Madera de Cela, de Tomás García Yebra

Madera de celaEste es un libro sobre Cela y no precisamente un panegírico, que para eso ya están los periódicos celebrando el centenario de su nacimiento. Está escrito por Tomás García Yebra, un autor que lo conoce bien y que ya escribió sobre el premio Nobel hace algunos años en otro libro, Desmontando a Cela, en el que nos hablaba de la utilización de negros (o de mulatos) por parte del escritor y de las sospechas de plagio en algunas de sus obras. Sobre este asunto, por cierto, también escribió Umbral en su día en Cela: un cadaver exquisito, pero eso es algo sobre lo que el mundo literario y periodístico siempre ha pasado de puntillas, no fuera que les cayera alguna cruz que no se pudieran luego quitar de encima. De esas cruces, de ponerlas y llevarlas, sabía mucho Cela, y para muestra ahí está la de San Andrés, sin ir más lejos…

Tomás García Yebra arranca el libro retratando el ambiente del fallo del premio Planeta que Cela ganó en el 94, una deliberación a la que asistió en primera persona. Nos hace ver, con mucho sarcasmo pero también con algún deje de pesar, cómo estos premios están dados por anticipado y cómo todo lo que rodea ese mundillo de premios literarios es un cambalache. O un quilombo, elijan ustedes la figura. Inmediatamente después, Tomás García Yebra pasa a explicar la historia oculta de la novela con la que Cela ganó el Premio Planeta, La cruz de San Andrés. Y lo cuenta con pelos y señales. Cómo Cela (o sus ayudantes) copió la trama, personajes y hasta frases de otro manuscrito también presentado a concurso por Carmen Formoso, quien le llevaría después a los tribunales. Y también cuenta cómo, en la misma novela, Cela revela el plagio de manera críptica, probablemente en venganza hacia su propio entorno, que es quien le impulsa a presentarse al premio con la seguridad de que lo ganaría y engordaría su cuenta corriente. Presentarse a aquel premio, con aquel libro, fue «un error», como reconocería el propio Cela.

Este es un libro con altibajos, pero se advierte en él un conocimiento profundo del personaje, de la persona y de la obra literaria. El autor no puede esconder la admiración que en fondo profesa a Cela, y así hace un repaso de su obra y de su vida, sin olvidar sus últimos años «marineros», y recopila muchas citas y anécdotas. En el libro también inserta, en giros muy propios de García Yebra, algunas escenas imaginadas que son un puro disparate, como es un encuentro con Dios, que se lamenta de no haber ganado el Planeta, o una conversación delirante y muy divertida con el cadáver del propio Cela, que va desintegrándose entre invectivas y arranques muy propios del personaje. Estas digresiones, realmente imaginativas, rebajan un poco la evidente labor de documentación e investigación del autor, que a ratos parece cansado de su propio libro. Yo, sin embargo, sí le agradezco estos pasajes: es preferible reposar la imaginación en estas cosas antes que en la certeza de que Cela, de no haber mediado su muerte, habría terminado intercambiando su pedantería y ordinariez con Yola Berrocal en cualquier programucho de la televisión. Porque Cela -en mi opinión- no escribía para ser leído, sino para ser comercializado.

Tomás García Yebra reconoce a Cela su capacidad para crear y trabajar la materia prima, las letras, su condición de estilista y de maestro del lenguaje, pero también lamenta la deriva de un autor que se olvidó de narrar y de crear personajes en beneficio del propio estilo, hasta llegar a la afectación y la vaciedad de sus últimos libros. También se adentra en el análisis del personaje, que se apodera de la persona, y que termina siendo en los últimos años una caricatura de sí mismo. Es el Cela que casi todos recordamos: un personaje grotesco y mal encarado, un soberbio y un grosero o, como probablemente diría él (aunque no de sí mismo, naturalmente), un gilipollas.

El libro está editado por Funanbulista, en una edición cuidada y con un formato de buen papel y muy original. Un libro peculiar y arriesgado, a contracorriente de la corrección cultural, o sea, de todo ese papanatismo que Cela explotó con maestría y de la que se aprovechó a lo largo de su ovacionada carrera literaria. Léanlo, que les divertirá.

Ola de calor

Cuando arrecia el verano hay un scoop periodístico que no falta nunca: la ola de calor. Nunca he entendido muy bien que abran los telediarios con la «noticia» porque no hay tal noticia. En primer lugar, lo normal en verano es que haga calor, y en segundo lugar, es difícil de entender tanta alharaca para contarnos algo que todos ya sabemos. Pero ahí estamos cada año: hace calor y llega como una ola.

Pero más asombrosa que la labor informativa es la labor educativa. No se conforman con decirnos que en julio hará calor, sino que además, con mucha seriedad e insistencia, nos dicen que debemos llevar ropa ligera y de algodón, no dejar a perros, niños ni ancianos en un coche cerrado al sol y que hay que evitar hacer deporte en las horas álgidas, que si la cosa está chunga se extienden desde las 9 de la mañana a las 9 de la noche. Ah, e hidratarse. Beber agua no es beber, es hidratarse. Si es de botijo tal vez es refrescarse, pero si es de un botellín  de plástico entonces es hidratarse, no hay duda. 

Siempre que oigo todos esos consejos me digo que habría maneras más directas de llamarnos gilipollas, y que esas sutilezas no están al alcance de cualquiera y que lo mismo nos pasan desapercibidas. Piensas que todas esas cosas que dicen en el telediario tienen que ver más con el sentido común que con el calor en sí, pero al cabo, te dices que tal vez no está de más recordar los básicos. Es cuando te cruzas por la carretera a ese cincuentón con barriga haciendo footing (que ahora es running) a las 5 de la tarde, a las cinco en punto de la tarde, cuando el viento se lleva los algodones y te los deja pegados a la espalda. O cuando ves a la una, las doce en Canarias, a una chiquilla que lleva botas y foulard, o cuando la guardia civil tiene que romper a golpes una ventanilla para sacar a un pobre perrete que han dejado encerrado en un coche a pleno sol. Sí, quizá hay que avisar a la población, quizás hay que avisar.

Antes los golpes de calor les sucedían a los cretinos, a los ignorantes y a los que no tenían una abuela cerca que les diera un coscorrón a tiempo. Era ese «niño, pero dónde vas con jersey». Ahora, los episodios de desfallecimiento por calor sólo les pasa a los que no ven el telediario. Quizá deberían avisar también en el programa de supervivientes y en los debates de la Sexta, que es lo más popular y mentalmente regresivo que se me ocurre. 

Así que ya saben: No se tapen e hidrátense, que viene el calor.

Absolutismos

Tengo yo una cena apostada (en realidad son dos cenas) a que se repiten elecciones. Y cada día que pasa estoy más convencida de que cenaré gratis. ¿y qué es lo que hace aumentar mi convicción? Pues no sólo las cuentas, que no me salen, sino también los mensajes pertinaces de todos los políticos, que dicen no quererlas. Y es que los políticos mienten hasta cuando desean.

Miren, a mí me parece que no hay que darle muchas vueltas a lo que dijimos los españoles el pasado 20 de diciembre. Dijimos, sencillamente «hablen ustedes y entiéndanse».

Y no se entendieron.

Así es que repitieron las elecciones, y de nuevo salió lo mismo: «hablen ustedes y entiéndanse».

Y siguen sin entenderse.

En el entretanto, el país sigue funcionando.Y yo sigo charlando y entendiéndome con amigos de derechas, de izquierdas, muy de derechas, muy de izquierdas y viceversa. Con partidarios de subir impuestos y de bajarlos, con católicos y ateos, con amigos de la escuela pública y fans de la sanidad privada, con funcionarios y parados, con estudiantes y jubilados, con inmigrantes y nacionales, con catalanes y con vascos, con atléticos y sevillistas, con artistas e industriales, con camareros y directivos, y, en fin, con todo aquel con el que necesite entenderme para conseguir algún fin. Pero hay un paso previo imprescindible: acordar para qué se discute.

Dice Carlos Rodríguez Braun que no habrá nuevas elecciones porque los políticos empiezan a temer que nos demos cuenta de que no nos hacen demasiada falta. Yo, sin embargo, creo que tendremos nuevas elecciones porque a todos les interesa: el rojo no tiene nada mejor que hacer; el azul piensa que si todo sigue igual, él también; el morado siempre puede protestar y si no, ya se inventará algo; y el naranja… bah, el naranja va donde le lleven. Mientras tanto, viven estupendamente: tienen el sueldo de un ministro, el trabajo de un cura y las vacaciones de un maestro.  En cuanto a ustedes, con gobierno o sin gobierno tendrán que hacer prácticamente las mismas cosas cada día, así es que no pretendan venir ahora a darse importancia. Una cosa es segura, sin embargo: con elecciones o sin ellas, gobierne quien gobierne, juntos o separados, con absolutismos o sin ellos, nos subirán los impuestos, que para eso no necesitan ni hablar ni entenderse.

Dentistas

Tengo yo una compañera en el trabajo que no ha ido nunca en su vida al dentista. No sé su edad exactamente pero vamos, que no es ninguna niña. ¿Creerán ustedes que tiene una mala dentadura? En absoluto. Tiene los dientes estupendos, bien blanquitos y fuertes. Luego tengo una amiga que me decía el sábado, amargamente, que cuanto más iba al dentista y más se cuidaba los dientes, más lata le daban. Que no tenía hueso y que no le podían poner implantes, y que cada dos por tres tenía algún problema y le dolían horriblemente. Entre estos dos extremos estoy yo, y ninguno de los casos que les acabo de contar mejoran ni empeoran mi existencia. Y la de mi dentadura.

El viernes por la noche se me partió un diente. Así: ras. El porqué y el cómo dejaron de tener importancia cuando comprendí el desastre. Y pensaba que había roto la funda pero no, lo que se ha ido a hacer puñetas ha sido el diente entero. Y me he pasado todo el fin de semana comiendo sopa y tortilla francesa -es un decir- y tratando de no pronunciar ni la zeta ni la ese por miedo a que el diente, colocado de nuevo con mucho cuidadito para aguantar hasta el lunes, no saliera volando hacia mi interlocutor. Menudo panorama.

El horror, el horror. Esta tarde he estado cuatro horas en el dentista que además de tener unas manos maravillosas tiene mucha empatía. O misericordia, no sé. Me ha ido colando entre otros pacientes para arreglarme el diente, y me ha puesto algo provisional para pasar el verano. De todos modos tenía que volver en septiembre, porque hace tres semanas me había puesto dos implantes. Así es que tengo una boca de lo más provisional. Si lo sé, empiezo con esto en abril y me ahorro la operación bikini.

Y hoy, queridos amigos, digo lo mismo que dije hace tiempo en otro post: no se pueden ni imaginar lo que me alegro de vivir en este siglo y en este país. Y ustedes también deberían alegrarse, que nadie está libre de romperse un diente cualquier día de estos.

 

Caravaggio dentista un mundo para curra

 

 

La gran migración, de H.M. Enzensberger

«No es necesario que esperemos la llegada de los bárbaros. Siempre han estado entre nosotros.»

la gran migraciónHans Magnus Enzensberger es un ensayista alemán del que no había oído hablar nunca hasta que la madre de Paula, uno de los componentes de este agónico Club de lectura, lo eligió para que lo leyéramos y comentáramos este año. Nos lo propuso sin atender a nuestros gustos y sobre todo sin tomar en cuenta nuestras exigencias, cada vez más maniáticas, caprichosas, irreconciliables y… desnortadas: «Ahí lo lleváis, hijos, a ver si aprendéis algo de la vida y dejáis de quejaros». Ea.

Se trata de un libro cortito, no llegará a las 80 páginas, estructurado en 33 capítulos que en realidad son acotaciones del autor en torno al tema de la migración. Está escrito con una prosa limpia, nada enrevesada, que te permite seguirle en sus razonamientos sin dificultad. Unos razonamientos sobre los que deja al lector darles la profundidad que quiera darles. A mí eso me gusta mucho: en esta época de “canutazos”, leer algo escrito reposadamente se agradece, la verdad.

Veamos. Dos pasajeros que no se conocen de nada están en el compartimiento de un tren en el que se ha instalado cómodamente desde hace un par de horas. De pronto entran otros dos pasajeros, y los dos primeros establecen una relación de grupo frente a los dos nuevos a los que consideran invasores, extranjeros, intrusos. Este comportamiento, profundamente humano, parece indicar la necesidad sedentaria del hombre. Y, sin embargo, el ser humano siempre ha estado en continuo movimiento, en continua migración, lo cual supone en sí mismo el caos, el conflicto. Para evitar matarse demasiado entre ellos, los hombres han dado en agruparse en etnias, tribus, o en grupos más o menos homogéneos. Pero el conflicto permanece porque la idea de forastero permanece también, igual que la idea de individuo. Cuanto más artificial es el origen, más precario e histérico resulta el sentimiento nacional (el racismo se basa en una identidad precaria).

Enzensberger en sus acotaciones nos dice que nadie emigra sin que medie el reclamo de una promesa. También que emigran los audaces, pero también los más débiles y que a la postre, la emigración empobrece al país que ha consentido que mediaran las condiciones de esa migración. En cuanto al país receptor, acepta la migración cuando falta trabajo, pero no cuando sobra, y en ese sentido, el mercado negro laboral actúa con una lógica inversa al mercado negro de bienes.

El potencial migratorio es enorme, nos dice, y no le falta razón. Pero hace una reflexión sobre el estado multicultural, que niega en rotundo, por cuanto una cosa es la integración y otra la asimilación. Ningún inmigrante abandona del todo la cultura y costumbres de las que procede; el problema es cuando se cae en la ideologización de las minorías, los marginados se agrupan, invierten las reglas del juego y se encierran en su identidad minoritaria, lo que provoca a su vez el rechazo, en un círculo vicioso del que no acabamos nunca de salir.

También tiene unas cuantas acotaciones sobre el asilo y rechaza la distinción entre el inmigrantes por razones económicas y los perseguidos políticos. Se pregunta, no sin razón, que cuál es la diferencia. Cualquier tiranía, cualquier guerra, lleva aparejada el hambre y la miseria de una parte de la población, y distinguir eso es ponerse muy estupendo (bueno, Enzenserberg no lo dice así, pero yo les hago el resumen).

En fin, a mí me ha gustado por lo que tiene de reflexión y de dejar pensar. En este sentido, no preconiza soluciones, porque muchas veces se pregunta cuál el problema que hay que resolver. Sólo constata que el potencial migratorio es enorme, y nos deja sus acotaciones para que nosotros reflexionemos antes, después o en vez de ponernos a hablar como loros en la barra de un bar. Si se lo topan, léanlo.

Tienen (o tendrán) otras opiniones sobre el libro La mesa cero del Blasco, La originalidad perdida, en Lo que lea la rubia y en la propia página del Club, donde encontrarán la opinión de Juanjo (o no). Hasta septiembre, creo, con Grandes esperanzas, del gran Dickens.