Frutas y frutos

El otro día oi decir en el trabajo que el esfuerzo de alguien estaba dando sus frutas. Y me quedé parada, claro, porque la industria en la que trabajo poco tiene que ver con lo agroalimentario. Como ya se imaginaran ustedes, quería decir frutos, que no es exactamente lo mismo que frutas.

En francés se dice también que algo da sus frutos (cela porte ses fruits), con la diferencia de que los franceses no hacen distingos entre fruta y fruto. Ellos se meriendan todo, y si no que le pregunten a Napoleón. Sin embargo, en español el fruto es, en primera acepción, el producto del desarrollo del ovario de una flor después de la fecundación, en el que quedan contenidas las semillas, y en cuya formación cooperan con frecuencia tanto el cáliz como el receptáculo floral y otros órganos, mientras que la fruta es algún fruto comestible. Y ahora comparen la cosa y díganme, con el corazón en la mano, si la diferencia de una vocal no convierte el halago aspiracional en una observación prosaica. O al menos, raruna. Tengo razón.

Como todo en la vida, siempre podía haber sido peor. Imaginen la frase «esto es la fruta de tu trabajo» y diganme si no les pide el cuerpo contestar algo. Cualquier cosa.

— Ya te había dicho yo que esto era la pera.

— ¿Crees que vengo con un melocotón?

— Mejor no abrir ese melón.

— Sí, es una castaña.

— Todavía me puedo dar una piña.

— Huy, y esto es sólo la guinda.

— Pues iba a por uvas.

— Ha quedado como un higo.

— Manzanas traigo.

No creo que se dé el caso. Y si se da, tal vez lo mejor sea, después de explicar la diferencia entre la fruta y el fruto, enseñar de paso eso tan castizo de ¡toma nísperos!

 

Pokemon oh

– Tú imagínate, mamá, que estás una tarde tranquilamente leyendo en la casa del Poblachón y de pronto te encuentras a un tío en la terraza cazando un Pokemon.

– ¿Un qué?

– Un Pokemon. Es un juego que consiste en atrapar muñecos que salen en el movil.

– Pues me levanto y le doy un bastonazo.

– ¿Al Pokemon? Hum. Aquí pone que hay que darle con una bola…

Esta apacible conversación fue a principios de verano. Un par de meses más tarde me ha podido la curiosidad. Me bajé la aplicación hace un par de semanas y me encontré a un alienígena calvo encima de la mesa del salón. Lo capturé con más pena que gloria mientras mis amigos del Club de Lectura me daban instrucciones por wasap. Al día siguiente me topé con un caballo amarillo con la cola en llamas trotando en mi cocina. Después de comprender que las llamas no tenían nada que ver con la vitrocerámica, lo arrinconé hasta el horno -incluso llegué a planear meterlo dentro-, pero escapó. Quité la cámara de las opciones, porque no hace más que provocar un estrés inútil, cerré el chisme y me fui de fin de semana.

El Poblachón es un buen sitio para aprender porque hay pocos Pokemon y porque siempre puedes ir con una amiga a cenar y, de camino, pedirle que pare el coche para cazar a alguno. Aunque si malo es oir sus críticas, peor es que, después de verte tirar doce bolas sin éxito, harta de ti salga del coche y te diga ¡TRAE!, te quite el movil de la mano y, a la primera tirada, cace ella al Pokemon. Y luego, mientras te devuelve el movil, tener que escuchar cómo, con expresión airada, te dice: «puto Pokemon de los huevos. Sube al coche ¡Y ya no paro más!». El juego es muy frustrante al principio, en efecto. Al principio mío al menos.

Tengo que decir que por el pinar hay pocos, por no decir que no hay ninguno, lo que es muy conveniente para mis paseos y para estar atenta a lo importante: los perros no deben acercarse a las vacas más de la cuenta. Para encontrarlos hay que irse al pueblo, que tiene más animación en especial cerca de las pastelerías y los sitios de vasos. En esto los Pokemon son muy similares a los lugareños, son muy de ir y venir por la calle principal y de pararse por aquí y por allá.

En este poco tiempo estoy en el nivel 9, he cazado 140 engendros horrorosos de 37 variedades diferentes, he incubado un huevo del que ha salido una cosa indescriptible y tengo otros dos al baño maría de los que no creo que salga algo medianamente agraciado. Además, usando unos caramelos, he convertido a un inofensivo pajarito en una especie de cuervo de colores que aletea como un pajarraco demente. Puedo asegurar que los trayectos en taxi son una mina, en especial si se pilla un buen atasco por el futbol, aunque sin duda la mejor forma de encontrar a estos pequeños cabrones para darles un buen pelotazo en la cabeza es ir con Curra a dar una vuelta. Yo no me confío, desde luego, y con Curra cerca siempre pienso que, a las malas, les puedo azuzar el perro.

Aunque puedo conseguir munición desde el salón de mi casa, he dado en seguir un mini recorrido por el barrio en el que cojo bolas siete veces mientras estoy atenta por si sale algún bicharraco por el camino para cargármelo. Y salen, vive Dios que salen. Se origina una especie de onda radiactiva en la pantalla y, pof, ahí tienes a un degenerado gris con dientes y sin piernas en plan matón de barrio. Entonces me paro, espero a que salte, zas, pelotazo y a otra cosa.

Aunque hago todo lo posible por acabar con ellos, mi barrio está lleno de estos monstruos. Nunca lo hubiera imaginado, ni siquiera cuando pienso en el aparcacoches del restaurante asturiano que hay al lado. Una se espera que esos seres esperpénticos circulen por barrios de mal vivir y peor estar pero no, parece ser que están en todas partes, incluida mi casa. También he descubierto una fuentecilla muy apañada enfrente de mi portal en la que puedo sentarme a esperar que surja alguna criatura acuática mientras Curra olisquea florecillas y busca servilletas usadas por los alrededores. De momento no ha habido suerte: sólo salen unas ratas rosas, unos monos despeinados que hacen flexiones y una cosa espeluznante con dos cabezas. He quitado los sonidos porque estoy segura de no entenderlos si es que se avienen a decir algo. Y porque no estoy dispuesta a tener que contestarles, que yo soy muy de no callarme.

Por lo visto hay gimnasios, pero yo descarto absolutamente ir -¿por quién me toman estos programadores?- porque yo no voy a gimnasios ni aunque estén al lado de casa. Así es si yo no voy, la manada de alienígenas que llevo almacenada en el movil tampoco va a ir, y mucho menos ahora que me he enterado que dejas allí a tu monstruo preferido y otros monstruos más brutos le pegan una paliza y luego te lo devuelven para que lo revivas con un spray. Qué crueldad: si ya de por sí son feos, con la cara llena de moratones deben resultar estremecedores.

pokemon-ohPor otra parte tengo grandes críticas al outfit que proponen los inventores del juego para vestir a tu personaje. Miren, es im-po-si-ble ir a cazar Pokemons un poco mona, esto es así. Tienes que ponerte una gorra como de camionero de Illinois y luego un mono- short sobre unos leggins que me parecen de lo más hortera. Qué decir del peinado, con una melenilla patibularia por la que asoma la oreja, como de pelo sucio. Aparte de que la chica es algo culona, la verdad sea dicha. Y encima me hacen ir con mitones, como si fuera yo un skater. No acabo de entender cómo es posible acumular tanto mal gusto. ¿No tienen bastante con la horripilez de los Pokemon?

En fin, si yo cazo pokemons, la pobre Curra anda cazando moscas en nuestros paseos por Madrid, porque ahora soy yo la que se para y no ella, que tiene en realidad mejores motivos. Me mira y si pudiera preguntaría por qué. O quizá, si pudiera menos, sacaría una pancarta para expresar su desconcierto: una cosa es salir y otra este ir y venir sin ton ni son. En cuanto a mi madre, quitando que los llama podemon, está encantada con que la acompañe al pueblo a comprar.

– ¿Eso que estás haciendo es coger un Podemon, hija?

– Sí, mamá. Pero ya empiezo a desmotivarme.

– ¿Te queda mucho para acabar la colección?

– Muchísimo. Mira, si veo que Curra no adelgaza, lo dejo. Espera, que le sacudo. Espera, espera… ¡ya está!

 

 

El primer semáforo madrileño.

semaforo-alcala-hoyLeo el pasado sábado un artículo en prensa sobre el primer semáforo que se instaló en Madrid, en la confluencia entre Gran Vía y Alcalá, hace la friolera de 90 años. Para mí que se trataba de un artículo rescatado de un cajón, porque la fecha exacta en la que se instaló ese primer semáforo es un 17 de marzo y el artículo se publicaba un 11 de septiembre. Se me ocurrió pensar que era una verdadera lástima que no coincidiera la fecha. Sería maravilloso que los madrileños pudiéramos salir ese día, precisamente ese, a celebrar el establecimiento de normas sencillas de convivencia entre coches y peatones y a conmemorar un símbolo de progreso. Incluso podríamos quemar alguna bandera a cuadros para declararnos en contra de las carreras desaforadas de coches, o una bandera de Ferrari para demostrar nuestro compromiso en contra de las desigualdades. En todo caso, se trataría de recordar la victoria de los cultivados ingenieros frente a los tradicionales guardias de gorra, porra y pito, una idea tan romántica como cualquier otra de esas que se celebran en provincias.

Y es que antes del primer semáforo, el tráfico se regulaba con guardias y las desgracias estaban a la orden del día, o al menos eso nos dice el artículo. Y también que la instalación de aquel primer semáforo supuso todo un acontecimiento entre la gente, si bien la prensa de la época tituló “gran regocijo del público”, no sabemos si porque todavía no había gente o porque este concepto ya era antagónico con el regocijo.

Poco más de una semana antes de leer el artículo, yo había cruzado ese mismo semáforo con mi amiga Maitena sins aber esto que les cuento después de una pequeña discusión sobre si se debían cruzar los semáforos cuando estaban en rojo o cuando no venían coches. Ella lo zanjó con una pregunta lapidaria: ¿Vas a hacerle más caso a un muñeco programado que a lo que racionalmente comprendes en cada momento? Yo, sin saber muy bien qué contestar, me fui por los cerros de Pekín, pero ahora tendría una respuesta estupenda: sí, le haría más caso, porque este semáforo tiene más años que yo.

PS: Enlace al artículo

Fotografía del primer semáforo de Madrid que se instaló entre las calles Alcalá y Barquillo en 1926

Fotografía del primer semáforo de Madrid que se instaló entre las calles Alcalá y Barquillo en 1926

Grandes esperanzas, de Charles Dickens

grandes esperanzasHoy toca hablar del libro del bimestre del Club de lectura. En realidad hoy no tocaba, pero ya saben: las vacaciones. Bueno, las vacaciones y que esto de leer un libro cada dos meses parece que relaja cualquier preocupación por atender a las fechas, si es que quedaba algún atisbo de algo cercano a la preocupación. Ya saben ustedes que pertenecer a un club supone acatar las normas, y los cinco aguerridos participantes de este club hemos optado por eliminarlas casi todas. Voy al libro y no les entretengo más.

¿Quién no ha conoce Grandes esperanzas, la obra cumbre de Dickens? Pues hombre, conocer, lo que se dice conocer, pienso que casi todo el mundo, aunque leer, lo que se dice leer, yo misma no lo había leído. Y lo recomiendo, porque es una novela bien bonita, bien folletinesca, y bien distraida. Y como diría aquel ¡Es Dickens!

El argumento es de sobra conocido y si no, ya se ocupan los editores de ponerlo en contraportada y en la publicidad de las versiones de películas que se han hecho sobre esta novela (ninguna de las cuales he visto). Se trata de la historia de Pip, un niño huérfano y pobre que vive con su hermana, que lo educa “con la mano” –o sea, dándole estopa- y lo mantiene porque no le queda más remedio. Pip es un niño bondadoso pero no feliz, que sueña con convertirse en caballero para, entre otras cosas, enamorar a Estella, que es una niña estúpida, arrogante y bastante imbécil a los ojos de lector. Esta tal Estella aparece en casa de Miss Havisham, que es una ricachona loca perdida por un antiguo mal de amores y que llama a Pip a su casa para ver si logra distraerse con algo que no sea la propia Estella u otros niños que no le caen tan bien como Pip.

Un buen día, Pip recibe la visita inesperada de Mr Jaggers, un mandado de la Sra Havisham que le comunica que una persona misteriosa le concede un montón de dinero para que estudie y se convierta en caballero, a cambio de poca cosa: que se siga llamando Pip y que no trate de averiguar quién es su benefactor. Os podéis imaginar que Pip acepta, aunque eso le suponga separarse Joe, que es su cuñado y amigo, una buena persona que acepta con generosidad el golpe de suerte de Pip. Y aquí empezará su nueva vida, aunque no viene a ser más que la misma vida, pero con otros problema no menores. Con estas pocas líneas les acabo de resumir la mitad de un libro de casi 700 páginas, aunque naturalmente pasan muchas más cosas, y en particular en el arranque del libro, cuando Pip, bajo amenazas, ayuda a un condenado que ha escapado de la prisión. Y hasta aquí puedo leer.

Casi 700 páginas que no se hacen largas en absoluto. Dickens escribió este libro por entregas, y lo fue publicando en una revista, y esa es una de las razones que consiguen que mantengas el interés en cada capítulo y no se te haga nada largo. Una de las razones, porque la otra hay que atribuirla a la historia en sí, como decía más arriba, un folletín en el que se van sucediendo los personajes, unos misérrimos y otros muy ricos, unos bondadosos y otros canallas, unos generosos y otros interesados, unos héroes y los otros villanos, y en el que no faltan las descripciones de la vida de una época y una sociedad tan reconocible como lejana de nuestra época actual. La tercera razón es que tenemos delante a un maestro de la novela, un clásico que no decepciona.

Tienen, como en otras ocasiones, más opiniones sobre este libro en  La mesa cero del Blasco, La originalidad perdida, en Lo que lea la rubia y en la propia página del Club, donde encontrarán la opinión de Juanjo. Hasta noviembre, creo, con Butcher’s crossing de John Williams. A ver qué nos depara.

Síndrome postvacacional

El síndrome postvacacional es como El Almendro, que vuelve a casa cada año. En el caso de los turrones, vienen por Navidad y en el caso de los turrados se presentan a primeros de septiembre, justo cuando las vacaciones se han terminado para la mayoría. La mayoría somos usted y yo, y si me apura soy yo sola. Cuestión de calidad, porque ¿a quién le interesa la minoría cuando se te han acabado las vacaciones?

La desconsideración con el prójimo es lo menos que te puede pasar con el Síndrome postvacacional. La supuesta enfermedad va desde una languidez melancólica que te impide querer o no querer, he ahí el dilema, hasta una subida de gemelos al encender el ordenador, pasando por muchos insomnios y casi ningún desvelo, porque se te acabaron las vacaciones y ya nada te importa. Ah, la vuelta de vacaciones, qué dura es.

Lo que también vuelve, junto con el síndrome post vacacional, es el experto de la radio que lo explica, el programa de televisión que lo trata y el articulista que lo comenta. O sea, que una de las características del síndrome postvacacional es que, de no existir, estaría ya inventado.

En realidad y si se paran a pensarlo detenidamente, el síndrome postvacacional es un artificio, un macguffin social. Es poco menos que mucha pereza y poco más que algo de calor, y lo uno te lo quita tu jefe en un par de minutillos y lo otro te lo curas cogiendo el agua de la nevera. El colmo de la ñoñería es llamarlo “síndrome” y sanitarizarlo -perdón por el barbarismo. O sea, tomarse en serio la palabra síndrome y creer que los bostezos matinales revelan indudables síntomas de depresión. Pero vamos a ver ¿Conocen ustedes a alguien que se haya curado de una depresión el viernes siguiente al lunes en el que le fue diagnosticada?

Y les he hablado del colmo de la ñoñería, que es impostada, pero luego está el colmo del autoengaño, que es real y resulta conmovedor. Hablo de los que vuelven un jueves para evitar pasar el lunes y que de todos modos pasarán el lunes, aunque sea el siguiente, porque los lunes siempre vuelven y porque, en el fondo, preferirán pasarlos aunque sólo sea para comprobar que siguen vivos y que conservan todavía su trabajo. Eso sí, cada año tienes que soportar sus explicaciones sobre el imaginario muletazo al calendario, mientras el síndrome postvacacional se apodera de ti hasta el punto de pensar que de verdad lo sufres y que tenía razón el experto de la radio.

En fin, vivimos en una sociedad con tendencias suicidas y que sólo sabe mirar vasos medio vacíos. Casi nadie repara en que uno vuelve de vacaciones con buen color, con la mente despejada, con el cuerpo cansado pero lleno de nueva energía y atesorando vivencias que se convertirán en extraordinarios recuerdos con el pasar de los años. Ya, ya sé que me he pasado con lo de atesorar vivencias, pero es que a mí el síndrome postvacacional me impregna de inquietudes líricas. Qué le voy a hacer, si casi no hay puentes de aquí a Navidad.

Volví el lunes y mañana es viernes. Lo dicho: un macguffin.