Visio hartazgo

Estaba aquel hombre tratando de explicarnos algo bastante complicado, un asunto legal que requería un esfuerzo de matización y un control del lenguaje muy sutil para entenderlo bien. Cuando llevaba menos de diez minutos de exposición, el ponente desapareció. No es que se marchara, o que huyera o escapara. Tampoco se escondió. No se desvaneció, ni se borró, ni se disipó. Ni siquiera antes se difuminó o se atenuó. Y tampoco lo vimos desintegrarse o desvanecerse. Sencillamente estaba y de repente ya no estaba.

Creo que no hará falta decir que no era una reunión presencial. De ser así, entonces yo les estaría contando un fenómeno cercano al poltergeist y no, porque una servidora todavía conserva la cordura (o al menos trata de aparentarlo). El caso es que después de varios minutos de desconcierto, durante los cuales todos parecíamos conejillos sorprendidos por los faros de un coche, el ponente pudo regresar, pero ya su exposición, tan bien preparada, se había estropeado. Para empezar, ahora sólo se le veía la mitad de la cara llenando toda la pantalla (en su azoramiento habría tocado algún control de cámara), y mentalmente había perdido el hilo y se le veía desmadejado. Ya no sabía dónde se había quedado él o dónde nosotros, y la reunión se volvió tan confusa -y su imagen tan inquietante- que resultó inútil.

Además de esta clase de inconvenientes técnicos, cuando pienso en las puñeteras visio conferencias o en las reuniones telefónicas que vienen asociadas al tele trabajo no puedo olvidar el asunto de la profusión. Parece que como no tienes que ir a ningún sitio, puedes ir a todas partes. Y que como no tienes presencia, tienes que hacerte presente. Una proveedora me dijo el otro día que se pasaba el día entero enlazando reuniones en Teams, una detrás de la otra. Me decía que a ella la convocaban y que aceptaba casi sin mirar, casi sin criterio. Eso me dijo: “Carmen, he perdido el criterio. Ahora voy y vengo de un lado a otro sin moverme de mi habitación”. Desde entonces no me quito de la cabeza la idea de un orinalillo debajo de la mesa.

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Miren, antes de esta locura (y dejémoslo ahí), tener una visio era algo esporádico y podía hasta tener su punto divertido. Eran más frecuentes las conferencias telefónicas, sobre todo cuando el cost killing empezó a morder en la línea de viajes profesionales. Ahora la locura ha distorsionado el mundo y lo ha vuelto contra natural, lo ha convertido en una ficción de la tele. Yo empiezo a estar cansada de perder mi tiempo con cables y configuraciones (y con figuraciones). Rara es la vez que la reunión no se interrumpe porque hay uno que no oye, otro que no ve, otro que no puede conectar; otro que se ha dejado el mute abierto y nos atorra con sus ruidos privados; otro que se lo ha dejado cerrado y lleva media hora hablando solo; otro que no encuentra el enlace; otro que interrumpe para saber dónde está la presentación y da la lata hasta que la encuentra; otro que es inquirido después de que haya dejado una notita en el chat “os tengo que dejar, chicos”; otro que interrumpe para decir chicos, os tengo que dejar; otro que se ha puesto un fondo de esos que les hace desaparecer las orejas cuando se mueven y te da grimilla; otro que te da grimilla viendo las cortinas de su casa y otros que te dejan pillada pensando si estarán en una cueva. No sé, es un poco infantil todo, pero no hay nada más serio que un niño que juega.

Cuando ahora tienes una reunión presencial de varias personas agradeces que la gente se mire, que se hable con normalidad, que se exprese con el cuerpo o con la mirada, que se oigan unos a otros, y te das cuenta de cómo todo fluye, de cómo se recupera no ya la normalidad, sino sobre todo la naturalidad. Son los adultos, que han entrado en la sala y se disponen, ellos también, a jugar.

Mañana es lunes.

Un efecto óptico

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Creo que ya les he contado alguna vez que trabajo en la planta 11 de un edificio de oficinas en el sur de Madrid. Desde mi mesa, veo cada día la sierra de Guadarrama, siempre que no esté nublado, en cuyo caso sólo veo una cortina de nubes. Pero yo sé que la montaña está ahí, paciente, aunque tenga un gorro de nubes encima. En verano, según le dé la luz del sol, sus tonos varían entre los marrones de la mañana y los azulados de la tarde y, en invierno, me mira blanca y espléndida. Es un blanco brillante, un blanco blanquísimo. Un blanco también algo deprimente, porque lo miras y sólo quieres estar allí, y no detrás de tantos cristales.

Esta mañana, al llegar, la he visto con su blancura grandilocuente, después de todas estas borrascas también grandilocuentes que han asolado la meseta. Me he puesto a trabajar, me he levantado a algo y, al volver a la mesa… ya no había nieve. Ni una gota. La montaña seguía ahí, pero era azul.

Me ha dado un vuelco al corazón. Me parecía inexplicable. Me he acercado a la ventana, casi he pegado la nariz, pero en la montaña ya no quedaba nieve, había desaparecido. He sentido miedo.

– Dios mío, ¿cómo es posible?… ¿Y la nieve?… ¡Dios mío, mi cabeza! Estamos en junio y no me he enterado. ¿Será locura? ¿Será demencia? ¿Y si no es mi cabeza y son extraterrestres…? ¡DIOS MÍO, LOS EXTRATERRESTRES SE HAN LLEVADO LA NIEVE!

Una nube plana y alargada, como un platillo volante, estaba encima de la montaña. La nube parecía estar más cercana, pero no, debía de estar justo encima de la montaña. La nube proyectaba la sombra sobre la nieve, y ésta aparecía azul. Esto es lo que yo me imagino que pasaba y, cuando lo he descubierto, después de mucho pensar (sin gritar, pero muy intranquila), y de esforzar la vista (mucho), he llamado a una compañera.

– Mira la montaña. ¿No notas nada?
– Anda, ¿y la nieve?
– Es por culpa de la nube aquella.
– Alucino.
– Y yo. Creo que voy a hacer una foto.
– ¿Para qué, si esta vista es la misma que tienes en verano?
– También es verdad.

Y no he hecho foto. Pero debería, porque hoy lo he contado a varias personas y al menos tres de ellas me han preguntado por la foto…

 

 

Una hemorragia de satisfacción

«Es una hemorragia de satisfacción», me dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

Estas expresiones tan peculiares me dejan parada. Podrían dejarme pensativa, pero entonces me daría por pensar. Y yo, cuando me quedo parada, me paro hasta de pensar.

Pero luego me rehago, no se preocupen.

En la función informativa de los grupos sintácticos está el tema, que es lo conocido y que normalmente va al principio, y el rema, que es la novedad o aquello de lo que se informa, y que suele ir al final de la oración. Así es que aquí se nos informa de la satisfacción, no de la hemorragia, porque en este segundo caso, en vez de «es una hemorragia de satisfacción», tendría que haberme dicho «es una satisfacción de hemorragia», y entonces yo me hubiera encontrado bañada en sangre delante de un médico perturbado o de un drácula aficionado, y no tomándome un café con un optimista radical y de semántica pintoresca.

Supongo que el inconsciente, que es un subconsciente sin traumas, habrá querido escoger, de entre todos los sufijos, el de rragia, que indica romper y brotar para expresar lo que Marisol hubiera resumido cantando lo del corazón contento. Pero la raíz le ha llevado a una expresión de lo más gore que para colmo tiene un mal combatir. Porque, a ver, ¿cómo parar una hemorragia de satisfacción si no es con un torniquete de desencanto?

 

Dramatismos

Bonjour, Carmen. Est-ce que tu as un support de présentation du projet, par hasard? Je manque cruellement d’informations.

Recibir este correo muy de mañana te deja pensativa para lo que queda del día. ¿Tienes un soporte de presentación del proyecto, por casualidad? Me falta cruelmente información. Yo no lo hubiera dicho así en castellano, desde luego. Bueno, y ni en francés o en polaco si lo supiera hablar. Pero los franceses, ya se sabe, son muy suyos. Y sobre todo hay que concederles que cuando se ponen dramáticos no tienen competencia. ¿Han visto el adverbio? ¡Cruelmente!

Me ha venido a la cabeza una frase de La paradoja del interventor, de Gonzalo Hidalgo Bayal: «Cuídate, interventor, dijo el profeta con los brazos en cruz, que la vida es cruda, el mundo cruel y el sacrificio cruento.» Si esta muchacha que me pedía información hubiera sido española, no duden ni por un momento que habría incluido la frase de Bayal citándolo y sustituyendo la palabra interventor por su nombre.  Y con el libro a mano incluso podría haber completado el mail con algún párrafo más: «Cuando alguien se encuentra abandonado por todos, ni siquiera reconocido, acorralado por una adversidad anónima y unánime, el mundo deja de tener fronteras, lenguas, nombres direcciones y teléfonos, documentos, carnés, impresos, solicitudes, el mundo se vuelve estrecha cárcel. Limita la libertad con lo imposible. Cuando se puede ir en cualquier dirección es como si no se pudiera ir en ninguna, la libertad absoluta es una forma de prisión, porque quedarse es cautiverio e irse es obligación.»

Cruelmente, me dice y de mí se apodera la congoja y busco las imágenes de Hidalgo Bayal. «Era la tristeza amplia de la mañana la que se abatía sobre él.» (sobre ella). «Era el guardian de un paso a nivel vacío, guardian de nada, de una puerta en el desierto.»

No puedo dar fin a las citas sin olvidar la última:

«Para ellos no hay aprendizaje histórico, sino imitación audiovisual, sin llegar a advertir nunca del todo que la vida avanza inevitablemente sin elipsis.»

 

Ruiditos

Tiene Serge Gainsbourg una canción que se llama Comic Strip y que empieza así:

Ven, pequeña, a mi tira de comic
Ven a hacer “bocadillos”, ven a hacer WIP !
CLIP ! CRAP ! BANG ! VLOP ! y ZIP !
SHEBAM ! POW ! BLOP ! WIZZ !

Yo distribuyo los puñetazos y los golpes de barbilla
Y eso suena VLAM ! suena SPLATCH ! y suena CHTUCK !
O bien BOMP ! o HUMPF ! incluso a veces PFFF !
SHEBAM ! POW ! BLOP ! WIZZ !

Cómo hubiera molado que el gamberro de Gainsbourg siguiera vivo todavía. Seguro que habría escrito alguna canción dedicada a los soniquetes de los móviles, aunque ya haría una década que nos habría hecho reír describiendo a la fauna que los usa. O sea, a todos nosotros.

Creo que está ya muy extendido que en las reuniones los móviles deben silenciarse. Es todo un avance, no crean, porque no hay nada más molesto que la interrupción del teléfono sonando. Y me parece que también se nos ha pasado eso de poner músicas extravagantes a las llamadas. Estar tan tranquilo en una reunión y que de pronto suene el Vaya torito, mi torito guapo, o el tiroriro-tirori-to-ti de The final count down, que es algo verdaderamente espeluznante. Sin embargo, nada ha conseguido evitar la consulta del correo mientras tú estás hablando, las miradas de refilón al Whatsapp y, en general, los jugueteos con la pantalla. A mí me desespera un poco, pero tal vez es que soy poco millennials.

Ahora, como digo, en la mayoría de las reuniones se apaga el móvil. Bueno, o se silencia. O quizá sólo se silencia a medias, no sé. El caso es que hay ruiditos por todas partes. El ¡TIRILIIIING! de la mención de Twitter, el silbidito del mensaje de Wasap, ¡FUI-FÚ!, el ¡TLONGGGG! del e-mail que cae, el ¡FUÁSSS! del Facebook, el ¡PILIIINGGG! de la entrada de calendario, el ¡DIIIIINNGGG! del mensaje de voz… Bueno, al final todo se resume en el ¡BRRRREE-BRRRREE! del vibrador, o el ¡GRRAAAA-GRRAAAA! del vibrador sin tono al frotar sobre la mesa. Debo decir aquí que yo sólo atiendo al ¡CLINCLÓN-CLINCLIN! de los SMS, porque o es mi jefe o es mi madre.

Pero hoy, amigos, hemos hecho cumbre: alguien ha propuesto llamar a Pepe y de pronto ha saltado Siri: ¿QUÉ PEPE? ¿PEPE MOVIL, PEPE GARCÍA, PEPE FERNANDEZ, PEPE OFICINA, O PEPE FONTANERO? Ha sido estupefaciente. Tanto que he revisado mi agenda nada más llegar a casa porque, a ver ¿quién no tiene en su móvil grabado a alguien con un mote comprometedor? ¿Se imaginan a Siri diciendo «qué Pepe, Pepe López o Pepe el guarro»? Para tirar el movil por la ventana al grito de ¡NO ES MÍO!

En fin, les dejo con Gainsbourg y Brigitte Bardot. SHEBAM ! POW ! BLOP ! WIZZ!!!!

 

 

Ting, llega el ascensor

Uno de esos edificios de oficinas, con cuatro o seis ascensores en permanente funcionamiento. Esperas en un piso intermedio a que llegue tu ascensor. Estás solo. Le has dado al botón. Oyes el ruido que hacen los engranajes y las poleas, los ascensores que suben, los que bajan, ascensores que van y vienen. Por fin suena un ting. Tu ascensor ha llegado.

Se abren las puertas y ¿qué hay dentro del ascensor? Pues muy a menudo nada, el ascensor está vacío. No es que no haya nadie, es que no hay nada. Raymond Chandler escribió  que nada tiene un aspecto más vacío que una piscina sin agua, pero tal vez no pensó en los ascensores sin gente.

Otras veces hay alguien dentro. Una persona. Puedes conocerlo o no. Puede que te salude, o no. Lo más frecuente es que ese alguien ande cacharreando con el móvil. Y que murmure nosdías sin mirarte siquiera. El ascensor no está vacío, pero es como si lo estuviera.

También puede pasar que cuando se abren las puertas haya más de una persona. Incluso una multitud. Se abren las puertas y el descansillo se llena con el parloteo que escapa del interior. Y tú dudas si entrar. Cuando por fin te atreves, te pones de cara a la puerta dando la espalda a los demás. La alternativa, o sea, no darte la vuelta, es una chica con coleta que te dará la espalda a ti y en algún momento del viaje le dirá a alguien que no, que no, que no, y te sacudirá la coleta en la nariz y tú tendrás ganas de estornudar.

Suena ting y te preguntas sin emoción qué habrá dentro del ascensor. Yo me encontré una vez un sillón solitario olvidado de algún traslado y me resultó de lo más original, pero son muy raras esas sorpresas. Sería genial que se abrieran las puertas y apareciera una cigüeña arreglándose las plumas. O un oso abrazado a un panal de miel. O una jirafa vestida con la camiseta del Estudiantes.

Pensándolo bien, con un poco de imaginación todo eso (y más) te puede pasar. Ting

 

Lo exhaustivo

Lo exhaustivo. Hace unos años, me tuve que hacer cargo a mitad de año de un presupuesto que no había hecho yo. Era un presupuesto considerable y tenía que optimizarlo encontrando las sinergias, o sea, rebajarlo. Así es que pedí que me lo explicaran y en vez de eso me enviaron un documento de texto de unas cuarenta páginas lleno de líneas y de cifras al lado. Ahí lo tienes todo detallado, me dijeron. Vale, dije. Entonces me armé de paciencia y me puse, con un lapicerito, a revisarlo línea por línea. Y los encontré, claro que sí. Costes unitarios absurdos, cifras de negocio no actualizadas, entradas de cosas que ya no se hacían, repeticiones típicas de corta y pega, muchos «diversos», o sea, un presupuesto hecho a ojo y disfrazado de exhaustividad.

El diablo está en los detalles, y por eso suelo desconfiar de los documentos con pinta de exhaustivos. Esas  larguísimas presentaciones de 200 transparencias que se envían al lado de los resúmenes ejecutivos de ocho páginas, por ejemplo, o esas hojas de cálculo inmensas imposibles de imprimir. Si no se conoce el proceso de revisión, se puede esperar que los documentos exhaustivos no tengan como objetivo que se lean, sino que se vean. Y de paso, que te dejen exhausto. Nadie da por mal hecho un documento de 150 transparencias, y es verdad que normalmente son documentos sólidos, bien ejecutados, cuidados, revisados y solventes. Pero a veces, sólo a veces, según lo abres y le echas un primer vistazo, ya sabes que ese documento es de los de aparentar. Y entonces lo suyo es coger un lapicerito.

El riesgo de lo exhaustivo es que no puede haber ni una sola falta, ni un solo error, aunque sea pequeño. Lo exhaustivo es lo que tiene: su valor no es la completitud, sino la fiabilidad, y si en una lista hay un pequeño defecto, toda la lista se echa a perder. Igual en el documento: si una página tiene un cuadro sin actualizar, todo el documento deja de ser fiable. El resumen sin embargo es más amable, y deja un margen para el error. Es la ley del punto gordo: dos rectas paralelas no se cruzan en ningún punto… que no sea suficientemente grande.

Pero hay algo más. Tengo una compañera que me contó que en su empresa anterior, en notas largas o actas exhaustivas, intercalaba frases tontas para comprobar si se leían o no. Frases tipo “El pato Donald se ha perdido”. Yo nunca me he atrevido a hacerlo, pero estoy convencida de que hay quien lo hace. Y yo busco mi Pato Donald porque espero encontrarlo algún día. Mientras tanto, me tengo que conformar con traducciones patosas, acrónimos absurdos, frases ininteligibles (o directamente estúpidas), lugares comunes y alguna falta de ortografía. Qué le vamos a hacer.

El pato Donald se ha perdido.

Máquinas de vending (con Christian Gálvez de invitado)

Que levante la mano quien no haya visto nunca a una persona enfurecida dando patadas a una máquina de vending que se ha quedado con su dinero y no le ha dado la mercancía. No pediré que levante la mano quien lo haya hecho alguna vez porque este es el típico comportamiento que sólo hacen los demás.

Sin embargo, tengo para mí que pegarse con una máquina de vending es algo relativamente corriente. Por regla general está terminantemente prohibido darle golpes porque la máquina puede estropearse para siempre. Pero no siempre uno se puede contener. O eso imagino. Un cúmulo de contrariedades puede hacer entrar en combustión a cualquiera, y así personas muy serenas pueden convertirse en basiliscos que traten de hacer una llave de sumo a una de esas máquinas del infierno. Ya digo que es algo que sólo hacen los demás. Pero nada impide imaginar. Sólo imaginar…

Imaginemos, pues. Tú estás una tarde, tarde, terminando ese informe que te tiene frita y se te ocurre que te vendría bien parar y acercarte a la cocina de la empresa a comprarte un kitkat.  Así es que coges el bolso, abres el monedero, coges el último eurillo que te queda suelto y, hala, a comprar.

Cuando llegas a la máquina del kitkat, clinc, echas la moneda y te la devuelve. Clinc, lo intentas de nuevo y nada, te la devuelve otra vez. Te fijas un poco y descubres que tiene una lucecilla roja encendida: vaya, no devuelve cambio. ¿Cuánto vale el kitkat? 65 céntimos. Bien, decides sacarte un botellín de agua de la máquina de al lado, que son 35 céntimos. Es verdad que ya tienes otro botellín entero encima de la mesa, pero bueno, el agua nunca está de más. Clinc, metes tu euro en la máquina y, vaya por Dios, la lucecita también está roja.

Te quedas con tu euro en la mano y… está bien, sacaré un café, qué remedio. Sí, es un poco tarde para café, pero ese aguachirri no te despierta ni aunque te lo tires por la espalda ardiendo. Allá vas. ¿A ver qué tenemos? Ajá, cogeré un cortado de vainilla, uno de los hawaianos extra sabor superoloroso que son 35 céntimos. Clinc. ¿Cómo? ¿No hay? Bueno, pues cogeré el otro cortado. Clinc. Ahí va, el otro cortado es colombiano sabor puro del café de los Andes y son sólo 30 céntimos. ¿Qué hacer? Miras la máquina y, como por milagro, encuentras la solución: además del café malo, sacas un vaso vacío que son 5 céntimos. Clinc.

Ya está, ya tienes tus 65 céntimos exactos, además de un café cortado que no quieres y un vasito vacío que no necesitas. Pero tendrás tu kitkat. Clinc, clinc, clinc, pum, botón del kitkat. Momento emocionante y la mar de rítmico. Unas lucecillas azules se van encendiendo hasta formar un círculo que se mueve como el cursor de un ordenador cuando piensa. Una vuelta y otra hasta que las lucecillas azules se paran. Y aquí hago un pequeña parada para imaginar cómo describiría este momento Christian Gálvez:

La mujer, con aire cansado pero intrigada y al mismo tiempo expectante por el resultado de sus arrojados desvelos, y vestida con una ajustada camisa blanca de llamativos cuadros grandes rosas y un discreto traje de chaqueta azul marino tenue, degustaba mentalmente pero con fruición el sabor crujiente y sincero de aquel sabroso y crocante kit kat crepitante que se hacía esperar con melancolía pero al mismo tiempo con un alborozo de estremecimiento restallante, mientras que su ajustado zapato negro de tacón juicioso tamborileaba al ritmo que su delgado pié izquierdo le ordenaba, no sin antes garantizar, sin ningún género de duda, o con algún género, que para eso era la duda, que su igualmente fino pie derecho asía su cimbreado cuerpo al suelo de apesadumbrado cemento gris pulido, que había costado 400 euros el metro cuadrado y que habían hecho instalar el 14 de diciembre de tres años antes, justo cuatro días después del aniversario de bodas de la tía materna por parte de abuela de Leonardo da Vinci

Ya sigo yo, que no quiero que se duerman. Entonces el kitkat empieza a moverse dentro de su estante mientras lo empuja un gancho de metal. Suena un bzzzz. Un bzzzz muy aspiracional. Bzzzz, bzzzz, tu kitkat se acerca. De pronto, la máquina deja de hacer bzzzz.  Tu kitkat no ha caído. El gancho se retrae. Tu kitkat no ha caído. El gancho ha vuelto a su sitio. ¡Tu kitkat no ha caído!

¡Demonios!

A ver, que levante la mano quien no haya visto nunca a una persona enfurecida dando patadas a una máquina de vending que se ha quedado con su dinero y no le ha dado la mercancía.

Orbitar

Orbitar. Bonito verbo que evoca el espacio misterioso, la inmensidad de las galaxias, la aventura de las naves espaciales, el prodigio de ingeniería de los satélites. Orbitar también me gusta porque viene de órbita, que es una palabra muy original porque su condición de esdrújula anula su vocación de diminutivo. De todos modos nuestro idioma lo ha previsto todo y te permite decir orbita al conjugar orbitar, con lo que se devuelve a la órbita esa condición tímida y ligera que sin duda persigue.

El DRAE lo da sólo como intransitivo (la nave orbitaba en torno a la luna), pero el diccionario de Manuel Seco también prevé un uso transitivo. Es decir, que una vez puestos a orbitar, se puede orbitar un complemento directo.

El diccionario no se entretiene demasiado con el significado del verbo porque lo que tiene enjundia es el nombre del que proviene. Una órbita no es exactamente una vuelta. La órbita, como enseña el diccionario, es una curva debida a la acción gravitacional o a campos electromagnéticos. Quiere esto decir que si remueves unas lentejas, por ejemplo, sería un poco raro decir que las estás orbitando, por más hierro que tengan. Ni siquiera vale para un crêpe, aunque al voltearlo se despegue de la sartén y parezca que vuela. Y si vamos al uso intransitivo, o sea, al fetén, tampoco me atrevería yo a decir algo como he llevado a Curra a orbitar por el parque cuando la saco de paseo, entre otras razones porque pobre Curra.

Claro que el uso poético del lenguaje permite casi todo. Eso sí, hay algunos límites, que yo creo que son la cursilería y la comprensión. Si dices que al rematar un botón lo orbitas con el hilo creo que infringiríamos el primero. Para el segundo me vale perfectamente el ejemplo de las lentejas.

La órbita también es una zona de influencia, que no deja de ser una fuerza aunque no física. Si yo estoy en la órbita de Pepe significa que formo parte de su equipo, de su cuerda, de su opinión, de su bando. Sería tan original como arriesgado decir que yo orbito a Pepe, porque yo tengo una imagen que preservar y eso puede ser mal entendido, suponiendo que lo entendiera alguien.  Finalmente, la órbita es la cuenca del ojo. Del ojo y ya. No es la cuenca de un río, por ejemplo, aunque sea el Guadiana.

Y luego tenemos «estar en la órbita» o «poner en órbita», y aquí órbita funciona como pomada o candelero. Pero, amigos, esto son locuciones verbales que no conviene poner a orbitar no sea que acabemos diciendo cualquier disparate.

¿Que a qué viene todo esto? Pues no estoy segura, pero lo más probable es que tuviera alguna idea que me orbitaba en la cabeza y que no he sido capaz de resolver.

 

Sol y nubes como símbolo

solecitos del demonioQuizá se hayan cruzado con ello, o tal vez es algo que sólo me encuentro yo. Quería hablarles del recurso de poner símbolos para expresar el estado de una tarea, un proyecto, un resultado o una acción. Ya hablé en una ocasión sobre el «pensamiento ppt«, que consiste en no saber presentar una idea si no se tiene una presentación como soporte. En el mundo de 140 caracteres, los memorándum, las notas, los resúmenes, las exposiciones escritas, son una especie de antigualla en extinción. A veces, cuando te llega un papel bien estructurado y bien escrito (hace unos días me llegó uno), una nota explicativa con sus pronombres, sus sujetos, sus predicados, sus comas, sus puntos y aparte, sus títulos y su frase de resumen se te saltan las lágrimas de la emoción y te dan ganas de ir a buscar al autor para darle un abrazo, en agradecimiento a la cortesía de haberte explicado las cosas.

Lo de los símbolos es algo similar. En vez de poner una frase o comentario para describir el estado en el que se encuentra, se recurre a simbolitos no siempre muy bien comprendidos. Entre otras razones porque la leyenda suele estar tapada por la propia tabla de tareas. Yo los detesto, y huyo de ellos como de la peste. En particular, me horroriza la semiótica del solecito, o la nubecita blanca, o la nubecita negra, con o sin un poquito de lluvia, y en un atrevimiento sin parangón, con un rayo feroz que sale de la nube, en señal de que las cosas van rematadamente mal. Aparte de la vulgaridad, me parece infantil, poco serio y tremendamente hortera. Eso por no decir que no significa nada: un solecito que sale de una nube ¿es que vamos para buen tiempo o para malo? Ver una presentación con códigos de nubes y solecitos y empezar a desconfiar de las intenciones del ponente es todo uno.

Otra variedad son las pelotitas. Pelotitas verdes, naranjas y rojas, que en el ambiente en el que vivo significan respectivamente en curso, en alerta y en peligro grave. A veces se añade la pelotita negra, que es como la muerte. Se ven pocas negras: pones una pelotita negra en una tarea de tu proyecto y te preparas para traspasar el proyecto a otro según vas saliendo de la reunión. Por no mencionar lo que puede dar de sí la semiótica peloteril: recuerdo una empresa colaboradora que nos trajo una presentación del proyecto que hacía para nosotros en la que verde significaba sin empezar, naranja en curso, y roja terminado. Figúrense la que se armó. ¡Las sales, que alguien traiga las sales!

También está el tic y la cruz, que dentro de lo que cabe son símbolos escuetos, binarios y sin zarandajas. Están también los símbolos de más, menos e igual, que valen para comparativas, aunque a veces se combinan con colorines y con gradaciones, y ya es cuando pierden el tono austero y objetivo que pretenden. En alguna ocasión me he cruzado con simbolos de las manos, ya saben, pulgar hacia arriba y pulgar hacia abajo, y me temo que eso no sólo significa OK y KO, sino que estamos cerca, muy cerca, de empezar a ver los horrendos emoticonos invadir nuestro espacio de trabajo. Emoji al ataquerl, que gritaría Chiquito de la Calzada.

Detrás de toda esta parafernalia de semiótica imbécil hay varias desgracias. En primer lugar, el infantilismo que nos invade en todos los ámbitos de la vida. Pones un muñequito y te crees gracioso, piensas que el de enfrente se acordará de sus niños. Ah, los niños. También esa obsesión por tratar de hacer amable lo que no lo es, esa aversión al rigor y a la seriedad, que tendemos a confundir con la antipatía. Con todo, lo peor es la falta de imaginación, la pereza de pensamiento, la confusión entre la simpleza y la simplicidad.

Yo abogo por un mundo de frases expresivas, en los que califiquemos el estado de los proyectos como «va como un tiro«, o «va estupendo«, o «algún problemilla, pero nada que no tenga arreglo«, o «al borde del colapso y yo del infarto«, o «casi que os lo cuento al mes que viene» o «se terminó (y ni yo me lo creo)«. O alternativamente, un mundo de símbolos audaces, con tipos apuntándose la sien con una pistola, gatos fumándose un puro en una hamaca, avionetas que han salido de la órbita terrestre, dragones exhalando fuego, culos en pompa y relojes derretidos.

Pero en fin, he de conformarme con el tiempo, que todo lo cura. La vida.