Tal vez pensaban que me había olvidado de ustedes y que ya no les hablaría más de los libros que iba leyendo. Lo mismo hasta estaban contentos. Pero no, no: casi cada día, desde aquel 3 de junio, o tal vez desde ya entrado agosto, me decía que tenía que actualizar, que si no se haría bola, que se me acumularía el trabajo. Tampoco es para tanto, me iba diciendo, si total estás leyendo poco, si total llevas un ritmo de tortuga, si total luego esos post aburren da igual que pongas un libro que cien, si total nadie te lee. Aunque esto de «si total nadie te lee» lo tengo muy asumido desde que abrí el blog. Debo decir que la cosa se queda en un «casi nadie», que todavía quedan algunos buenos lectores heroicos que deben de entrar y salir horrorizados con las telas de araña que tiene el blog. Pero en fin, al lío. No me entretendré mucho en ellos, una pincelada y una nota, que si no se va a hacer muy largo.
Cuando aparecen los hombres, de Marian Izaguirre. Se trata de una novela un poco extraña, está escrita en varias voces y tiempos y no sé si la autora no se mete en un poco de lío de estructura. Fácil no te lo pone, vamos. En la novela se van entremezclando las historias de tres mujeres, a través de las cartas que lega una, los recuerdos de otra y la vida de la protagonista. Está bien, no había leído nada de esta autora y no me importaría repetir, aunque he leído por ahí que esta novela es la mejor que tiene. Esperaremos entonces.
El arte de ser feliz, de Shopenhauer, un librito de estos que te ofrecen en la caja de las librerías. El autor no escribió este libro de una sentada, sino que es una recopilación de pensamientos que fue haciendo a lo largo de su vida y dejándolos por aquí y por allá, y que ahora se recopilan. Ofrece cincuenta reglas, que no son pocas, aunque la mayoría no se seguirán en el mundo actual por pereza, por las prisas y porque nadie se leerá esto. Hoy en día, ser feliz es un derecho, y, claro, así nos va. Pero el autor nos propone la sabiduría de los siglos concentrados en la modestia, la resignación y la generosidad. Finalmente, la felicidad es la ausencia del dolor y para notarla, te tiene que doler algo. Está muy bien, léanlo si se lo topan.
La España Vacía, de Sergio del Molino. Un libro que me decepcionó un poco, debo decir. La España vacía es esa España rural y deshabitada, descuidada, olvidada y al mismo tiempo recurso de las fantasías de los urbanitas que sueñan con un mundo sin ruido ni prisas, pero que luego se vuelve muy incómodo, hasta el punto de tener que salir huyendo. Tiene una primera parte yo diría que muy buena, pero luego se enreda con teorías políticas y alguna digresión algo molesta (el carlismo y Joaquín Luqui en el mismo razonamiento cuesta mucho), que le hacen pegar un bajón serio al libro. Luego remonta, pero para entonces ya tienes la cabeza llena de desconfianza. Yo lo recomiendo, aunque con algún reparo.
Padres e hijos, de Ivan Turgenev, un clásico de la literatura rusa. Un pelín apolillado, este tipo de novelas te tienes que proponer leerlas para no abandonar. En la novela se cuenta la historia de dos jóvenes nihilistas e idealistas (idealistas del nihilismo, con que imaginen la confusión que les ronda) confrontados con la sociedad y con la anterior generación, aunque para mí que lo que tienen es una edad del pavo que les dura más de la cuenta. Un drama ruso muy ruso y muy drama, con descripciones muy de detalle de la sociedad rusa del XIX y comportamientos de los personajes que hoy nos parecen marcianos (y probablemente también nos lo parecerían en el XIX). Pero tiene su punto, la novela, no crean que no.
Los perros duros no bailan, de Pérez-Reverte, que me regaló mi tía por mi cumpleaños. No soy devota de Pérez-Reverte, pero es un libro de perros después de todo y por eso el regalo. Es la historia de un perro que fue de pelea y que ahora vive su vejez como guarda de una obra y que se ve envuelto en una intriga de secuestro de otros perros. La aventura le lleva a descubrir una trama de mafias que se dedican a las abominables peleas de perros y no les cuento el final que no debo. Es una novela de intriga, de buenos y malos, con protagonistas especiales (¡perros!), y, aunque alguno muere (lo que me debería haber impedido leerla), se lee con agrado. Está muy bien y es muy distraída, desde luego.
El tiempo entre costuras, de María Dueñas. Pues no, no la había leído. Debía de ser yo la única española con esa tara. Y me gustó mucho, y me sorprendió para bien. Esta mujer sabe escribir, y la novela está armada para enganchar. ¿Un defecto? Pues que la alarga quizá demasiado. Yo creo que a la novela le sobran unas cien o doscientas páginas, y llega un momento que estás deseando que se acabe ya de una vez, pero por lo demás está muy bien y me gustó.
Dónde vamos a bailar esta noche, de Javier Aznar. Resulta que este autor y yo tenemos una amiga en común, y lo tenía pendiente. Este verano me lo recordó esta amiga y me lo bajé en un viaje a Colombia que hicimos juntas. Perfecto para el viaje, porque se trata de post, o de artículos del autor, independientes entre ellos, pero divertidos y agradables de leer, que tratan de lo divino y lo humano, relatos, recuerdos, reflexiones, con el sello del gentleman, del hombre de mundo, de un tipo elegante.
Sobre la leyenda negra, de Iván Vélez. Pues este libro lo recomendaron en un podcast sobre libros de RNE, creo, que escuché este verano, y me lo apunté y… un horror, en serio. Es un libro mal organizado, mal ordenado y muy farragoso. Y el tema es interesante, no crean, pero. Ni se les ocurra, un petardo.
El orden del día, de Eric Vuillard. Lo ponían por los cuernos de la luna en un suplemento cultural. Vamos, que si no lo leías se te caerían los dientes o el pelo, o algo. Y aun sin eso, el libro es un Goncourt y yo le tengo mucha fe a ese premio. Y buf. Pero buf, buf, buf. Trata de la «conspiración» urdida para llevar el nazismo al poder, de cómo los grandes poderosos y los políticos melindrosos estaban detrás de aquello, y nos lo cuenta como si nos acabáramos de caer de un guindo. El autor quiere saldar cuentas pendientes, vale, y está mega indignado, vale, pero le sale un panfleto burdo, una pataleta de mal autor que aromatiza todo el libro. Igual mejor debería haber escrito un ensayo, aunque el resultado, de todos modos, hubiera sido un panfleto. La buena noticia es que es muy cortita, pero es un libro muy prescindible. In short, es una porquería.
Voces de Chernobil, de Svetlana Aleixievich. Maravilloso libro. Me lo recomendó hace mucho mi querida Paula y ahí estaba pendiente en el Kindle. La autora da voz a todos aquellos silenciados después del accidente de la central nuclear. Y a través de esas voces, sabemos de la mentira, de la desinformación, del desprecio por la vida de los habitantes de los pueblos circundantes, del florecimiento del mercado negro, del permanente recuerdo de la guerra, de la estupefacción de la población (el átomo malo era el de Hiroshima, no el de la central), de la chapuza de la construcción, de la muerte, de la destrucción de todo lo vivo, de la destrucción del futuro, de la pena, de los porqués y de los sinsentidos. Da mucha, mucha pena, pero lo considero un imprescindible.
Farenheit 451, de Ray Bradbury. Otro clásico. No soy muy amante yo de las distopías. Esta al menos te deja algo tranquila, porque está escrita en 1953 y, mira, no ha pasado nada de lo que se imaginaba el autor: un mundo en el que los bomberos queman libros, porque éstos conducen irremediablemente a la infelicidad. Como en toda distopía, lo que importa es el escenario casi más que los personajes, aunque en este caso, si nos olvidamos del mundo horrendo que presenta el autor, nos encontramos con una novela casi policíaca, con persecuciones y crímenes y emoción. Pero el decorado no deja de ser la sociedad enferma a la que se llega por la obsesión por la igualdad (no nacemos iguales, nos convertimos en iguales), la masificación, el hedonismo, el rechazo de la controversia y del pensamiento. Una muy buena novela, sin duda.
Y ya está. Con este ritmo de escritura creo que la próxima cita será en Navidad. No apuesten.
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