viene seguiremos con el club o ya nos daremos por vencidos, aunque el año no ha estado nada mal. Dickens, Maquiavelo, Jonathan Swift, John Williams y ahora Juan Valera hace pensar que hemos ido a lo seguro, sólo poniendo dos condiciones: que el autor estuviera muerto y por lo tanto que su obra haya pasado la criba del tiempo; y que los libros no fueran demasiado largos, por si acaso se nos hacía bola. Este por si acaso es muy importante en este club, no crean. No me olvido del libro que eligió la madre de Paula y anfitriona de una estupenda comida las pasadas navidades, que propuso un extraño libro, La gran migración, de Hans Enzensberger, que luego resultó la mar de interesante. Y coronamos el año para mi gusto con el mejor de todos, un libro de los que ya no se escriben.

Se le nota a Juan Valera la pluma de poeta. Y también la buena mano para escribir cartas. En Pepita Jiménez, un narrador nos cuenta que el señor dean de la catedral de … murió y  dejó entre sus papeles un legajo compuesto de unas cartas y una parte narrada (los paralipómenos), y que en conjunto parece una novela, aunque con poco o ningún enredo. Así es que nuestro narrador se decide a publicarlas, aunque cambiando nombres y lugares, porque le parece una historia que tiene interés.

La historia es la de Luis de Vargas, un seminarista de veintidós años que, antes de tomar los votos, va a pasar con su padre una temporada al pueblo del que salió de niño y del que ahora el padre es cacique. Y allí conoce a Pepita Jiménez, una guapa mujer de veinte años, de origen pobre que ha estado casada con un octogenario que le dejó una fortuna al morir. El padre, viudo y todavía de buen ver, pretende a Pepita, aunque esto no es lo que tiene interés. Lo que tiene interés es que, y esto se ve venir desde casi las primeras páginas, Luis de Vargas se enamora de Pepita. ¿Pero él no iba a tomar los votos y a hacerse cura, o monje cartujo o se iba a ir a catequizar a los negritos de Monicongo? Pues sí, y ahí está la cosa.

El libro es un folletín, un relato de amores decimonónicos, una historia romántica con desmayos, duelos, requiebros y sofocones de amor total de esos que no te dejan comer ni dormir. Una historia bien bonita, escrita con una prosa musical que da gusto leer. Un libro encantador que merece su lugar de honor entre las obras clave de la literatura española.

El lenguaje es muy poético aunque no es sofisticado, pero he anotado algunas palabras bien chulas de las de mirar en el diccionario a ver qué significaban. Aquí os dejo algunas: Eutrapelia, candiotera, binar los majuelos, timbirimba, chalanes, jamugas, inficionar, coracha, disciplinazos, ternes, túrdigas, zahareña, pateta, mengue, pelgar, corambre, zanguango, empecatada, supiripandos (que no viene en el diccionario, aunque creo que es una variación ingeniosa de suripanta), sin decir oxte ni moxte, zarandillo, enjalbiego, plectro, hacerse de pencas, cendales, daifa, amostazaba, recoveros, alifafes, estezado, epitalamio, gajorros. También (lo juro) he encontrado un «remonísima» que me resultó de lo más chocante. Y por último, os dejo una frase de la criada de Pepita Jiménez referida al seminarista que no tiene desperdicio:

“¡Anda, fullero de amor, indinote; maldecido seas; malos chuqueles te tagelen el dupro, que has puesto enferma a la niña, y con tus retrecherías la estás matando!”

Una maravilla de libro, de los que ya no se escriben. Leedlo, que no os arrepentiréis.

Como en otras ocasiones, tenéis otras opiniones sobre el libro en La mesa cero del Blasco, La originalidad perdida, en Lo que lea la rubia y en la propia página del Club, donde está la opinión de Juanjo. A ver cómo seguimos al año que viene, y si sigue la buena racha. Esperémoslo.

Entre el cielo y el suelo

Entre el cielo y el suelo hay algo…, cantaba Mecano. En el caso de Madrid, entre el cielo y el suelo está Manuela Carmena.

Cuando llegó al ayuntamiento, yo me reía y bromeaba: «¿Qué más nos puede pasar a los madrileños después de tres años con la Botella de alcaldesa?» Me equivoqué: podían pasarnos muchísimas más cosas. Ya lo creo.

Anita Botella dejó un Madrid con los impuestos por las nubes y la basura campando por los suelos. Una perfecta desgracia, cuyos desmanes parecían imposibles de superar, tanto para arreglarlos como para empeorarlos. Pero nada es imposible en este Madrid de mis amores: Manuela Carmena y sus pandilla de concejales pijos, unos niñatos que se dedican a jugar en el ayuntamiento (¡qué chupi todo!) siguen teniendo Madrid hecho una mierda, y tasas o impuestos que no mantienen es para subirlos. E igual que hacía la derecha pepera, la izquierda premoderna nos echa la culpa a los madrileños, por ensuciar. Así que ya sabemos que, si de lavar se trata, nuestros políticos municipales lo único que harán a conciencia es lavarse ellos mismos las manos.

Limpiar no toca, y ordenar el tráfico tampoco. Mejor desordenarlo, que como decía Radio Futura, en el caos no hay error. Y así, sales de casa sin saber por dónde puedes circular, ni a qué velocidad, si te dejarán o no aparcar, si el corte de tráfico es para celebrar bicicletas, niños o machirulos, si esta o aquella calle la cerrarán, si esa valla es para que no pases tú o para que no pase un autobús, o quizá es una que se dejó algún operario confundido, si esos conos sirven para una obra, para un control o porque no saben dónde colocarlos. Todo es confusión en la jinkana en la que se ha convertido Madrid.

Ahora miran al cielo, consultan unos chirimbolos en los que se ha puesto un límite arbitrario, y decretan unas medidas de trazo grueso que no sirven para bajar los humos, ni siquiera los de la tropilla feliz del ayuntamiento. Como Salomón, han decidido partir el parque automovilístico en dos: hoy que circulen los impares, que los pares ya los ponen los concejales. Que otra cosa no, pero huevos no les faltan.

Digo yo que si hay tanta contaminación y es tan peligrosa, lo que deberían prohibir es caminar, montar en bici y correr. Nada de abrir ventanas, y si hay que salir a la calle y no se dispone de una escafandra ¿qué mejor que refugiarse dentro de un coche? Eso sí, todo esto sólo vale dentro de los límites de la M-30. Cruza usted el puente de Ventas y no sólo se acabó el peligro, sino también la facultad de contaminar.

Probablemente los que viven fuera de Madrid (fuera, fuera, en otra provincia, no en la calle Arturo Soria, por poner un ejemplo), pensarán que esta es la ciudad del Apocalipsis. Y hombre, tanto no: de los cuatro jinetes, sólo llevamos dos ejerciendo de alcaldesas. Incluso yo diría que esta cruz que nos ha caído es un poco como acoger unos Juegos Olímpicos. No nos los concedieron, pero a cambio tenemos un Ayuntamiento que celebra una versión de Olimpiadas de la pandilla basura.

A mí no me han contado cómo era y cómo estaba Madrid hace cinco o seis años. Pero si quieren, se lo puedo contar yo. Vivo en una de las ciudades más bonitas del mundo, simpática, castiza, tolerante, animada, con un cielo azul maravilloso, con un tiempo extremo, pero que deja pasear durante 10 meses y que me encanta. Una ciudad extraordinaria sí. Y también una ciudad con muy mala suerte con los alcaldes, en especial con aquellos que no elegimos.

En fin, también estos pasarán. Confiemos sólo en que dejen algún matojo con vida, aunque esté contaminado.

 

El soplador de hojas

Claro que los han visto por la calle. Van armados de un cacharro que hace un ruido infernal y del que sale un tubo con el que soplan las hojas caídas. No quitan todas, ni mucho menos. Digamos que quitan «lo gordo». Luego las dejan amontonadas en un apartado y tú te esperas que después alguien se las lleve, pero no. Entonces por la noche llega otro soplador de hojas, tan natural como el viento, que vuelve a desparramarlas. Cuando por fin toca que vengan a recogerlas, vienen unos tipos con un carrito minúsculo pensado para el recogido diario. Así es que como mucho se llevan  «lo gordo», que es una cosa gordísima, con lo cual lo que dejan es también gordísimo. Total, que la calle está hecha una mierda.

Lo bueno que tiene el otoño y que caigan las hojas en Madrid es que tapan la suciedad, que se ve menos. Ahora, que las hojas se ven muchísimo. De hecho, es imposible no verlas. No verlas, no pisarlas, y no venir a casa con ellas en el zapato. Así que tenemos hojas en la calzada, en las aceras, y ahora también en los portales, en los pasillos y en los cuartos de baño. He mirado en Amazon y resulta que te puedes comprar un soplador por menos de 50 euros. Estoy pensando en encargar uno, no crean, que Curra y yo subimos de nuestro paseo que parecemos ents de Tolkien, y dejamos el recibidor que parece una calle de Carmena.

Menos en los árboles, hay hojas por todas partes. Hojas de todos los colores y tamaños. Bueno, para decir toda la verdad, en los árboles también quedan algunas hojas todavía, probablemente porque ya no tienen hueco para tirarse con el protagonismo que el otoño requiere. Se me ocurre que los sopladores de hojas, en vez de orientar ese artefacto infernal hacia el suelo, acabarían antes enchufándolo contra las ramas de los árboles. Como decía mi abuela, «para tan poca salud, lo mejor es morirse», y este dicho es aplicable a la caída de las hojas casi tanto como a los propios árboles, que en Madrid se caen cada vez con más frecuencia. Supongo que el sentimiento de culpa también les afectará: ¿a quién se le ocurre crecer de un brote caducifolio? Cuánta irresponsabilidad.

El pasado martes pensaba salir a hacer fotos por Madrid, aunque después no pude hacerlo. Desde luego, el paisaje es hiperotoñal -asevero- aunque, con lo que llueve, el patinaje artístico que se traen los madrileños por las aceras es más propio del invierno helado. Pero bueno, si encuadras con inteligencia lo mismo hasta puedes tirar un carrete bonito. A favor del fotógrafo está la luz de Madrid en esta época, que es una de las pocas cosas que ni la Botella ni los nuevos pelagatos del ayuntamiento han conseguido cargarse. Hay que aprovecharlo, amigos, porque esto no tiene pinta de ir a mejorar, y me da que en unos años todos los madrileños estaremos ocultos bajo las hojas. Los sopladores estarán enterrados en ellas, y cuando activen sus artefactos malditos, harán revolotear las hojas sobre nuestras cabezas hasta que se haga la más completa oscuridad.

El empedrado, responsable de la suciedad que campa en Madrid y que todavía no ha pedido perdón a todos los madrileños, está escondido debajo de un manto de hojas. Le está bien empleado ¡por cobarde!

Montoro, el guerrero anti gorduras

Ahora les ha tocado el turno a los gordos. Usted está gordo porque quiere, sin más. Esos michelines son inaceptables y pueden provocarle cualquier síncope. ¿Ha pensado usted en su salud? Claro que no. Pero no se preocupe, que aquí estoy yo, el Estado protector sabedor de todas las cosas. Le voy a poner una tasa a las bebidas azucaradas que se va a cagar la perra, a ver si con eso deja ya de meterle mano a las cocacolas, que además de engordar le provocan unos gases que parece usted un zepellin.

¿Y para cuándo un impuesto serio y contundente a las galletas María? Las galletas María son el mal, y si le da una a su hijo, su hijo morirá. Lo mismo tarda 90 años, pero morirá.

Me parece a mí que con esto de las bebidas azucaradas el gobierno ha abierto un filón. Me imagino a Montoro, ese psicópata, frotándose las manos y enviando sicarios a los supermercados a mirar las etiquetas de todos los productos. Se viene una cascada de impuestos contra la gordura en bollerías, patatas fritas y hasta las latas de fabada. El Litoral tiembla y la Gallina blanca está a punto de ser desplumada. Cuando terminen con los productos manufacturados, entonces seguirán con los mercados: ese tocino que luego echa al cocido, o esa plátano que se va usted a comer de postre, madre mía, lo que engordan.

Y también hay que poner coto a las empresas, y ahí Montoro no ha estado fino. ¿Qué es eso de dar una cesta de Navidad llena de chorizos, almendritas, botellas de vino y turrones al empleado? El Estado que dice cuidarnos ¿no va a imponer una tasa de, no sé, 500 euros por cada cesta repartida? Es inaceptable. Estos empresarios irresponsables que primero nos matan a trabajar y luego nos dan una cesta que nos engorda para que muramos poco a poco de gordura, cuánta indignidad.

Por no hablar de otras costumbres fatales para nuestra salud y que sin duda engordan una barbaridad. Los ayuntamientos deberían poner un lector de tarjetas de crédito en los bancos públicos, para que no nos sentáramos, que ya se sabe que estar sentado engorda. Una tasa especial para edredones, colchones y almohadas sería muy de desear. En cuanto a evitar que nos echemos una buena siesta, pienso que una alarma que sonara en las ciudades entre las 3 y las 5 de la tarde los fines de semana sería lo más eficaz, aunque el gobierno también puede gravar los sillones con un 40% de ISP, el nuevo Impuesto de la Siesta Probable.

Yo creo que este gobierno se ha quedado corto. Comprendo que no pueden estar en todo, pero hay riesgos inaceptables. Vivir es uno de ellos, seguido del riesgo de que te mueras. Sí, sí, morirse es un riesgo, no una certeza. Morirse es, si atendemos a la presión fiscal, una mala gestión del riesgo de vivir y una consecuencia de que no te cobren suficientes impuestos para evitarlo. ¿Que no?