Lady Di hace veinte años

Hace 20 años, cuando Lady Di se mató en el Pont de l’Alma, era sábado de madrugada y yo estaba en una discoteca en el poblachón. Me enteré por mi amiga María Angeles y todavía no sé cómo se enteró ella, aunque supongo que habría venido a la discoteca de otro bar en coche y por el camino encendió la radio. Nunca se lo he preguntado, no lo recuerdo y no tengo ninguna otra explicación para una época sin Facebook, ni WhatsApp, ni Twitter. Móviles sí llevábamos, eso sí, aunque no creo que Buckingham Palace le enviara un SMS: quién sabe si todavía no estarían durmiendo.

Cada vez que se habla de la muerte de Lady Di yo me acuerdo de Maria Angeles contándoselo a todo el que la quería escuchar, a unas horas y en unas condiciones etílicas que se prestaban a cualquier cosa menos a la truculencia del cuore. Mi imaginación ha reconstruido el recuerdo y ahora parece que la veo dando gritos y clamando porque nadie la creía («que es verdad, tía, que Ladi Di se ha matado en París, qué fuerte»), y yo me veo con una copa en la mano, quizá la última de esa noche, diciéndole que no se tenía que creer todo lo que se decía en la radio.

El siguiente recuerdo que tengo es en la piscina de un pueblo cercano (en el poblachón las piscinas públicas cierran religiosamente el 1 de septiembre) leyendo la prensa con todo el despliegue sobre el suceso y sobre la vida de la princesa. La manera de leer la prensa entonces no tenía nada que ver con los usos actuales, ni en lo que se refiere al lector ni a las coberturas, aunque el histerismo ante el strip-tease de según qué acontecimientos no creo que haya cambiado demasiado desde hace 20 años.

Lady Di siempre me pareció una lánguida, aunque después de separarse de Carlos de Inglaterra igual se espabiló un poco. O un mucho, tampoco seguí su vida como para ser capaz de saber si se le pasó la ñoñez poco a poco o de golpe. Lo que parece indiscutible es que su imagen mejoró mucho cuando alguien la convenció  para que se cortara el pelo bien cortado y mirara a la cámara de frente sin ladear la cabeza como si fuera un perrito de aguas pidiendo que le tires la pelota. Y lo que le convirtió en mito fue sin duda su muerte, que fijó su vida y la engrandeció: para convertirse en mito, por lo general se necesita vivir más y hacer más cosas. Pero es que los símbolos se construyen en el tiempo en el que toca vivir, no después. Creo.

En fin, creo que este fin de semana le pediré a mi amiga Maria Angeles que me ponga al día sobre Lady Di. Seguro que me cuenta cosas que no sabía, aunque no sean verdad. O sea, como la tele esta noche.

Entre bolardos

Las voces de políticos y guitarristas del Imagine nos dirán que no van a conseguir doblegarnos ni cambiarán nuestra manera de vivir. Pero de momento vivimos entre bolardos. La furgoneta que nos trae el pan también nos puede traer la muerte y de seguir así, tendrá menor riesgo cruzar la calle que pasear por una peatonal. Cantemos todos: no, no, no nos moverán. 

Desde el 11-S ya han cambiado nuestra manera de vivir, porque no hemos sido capaces de cambiar nosotros la manera de vivir que traen estos psicópatas en sus países, en su origen y en la llegada a nuestras tierras. Porque la cosa termina con una pandilla de veinteañeros jugando a las bombonas de butano, pero empieza por un padre que vive sin esfuerzo de una subvención y que pasa sus días fumando y mirando bovinamente nuestra vida sin intentar comprenderla. Y por una madre tapada de pies a cabeza que tampoco entiende nada de una sociedad que se dice libre, pero en la que vive con los mismos derechos de facto que en su miserable tierra. Y le dirán a su hijo: no, no, no nos moverán, aunque sin cantarlo.

Son ellos o nosotros. Es su puta hijab o mis pantalones cortos. Podemos acoger a muchos refugiados de esos infiernos, podemos dar la bienvenida al inmigrante que viene a trabajar y a prosperar, y yo estoy muy a favor de ello, que nadie lo dude. Y eso no debería ser incompatible con hacerles ver, desde el mismo momento en que pasan la frontera, que su odio, su mierda mental, su asquerosa ideología disfrazada de piedad religiosa se queda a ese lado de la frontera. Que una cosa es importar el cous-cous y otra que una mujer no pueda salir de casa sin taparse. No se trata de poner leyes especiales para ellos, sino para sus delitos irracionales, para su enfermiza voluntad de querer construir nuestro futuro con su repugnante presente. Muchos de sus comportamientos y palabras son equivalentes a los de un nazi paseando una esvástica, y de él nunca creeríamos sus cuentos sobre un mundo nuevo mejor. Ese es el nivel. No hay soluciones mágicas, pero el principio no está cuando empiezan a fabricar la bomba.

Si se hubieran puesto bolardos en las Ramblas, habrían encontrado cualquier paseo marítimo lleno de niños para atentar. Del mismo modo que la muerte está en sus cabezas y no está en la furgoneta o en el cuchillo que usan, nuestra defensa no está en los bolardos, sino en nuestras convicciones y en nuestra capacidad para imponerlas (¡sí, imponerlas!) con mano muy dura, con intransigencia, con el mismo fanatismo e incluso violencia que utilizan ellos. No puede haber ningún diálogo y ninguna componenda, no deben poder escapar por ningún derecho que nos hayamos dado. Su vida tiene que resultar imposible, sus ideas un infierno en nuestra sociedad. Odio y rabia, y llamarles hijos de puta hasta que nos duela la boca. Será eso o vivir entre bolardos, y esperar al último pelotón de soldados, en realidad un retén de policías.

Catorce familias desoladas y un centenar sin vivir pensando en la recuperación de sus familiares. Un país sobrecogido, conmovido, apenado. Los que han caído son nuestros caídos. Sus caídos, cucarachas inmundas que hay que barrer después de aplastarlas y después de sacarlas de sus agujeros y de localizarlas en la cocina y el salón. Esos bichos, los verdaderos infieles de nuestra civilización.