De madrugadas y de madrugones

atardecer-navasNo me gusta madrugar, para qué voy a engañarles. Y si le doy la vuelta a la frase, entonces me sale un principio de post rarísimo. Vean si no:

No me gusta engañarles, para qué voy a madrugar.

¿Ven cómo no sirve de nada intentar engañarles? En fin, continúo con lo mío. Decía que no me gusta madrugar, y aunque con la edad – ese reproche de los médicos – duermo menos, esto de que suene un despertador es algo que me parece un castigo divino. O algo peor: un castigo del infierno. Y yo no sé si el infierno existe, pero si es así y voy para allá cuando vaya al más allá (nótese que el infierno es el allá del más allá, así es que no quiero ni pensar dónde quedará el quinto infierno, y ya no digamos si hay que ir en una Low cost), pues eso, que si voy al infierno el castigo más adecuado será hacerme madrugar. Nada de calderas, eso es una parida: madrugar durante toda la eternidad, he ahí un castigo imaginativo, contundente y disuasorio de cualquiera de los 8 pecados capitales. Sí, son 8: el gobierno ha añadido el de pagar pocos impuestos. ¿Se les han puesto los pelos de punta? Pues oigan, apúntense a la caldera, no me cuenten su vida que hoy no estoy de humor.

No sé muy bien por dónde seguir, porque el asunto no da para mucho. Podría decirles que una cosa es madrugar y otra despertarse pronto, que es algo que se me acaba de ocurrir. Creo además que podría elaborar una teoría sobre la tontería, que no es lo mismo que una tontería sobre la teoría aunque en este caso concreto me temo que resulte indistinto decirlo al derecho o al revés. No, no he bebido. Verán, despertarse pronto es cuando un rayo de sol se filtra vigoroso por tu ventana, acaricia tu mejilla y, cuando roza tu párpado inferior, tus ojos se rebelan con decisión y se desperezan con dulzura para abrirse con tiento y percibir la luz de ese nuevo día que, virginal, se presenta ante ti para que lo llenes de circunstancias. Sin embargo madrugar es que te suene una mierda de despertador y tú te acuerdes del padre, de la madre y del tipo que inventó el amanecer, que es el que vive en el más acá del más allá, o sea, en Casa Dios.

Y si ya madrugar es el horror, madrugar en el poblachón es dramático. Porque a tu hora normal le debes añadir una más para llegar a Madrid y veinte minutos más para eventualidades, que pueden ser dos a saber: que te pille un atasco o que te pierdas por esos túneles del infierno de Galladón. He de decirles que yo hoy he evitado el atasco, pero se me han resistido los carteles de la M-30. Pero si vds pensaban que un madrugón en el Poblachón es sólo dramático, les diré que también es patético, porque a finales de agosto, a esas horas intempestivas, hace un frío de mil demonios.

Para colmo, hoy es jueves. Si al menos fuera lunes, lo mismo se me habría olvidado lo del madrugón. Vds disculpen…

PS: Naturalmente, la foto es de un atardecer. Yo de madrugada no estoy para muchas tonterías…

Un gemelo a la remanguillé

Pues aquí me tienen, postrada con un gemelo a la remanguillé en el final de mis vacaciones. No soy yo una persona a la que le entusiasmen las actividades de riesgo, que soy más de aficiones sedentarias, y como deportista, si exceptuamos la caminata mañanera por el campo, sólo me motiva un poco ir al padel a dejar que el tiempo siga su curso, que no es más que la manera cursi de decir que voy a pasar el rato. El médico me preguntó ayer la edad y al responderle lo que no esperaba me dijo que a ciertas edades corretear con una raqueta en la mano podía considerarse una imprudencia. Hombreeee, le dije, y me respondió muy serio que una cosa eran las apariencias, señorita, y otra el carnet de identidad. Eso mismo dice mi madre, sólo que a ella le mando a hacer puñetas, en parte porque se aprovecha para llamarme zangalotina, y también porque en caso del médico me pareció una muestra de consideración y cortesía.

No es grave, si no fuera porque la receta es reposo y nada de paseos con las perras por el campo, por no hablar de que lo de trotar detrás de una pelota está terminantemente prohibido en quince días. De todo ese tiempo me sobra al menos una semana, que vuelvo a trabajar el 28. Preocupado por la agenda, el médico me recomendó que, en ese caso, evitara todo disgusto con los clientes y previera con antelación cualquier presentación, que no era cosa de ir corriendo hasta la impresora. Miren por donde, la micro rotura de gemelo va a hacer de mí la ejecutiva ideal de cualquier empresa que, además de preocuparse por la salud de sus empleados, pretenda de ellos el mejor de los rendimientos.

Al salir del Centro de salud (que es la forma democrática de llamar al ambulatorio del poblachón) mi tía se fue a la farmacia a comprar todo el pack reparador que había prescrito el médico y cuando llegó al capítulo de bolsa para el hielo, la farmacéutica le dijo que, para un día de sesiones de 10 minutos, no se gastara el dinero y que usara para la labor una bolsa de verduras. Y ayer me pasé de esta guisa buena parte de la tarde: con una bolsa de guisantes debajo del gemelo. Yo no me quejo, que una princesa como yo sólo se queja del guisante si se lo ponen debajo de 7 colchones, pero mi madre esta mañana me ha aplicado hielo picado, como dios manda, para salvar no ya mi dignidad, sino la comida del lunes, que con jamoncito y ajo hacen de los guisantes uno de nuestros platos preferidos.

Esta noche tengo una cena y he mandado a que trajeran un bastón de mi padre, porque el poblachón sin salir de casa es demasiado para mi salud mental. Y entre que el que me han traído estaba desmochado y que me quedaba mal de largo, han ido a comprarme uno. Naturalmente, la relación robustez – precio ha primado sobre la estética, así es que por el módico precio de 14 euros iré a la cena disfrazada de tío Venancio. No tengo la menor duda de que el prospecto de los antiinflamatorios me prohibirán la ingesta de bebidas alcohólicas, así es que entre el outfit, la invalidez y el exceso de serenidad, puede ser una noche de lo más interesante. En fin, les dejo, que escribir tumbada es de lo más incómodo y yo, ya saben, no me permitiría nunca incomodarles.

¿Gibraltar? Bah

Tengo algunas razones para que no querer que Gibraltar sea de nuevo español. En primer lugar, creo que ya tenemos bastantes problemas de independentistas y nazionalidades como para añadir a 30.000 plastas más reclamando sus derechos de autonomía e independencia. Y por otra parte, el Estrecho es una cosa muy seria para dejarlo en manos de los españoles por un lado y de los moros por la otra. Que se pasee de vez en cuando una fragata británica por aquí con aires de vecino propietario me da tantas garantías como si hubiera tenido un primo grandullón y macarra en mi época de adolescente. Por lo demás, si los llanitos no quieren ser españoles, pues oigan, puente de plata. Y que lo que ha estado así 300 años puede estar otros 500, a mí me da igual. Siempre que no molesten y no nos perjudiquen, claro. Y ahí está el asunto, en mi opinión.

Pensar que en el sur de Inglaterra los españoles hubiéramos tenido un trozo de roca y lo hubiéramos ampliado para construir un aeropuerto, espigones, y no digamos haber tirado bloques de cemento al mar sin que hubiera llegado una cañonera de la Royal Navy y nos hubiera tirado un pepino de pólvora es ser un ingenuo. Incluso en estos tiempos tan blanditos, los ingleses no se andan con miramientos y sin necesidad de tener una lady que is not for turning, nos hubieran puesto en su sitio. Cosa que no hacemos nosotros con estos alcaldillos arrogantes que gobiernan Gibraltar. Pero nosotros somos un país con muchas carencias, entre ellas el honor, la inteligencia y un orgullo que sirva para hacer algo, y no solo para decir algo. Nuestra valentía se resume en pitar a una viejecita que cruza despacio el paso de cebra, y tenemos la Santa Bárbara sólo para acordarnos cuando truena.

Ya es una imagen muy manida la del Comisario Renault de Casablanca, cuando entra en el bar y se escandaliza “¡Aquí se juega!”, pero es el papelón de nuestro ministro Margallo, y antes que él, de todos los que han sido. Del contrabando y del blanqueo de dinero vive la Línea, y no es nuevo. Ahora sabemos que la arena con la que ganan terreno al mar sale de la playa de Fuentevaqueros, paraíso ecológico, ni más ni menos. ¿Qué razón moral podemos aducir los españoles para denunciar nada? ¿Es que antes de que tiraran bloques de cemento al mar no había contrabando de tabaco? Ahora nos escandalizamos porque vienen a nuestros hospitales sin pagar un puñetero duro de impuestos, porque viven aquí sin pagar aquí, porque por esa frontera entra de todo y nada bueno. ¡Aquí se juega! ¿Y? Pues “y” es que el ministro ya ha dicho que si quitan los bloques de cemento, relajará los controles en la frontera. O sea, que se les dejará traficar. Y un minuto después, pretende que alguien en Europa se crea sus denuncias sobre paraísos fiscales. Recuerda a aquello de Groucho: «si no le gustan mis principios, tengo otros». Es todo tan patético…

Apuesten sobre el final de esta historia. Después de todo este gorileo, acabará agosto, entrarán nuevas noticias, y a la vuelta de un par de meses, se nos habrá olvidado: Picardo seguirá siendo un hombre feliz, nuestros Ministros también, y aquí paz y después gloria. Y dentro de unos años (lo que da cubrir la eternidad) los bloques seguirán ahí, Gibraltar también, el contrabando también y la arena de las playas españolas serán arena de las playas gibraltareñas. Bah.

¡Alerta, calor en agosto!

Hoy hará calor. Un 19 de agosto parece normal tenerlo, aunque las televisiones abrirán sus telediarios comunicándonos la noticia. También hay que entenderlo: los periodistas y editores están en los estudios velando para que estemos permanentemente informados, y claro, como tienen puesto el aire acondicionado, se están enterando por los teletipos. Y luego los gobiernos civiles decretarán una alerta, que será amarilla si la temperatura varía respecto a los recomendables 22 grados, naranja si aprieta un poquillo el Manolo y roja si el asunto se aproxima a los 40. Bueno, yo digo el gobierno civil aunque no sé si esto es cosa del gobierno Central, de las autonomías, de las diputaciones o simplemente del funcionario del ayuntamiento encargado de sostener el termómetro, porque yo me imagino la tontería así de chusca:

– Venancio, que la cosa azul ha pasado la rayita roja
– ¿La de 25?
– No la de 30
– Ah, pues mira en el último bando-ley a ver qué alerta les ponemos

Yo no sé cómo es posible que en Sevilla no se les ha derretido la Giralda en todos estos siglos. Y es que los sevillanos, igual que el resto de españoles, en realidad no se habían enterado de lo que es el calor hasta que no han puesto en marcha el sistema de alertas. Sistema que incluye, además del aviso de las condiciones de temperatura, humedad y viento, unos muy aclaratorios consejos sobre la prevención, que consiste en hidratarse (que no es lo mismo que beber agua), ponerse a la sombra cuando se pueda, no llevar puesta la pelliza de piel de vaca en Agosto, y no dejar al abuelo en el coche mientras hacemos la compra en el Mercadona. También insisten en que no se haga deporte en las horas centrales del día, que eso es cosa que yo critico mucho porque no definen exactamente cuáles son las horas centrales del día. Y así no se puede. Nos van a coser a demandas y reclamaciones todos los deportistas al primer síntoma de calentura poco sudorosa, por lo que no descarto un nuevo impuesto al calor añadido. Pero vamos, en Córdoba nunca habían combatido tan bien la caloreta como ahora, una vez que les han explicado en Tele 5 que conviene bajar las persianas si empieza a dar el sol.

Como yo no sé muy bien si el poblachón depende atmosféricamente del cuadrante noroeste, del tercio norte o del centro peninsular, aquí me tienen, sacando una mano por la terraza para ver qué debo ponerme para llevarme el perro al campo. Pero por otra parte, no sé si a la vuelta me pillará ya la alerta naranja, así que voy a pensar en algún disgusto para volver llorando, que eso refresca siempre las mejillas. En cuanto a Curra, creo que le pondré la camiseta de algodón y una viserita muy mona verde de Gatorade que tengo yo por casa.

En cuanto a vds, les aconsejo que busquen una sombrilla para después de leer este post, a ver si además del calor les sobreviene una sugestión y se me marean. Y oigan, puestos a tener un desmayo, mejor a la sombra, dónde va a parar.

Arden las enésimas fiestas

De nuevo arden fiestas en el poblachón. Como cualquier pueblo, ciudad, aldea que se precie en España, aquí se celebran las fiestas propias, que son a principios de julio, y las generales del 15 de agosto, las de la Virgen. O sea, que somos un pueblo echado a perder pero muy bien arropado de santos, patrones, vírgenes y mantos. En fin, que todo lo que nos falta en ilustración, nos sobra en peanas. Ya tengo por ahí escrito que aquí no se quita el cartel de “Felices fiestas” en todo el año, aunque está justificado que no se quite en todo el verano. Este es el motivo por el cual en el centro del poblachón, y a pesar de los pinares, el aire puro y el viento serrano, no pega ojo nadie que se meta en la cama antes de las tres de la mañana. O más, que hay días con bola extra.

Vaya por delante que a mí me es indiferente por dos razones. En primer lugar, yo estoy de vacaciones y además, no vivo en el centro del poblachón, y en segundo, no me cuesta un duro, si bien el ayuntamiento de Madrid ya me cobra los botellones desde antes de llegar la Botella. Hay una tercera razón, y es que yo también me apunto a los tachundas, que para tomar unas copitas y mover un pié al compás del Francisco Alegre y olé (esto no falta nunca), siempre estoy motivada. En el poblachón, que es pueblo de importancia, tienen la estación de trenes bien separada del pueblo, por lo que conforma un barrio aparte. Y barrio aparte, tachunda aparte. Será por dinero. Estos últimos años, la asociación de vecinos pagaba a un grupito musical que interpretaba a los Beatles, y debo decir que el primer año el Yellow submarin me pareció muy rumboso, pero el tercero ya me acordaba hasta de la madre de Yoko Ono, por aquello de mi amor por lo asiático. Este verano, el ayuntamiento, que debe ser liberal al estilo español, ha tomado cartas en el asunto y nos ha regalado una orquesta más acorde con el tono general de las festividades pueblerinas. No recuerdo el nombre de la orquestilla, pero se llamaría Paraíso, o Cisne cuello blanco, algo con evocación romántica y protoglamurosa, o sea, lo que viene siendo arreglá pero informal. Las dos mujeres que alternaban el canto con los gritos raciales eran muy de patata revolcona y morcilla de arroz, o sea, muy del poblachón, y me llevaban unos leggins plateados y un top rosa fucsia que me dejó tan impactada que me ha costado trabajo dormirme. En fin, son los riesgos que una corre en verano, qué le vamos a hacer.

En realidad, yo no quería contarles todo esto, aunque ya que lo he escrito aquí se queda. Mi intención era detenerme en esas dos señoras tan peculiares que siempre te encuentras en los tachundas, con la permanente como de pelo frito y con collar de perlas que, muy serias, se ponen a bailar agarradas en cuanto empiezan los pasodobles. Viudas no son, que sus maridos las miran como miro yo una carrera de Formula 1, no sé si hipnotizados o aburridos, pero en todo caso sin entender nada, con una mano en el bolsillo del pantalón marrón y la otra sosteniendo un vaso de whisky con agua. Yo creo que esas dos señoras en realidad no existen, y son una aparición que tengo yo en cada tachunda que voy, ya sea en un pueblo u otro. Me parecen geniales, y tengo para mí que dentro de un par de generaciones habrán desaparecido. Me refiero al prototipo de bailantes, naturalmente. Si llego a los 70, me freiré el pelo y les tomaré el relevo. Ahora sólo tengo que buscarme un marido que beba whisky con agua, aunque si me lo permiten, intentaré que se olvide de lo del pantalón marrón, que tampoco hay que pasarse con las tradiciones.

Viaje del verano

Pues al final no me he ido a China. Un día después de contárselo a vds, en la agencia de viajes empezaron a marearme. Un viaje en teoría de 8 días se convertía, de facto, en uno de 5, el precio aumentaba cerca de un 20% y si queríamos ir vía París teníamos que cambiar de aeropuerto. Yo lo achaqué a que hay agencias de viaje en las que los dependientes que ayer estaban vendiendo sujetadores, hoy te están sacando billetes de trenes, pero no. Los especialistas, más serios eso sí, tampoco me acababan de poner las cosas fáciles, por medio el tiempo me empezó a comer por los pies y me encontré con una desproporción enorme entre el precio del viaje y la premura de la decisión. Y es que los españoles nos hemos acostumbrado a ir sin visado a todas partes, y cuando nos lo encontramos en el camino nos supone una deadline insuperable. En fin, sea: China estará siempre allí, chinos habrá siempre aquí, y otra vez será.

A cambio, he hecho un viaje realmente encantador, de emociones diferentes, emociones a veces muy potentes. Meter en el mismo viaje Boston, Filadelfia y Washington supone irse a visitar otro país, sí, pero también otra historia, porque te topas con señores con levita o peluca un poco por todas partes. Desde el Independence Hall de Filadelfia, al Capitolio de Washington, pasando por el State House de Boston, por ahí andaba la declaración de independencia y la Constitución de los EEUU recordándonos a cada momento lo que es un país que se respeta a sí mismo y en el que no se andan con bromas cuando se trata de respetar las leyes, y desde luego no se cambian para poder cumplirlas. Sí, ya sé, ya sé, lo de los drones, lo de Guantánamo, lo de elegir al memo de Bush, ya sé, ya sé. Pero he estado en un país en el que se hablaba de igualdad y libertad antes de que se tomara la Bastilla, en el que se honra a sus mayores, a su historia y a sus muertos, donde la costurera que se inventó la bandera tiene un memorial respetado por todos, y en el que los errores de su historia, sus episodios vergonzantes, se reconocen con serenidad y sin ánimo de revancha. Así que cuando aterricé en Madrid, volví a lo que somos: un país echado a perder.

Y aparte del “coté” cultureta y político, decirles que Boston es una ciudad muy elegante, Filadelfia una ciudad muy estilosa y Washington una ciudad muy XXL, y las tres son ciudades muy recomendables. Los aviones y los trenes se han comportado como deben, y hasta el tiempo nos ha querido respetar. Eso sí, el lunes tengo hora con el fisio para que me arregle el cuerpo, porque lo he traído desvencijado de tanto caminar. Al menos los dedos no me duelen, así es que tal vez empiece a actualizar el blog, que lo tengo abandonadísimo. Veremos si las vacaciones dan de sí también para esto. De momento les dejo una fotito conmemorativa, y de lo demás, ya veremos.

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Fuego en el monte: no hay perdón

Era un paisaje imponente. Un olor inolvidable a pino, a jara, a tomillo, a campo limpio, a campo sano, a campo libre. Venías de El Escorial por el puerto de la Paradilla, pelado y triste, y en el cañon del río Cofio todo cambiaba. Una curva daba paso a un bosque frondoso, y te internabas con el coche en uno de los pinares más grandes de Europa. Y abrías las ventanillas, daba igual que fuera invierno o verano, para respirar, para oler, para disfrutar.

No he sabido si le cazaron, y tampoco qué fue exactamente lo que pasó. El primer rumor apuntaba a un desalmado al que echaron de mala manera de las fiestas de Robledo, que gritó “os vais a acordar de mí”. Yo me acuerdo mayormente de su puta madre, pero para el caso es lo mismo. Llegaba el humo, lo veíamos desde la montaña de referencia, venía hacia aquí. Los bomberos y los voluntarios se dejaron la piel, pero aquello era demasiado gordo como para que no devastara monte y casas. Nos íbamos a acordar de él. Ya lo creo que nos acordamos.

Cuando ahora llegas al puente del Rio Cofio, te espera un monte pelado, desbrozado de los restos de pinos quemados y de la naturaleza calcinada. Tierra removida, ahora desde la carretera se descubre lo que había al otro lado de los pinos, malditas vistas de pueblos que siempre estuvieron ahí, escondidos detrás del bosque, disimulados por aquella carretera de ensueño.

Cada año le toca a alguien. Perturbados que no encuentran manicomio ni ley que los retire de la circulación para que no dañen más. Imprudentes que no encuentran explicación a la catástrofe, porque toda la vida llevan quemando rastrojos o haciendo estúpidas barbacoas. No se cuidan los bosques en invierno ni se sienta la mano contra aquel que lo destroza en verano. No tenemos perdón.

Jane Eyre, de Charlotte Brontë

Libro de Jane EyreHoy, día 1 de agosto aquí estamos, como cada primero de mes con el post del libro del Club de Lectura, ese club tan famoso a donde vais tan a menudo a leer nuestros post sobre libros. Este mes hemos leído un clásico de la literatura: Jane Eyre, de una de las hermanas Brontë. El libro lo propuse yo y tal vez debería dedicar unas lineas a explicar por qué. Pues veréis: lo propuse porque es un libro de color rojo con dorados que tengo en la librería desde hace un montón de tiempo y que me decía «léeme, léeme«. Si me hubiera dicho «cómeme, cómeme» no se me hubiera ocurrido ni por lo más remoto hacerle caso, que no es que sea yo muy gourmande pero todavía me queda algo de juicio y sobre todo algo de vista como para evitar la eventualidad de confundirlo con una Caja Roja de Nestlé. Pero leerlo me pareció una invitación, además de sugerente, bastante razonable, y lo propuse a mis co-bloggers que reaccionaron con un entusiasmo desmedido y cuyas reseñas valdrá la pena leer. Sólo os diré que, después de esto, tal vez al año que viene me dejen elegir algún libro…

Jane Eyre es una historia creo que bastante conocida, por el clásico de Joan Fontaine y Orson Welles en los papeles de Jane y Rochester, y luego otras adaptaciones más recientes al cine. Una muchachita huérfana que vive con su malvada tía ricachona que no la quiere nada, es enviada a un horrible orfanato en el que pasa muchas penurias, hambre, frío, en el que conoce la bondad y la prudencia y en el que se le curte el carácter y aprende lo suficiente como para poder optar a un puesto de institutriz en Thornfield. Esta es una mansión en donde vive el riquísimo señor Rochester, un hombre maduro, destemplado, rudo y muy baqueteado por una vida al principio desgraciada y luego algo disoluta. Rochester y Jane Eyre se enamoran perdidamente el uno del otro, pero la mansión guarda un secreto que hace que el amor, ya dificilillo de por sí debido a las diferencias de edad, clase social y relaciones laborales, se torne imposible porque… Y aquí me paro porque si sigo se la destripo y, la verdad, es una pena si no la conocen.

Yo no recuerdo la película, pero tengo para mí que, como en todas las adaptaciones, se pierden cosas. La novela es un folletín romántico, escrito en una época en la que recorrer 50 kilómetros te llevaba un par de días, los caballeros se vestían para la cena y en las tiendas se guardaban las medidas del pie para poder renovar de zapatos. Una época en la que se amaba con sinceridad, fervor y constancia, que son palabras que ya no se usan ni para ir a misa, y en la que Inglaterra era como un pueblo en el que todos aquellos que procedían de buenas familias se conocen los unos a los otros. Pero una época dura, muy dura, de tremendas desigualdades, que ya no existe y que si no se leen libros como éste difícilmente podemos imaginar.

Jane Eyre es una mujer prudente, pero franca, orgullosa, en el fondo rebelde y apasionada y sobre todo independiente, una mujer que dice: «las leyes y los principios no son para observarlos cuando no se presenta la ocasión de romperlos, sino para acordarse de ellos en los momentos de prueba, cuando el cuerpo y el alma se sublevan contra sus rigores…”. Un pensamiento muy victoriano que sin embargo convive con este otro: «Se supone generalmente que las mujeres son más tranquilas, pero la realidad es que las mujeres sienten igual que los hombres, que necesitan ejercitar sus facultades y desarrollar sus esfuerzos como sus hermanos masculinos, aunque ellos piensen que deben vivir reducidas a preparar budines, tocar el piano, bordar y hacer punto, y critiquen o se burlen de las que aspiran a realizar o aprender más de lo acostumbrado en su sexo…» Un párrafo revolucionario para la época, y muy especialmente por haber sido escrito por una mujer. Y es que Jane Eyre es considerada una novela que sitúa a la mujer más cerca de lo que conocemos hoy que de lo que eran sus coetáneas.

En fin, a mí me ha gustado mucho la historia, he pasado miedo, he sentido sorpresa con los giros de la trama y la he leído con mucho interés hasta el final. Y eso que me la he leído casi al sprint, como los malos estudiantes. No como mis co-boggers, cuyas reseñas encontraréis, como siempre, en La mesa cero del Blasco, en Lo que pasa en mi cabeza, en La originalidad perdida y chez Delenda est Carthago. Y a lo largo del mes, en vuestro blog preferido de libros Club de lectura.

Os dejo con el trailer de la película protagonizada por Michael Fassbender en el papel de Rochester, para que os distraigáis un poco después de este une reseña que, después de todo, me ha salido más larga de lo esperado.