Grandes esperanzas, de Charles Dickens

grandes esperanzasHoy toca hablar del libro del bimestre del Club de lectura. En realidad hoy no tocaba, pero ya saben: las vacaciones. Bueno, las vacaciones y que esto de leer un libro cada dos meses parece que relaja cualquier preocupación por atender a las fechas, si es que quedaba algún atisbo de algo cercano a la preocupación. Ya saben ustedes que pertenecer a un club supone acatar las normas, y los cinco aguerridos participantes de este club hemos optado por eliminarlas casi todas. Voy al libro y no les entretengo más.

¿Quién no ha conoce Grandes esperanzas, la obra cumbre de Dickens? Pues hombre, conocer, lo que se dice conocer, pienso que casi todo el mundo, aunque leer, lo que se dice leer, yo misma no lo había leído. Y lo recomiendo, porque es una novela bien bonita, bien folletinesca, y bien distraida. Y como diría aquel ¡Es Dickens!

El argumento es de sobra conocido y si no, ya se ocupan los editores de ponerlo en contraportada y en la publicidad de las versiones de películas que se han hecho sobre esta novela (ninguna de las cuales he visto). Se trata de la historia de Pip, un niño huérfano y pobre que vive con su hermana, que lo educa “con la mano” –o sea, dándole estopa- y lo mantiene porque no le queda más remedio. Pip es un niño bondadoso pero no feliz, que sueña con convertirse en caballero para, entre otras cosas, enamorar a Estella, que es una niña estúpida, arrogante y bastante imbécil a los ojos de lector. Esta tal Estella aparece en casa de Miss Havisham, que es una ricachona loca perdida por un antiguo mal de amores y que llama a Pip a su casa para ver si logra distraerse con algo que no sea la propia Estella u otros niños que no le caen tan bien como Pip.

Un buen día, Pip recibe la visita inesperada de Mr Jaggers, un mandado de la Sra Havisham que le comunica que una persona misteriosa le concede un montón de dinero para que estudie y se convierta en caballero, a cambio de poca cosa: que se siga llamando Pip y que no trate de averiguar quién es su benefactor. Os podéis imaginar que Pip acepta, aunque eso le suponga separarse Joe, que es su cuñado y amigo, una buena persona que acepta con generosidad el golpe de suerte de Pip. Y aquí empezará su nueva vida, aunque no viene a ser más que la misma vida, pero con otros problema no menores. Con estas pocas líneas les acabo de resumir la mitad de un libro de casi 700 páginas, aunque naturalmente pasan muchas más cosas, y en particular en el arranque del libro, cuando Pip, bajo amenazas, ayuda a un condenado que ha escapado de la prisión. Y hasta aquí puedo leer.

Casi 700 páginas que no se hacen largas en absoluto. Dickens escribió este libro por entregas, y lo fue publicando en una revista, y esa es una de las razones que consiguen que mantengas el interés en cada capítulo y no se te haga nada largo. Una de las razones, porque la otra hay que atribuirla a la historia en sí, como decía más arriba, un folletín en el que se van sucediendo los personajes, unos misérrimos y otros muy ricos, unos bondadosos y otros canallas, unos generosos y otros interesados, unos héroes y los otros villanos, y en el que no faltan las descripciones de la vida de una época y una sociedad tan reconocible como lejana de nuestra época actual. La tercera razón es que tenemos delante a un maestro de la novela, un clásico que no decepciona.

Tienen, como en otras ocasiones, más opiniones sobre este libro en  La mesa cero del Blasco, La originalidad perdida, en Lo que lea la rubia y en la propia página del Club, donde encontrarán la opinión de Juanjo. Hasta noviembre, creo, con Butcher’s crossing de John Williams. A ver qué nos depara.

Madera de Cela, de Tomás García Yebra

Madera de celaEste es un libro sobre Cela y no precisamente un panegírico, que para eso ya están los periódicos celebrando el centenario de su nacimiento. Está escrito por Tomás García Yebra, un autor que lo conoce bien y que ya escribió sobre el premio Nobel hace algunos años en otro libro, Desmontando a Cela, en el que nos hablaba de la utilización de negros (o de mulatos) por parte del escritor y de las sospechas de plagio en algunas de sus obras. Sobre este asunto, por cierto, también escribió Umbral en su día en Cela: un cadaver exquisito, pero eso es algo sobre lo que el mundo literario y periodístico siempre ha pasado de puntillas, no fuera que les cayera alguna cruz que no se pudieran luego quitar de encima. De esas cruces, de ponerlas y llevarlas, sabía mucho Cela, y para muestra ahí está la de San Andrés, sin ir más lejos…

Tomás García Yebra arranca el libro retratando el ambiente del fallo del premio Planeta que Cela ganó en el 94, una deliberación a la que asistió en primera persona. Nos hace ver, con mucho sarcasmo pero también con algún deje de pesar, cómo estos premios están dados por anticipado y cómo todo lo que rodea ese mundillo de premios literarios es un cambalache. O un quilombo, elijan ustedes la figura. Inmediatamente después, Tomás García Yebra pasa a explicar la historia oculta de la novela con la que Cela ganó el Premio Planeta, La cruz de San Andrés. Y lo cuenta con pelos y señales. Cómo Cela (o sus ayudantes) copió la trama, personajes y hasta frases de otro manuscrito también presentado a concurso por Carmen Formoso, quien le llevaría después a los tribunales. Y también cuenta cómo, en la misma novela, Cela revela el plagio de manera críptica, probablemente en venganza hacia su propio entorno, que es quien le impulsa a presentarse al premio con la seguridad de que lo ganaría y engordaría su cuenta corriente. Presentarse a aquel premio, con aquel libro, fue «un error», como reconocería el propio Cela.

Este es un libro con altibajos, pero se advierte en él un conocimiento profundo del personaje, de la persona y de la obra literaria. El autor no puede esconder la admiración que en fondo profesa a Cela, y así hace un repaso de su obra y de su vida, sin olvidar sus últimos años «marineros», y recopila muchas citas y anécdotas. En el libro también inserta, en giros muy propios de García Yebra, algunas escenas imaginadas que son un puro disparate, como es un encuentro con Dios, que se lamenta de no haber ganado el Planeta, o una conversación delirante y muy divertida con el cadáver del propio Cela, que va desintegrándose entre invectivas y arranques muy propios del personaje. Estas digresiones, realmente imaginativas, rebajan un poco la evidente labor de documentación e investigación del autor, que a ratos parece cansado de su propio libro. Yo, sin embargo, sí le agradezco estos pasajes: es preferible reposar la imaginación en estas cosas antes que en la certeza de que Cela, de no haber mediado su muerte, habría terminado intercambiando su pedantería y ordinariez con Yola Berrocal en cualquier programucho de la televisión. Porque Cela -en mi opinión- no escribía para ser leído, sino para ser comercializado.

Tomás García Yebra reconoce a Cela su capacidad para crear y trabajar la materia prima, las letras, su condición de estilista y de maestro del lenguaje, pero también lamenta la deriva de un autor que se olvidó de narrar y de crear personajes en beneficio del propio estilo, hasta llegar a la afectación y la vaciedad de sus últimos libros. También se adentra en el análisis del personaje, que se apodera de la persona, y que termina siendo en los últimos años una caricatura de sí mismo. Es el Cela que casi todos recordamos: un personaje grotesco y mal encarado, un soberbio y un grosero o, como probablemente diría él (aunque no de sí mismo, naturalmente), un gilipollas.

El libro está editado por Funanbulista, en una edición cuidada y con un formato de buen papel y muy original. Un libro peculiar y arriesgado, a contracorriente de la corrección cultural, o sea, de todo ese papanatismo que Cela explotó con maestría y de la que se aprovechó a lo largo de su ovacionada carrera literaria. Léanlo, que les divertirá.

La gran migración, de H.M. Enzensberger

«No es necesario que esperemos la llegada de los bárbaros. Siempre han estado entre nosotros.»

la gran migraciónHans Magnus Enzensberger es un ensayista alemán del que no había oído hablar nunca hasta que la madre de Paula, uno de los componentes de este agónico Club de lectura, lo eligió para que lo leyéramos y comentáramos este año. Nos lo propuso sin atender a nuestros gustos y sobre todo sin tomar en cuenta nuestras exigencias, cada vez más maniáticas, caprichosas, irreconciliables y… desnortadas: «Ahí lo lleváis, hijos, a ver si aprendéis algo de la vida y dejáis de quejaros». Ea.

Se trata de un libro cortito, no llegará a las 80 páginas, estructurado en 33 capítulos que en realidad son acotaciones del autor en torno al tema de la migración. Está escrito con una prosa limpia, nada enrevesada, que te permite seguirle en sus razonamientos sin dificultad. Unos razonamientos sobre los que deja al lector darles la profundidad que quiera darles. A mí eso me gusta mucho: en esta época de “canutazos”, leer algo escrito reposadamente se agradece, la verdad.

Veamos. Dos pasajeros que no se conocen de nada están en el compartimiento de un tren en el que se ha instalado cómodamente desde hace un par de horas. De pronto entran otros dos pasajeros, y los dos primeros establecen una relación de grupo frente a los dos nuevos a los que consideran invasores, extranjeros, intrusos. Este comportamiento, profundamente humano, parece indicar la necesidad sedentaria del hombre. Y, sin embargo, el ser humano siempre ha estado en continuo movimiento, en continua migración, lo cual supone en sí mismo el caos, el conflicto. Para evitar matarse demasiado entre ellos, los hombres han dado en agruparse en etnias, tribus, o en grupos más o menos homogéneos. Pero el conflicto permanece porque la idea de forastero permanece también, igual que la idea de individuo. Cuanto más artificial es el origen, más precario e histérico resulta el sentimiento nacional (el racismo se basa en una identidad precaria).

Enzensberger en sus acotaciones nos dice que nadie emigra sin que medie el reclamo de una promesa. También que emigran los audaces, pero también los más débiles y que a la postre, la emigración empobrece al país que ha consentido que mediaran las condiciones de esa migración. En cuanto al país receptor, acepta la migración cuando falta trabajo, pero no cuando sobra, y en ese sentido, el mercado negro laboral actúa con una lógica inversa al mercado negro de bienes.

El potencial migratorio es enorme, nos dice, y no le falta razón. Pero hace una reflexión sobre el estado multicultural, que niega en rotundo, por cuanto una cosa es la integración y otra la asimilación. Ningún inmigrante abandona del todo la cultura y costumbres de las que procede; el problema es cuando se cae en la ideologización de las minorías, los marginados se agrupan, invierten las reglas del juego y se encierran en su identidad minoritaria, lo que provoca a su vez el rechazo, en un círculo vicioso del que no acabamos nunca de salir.

También tiene unas cuantas acotaciones sobre el asilo y rechaza la distinción entre el inmigrantes por razones económicas y los perseguidos políticos. Se pregunta, no sin razón, que cuál es la diferencia. Cualquier tiranía, cualquier guerra, lleva aparejada el hambre y la miseria de una parte de la población, y distinguir eso es ponerse muy estupendo (bueno, Enzenserberg no lo dice así, pero yo les hago el resumen).

En fin, a mí me ha gustado por lo que tiene de reflexión y de dejar pensar. En este sentido, no preconiza soluciones, porque muchas veces se pregunta cuál el problema que hay que resolver. Sólo constata que el potencial migratorio es enorme, y nos deja sus acotaciones para que nosotros reflexionemos antes, después o en vez de ponernos a hablar como loros en la barra de un bar. Si se lo topan, léanlo.

Tienen (o tendrán) otras opiniones sobre el libro La mesa cero del Blasco, La originalidad perdida, en Lo que lea la rubia y en la propia página del Club, donde encontrarán la opinión de Juanjo (o no). Hasta septiembre, creo, con Grandes esperanzas, del gran Dickens.

Caperucita, segunda temporada

Dos coches patrulla se cruzan en la puerta de la verja que da acceso a la casa. La tanqueta se ha situado en el jardín. De su tripa han salido seis guardias civiles de la Unidad Especial de Intervención armados con fusiles de asalto y ahora están apostados rodeando el edificio. Otros tres guardias se colocan a los lados de la puerta que da acceso a la vivienda dispuestos a tirarla a golpes si fuera necesario.

−¡Guardia Civil! ¡Salga con los brazos en alto! −ordena el comandante que está al frente de la operación.

Cuando baja el altavoz quiere quitarse de la mente la escena que acaba de presenciar hace una hora. La cesta boca abajo; el queso aplastado bajo las huellas de unas sucias pezuñas; el pastel desmigajado en el sillón; los cristales rotos de un tarro de miel que se mezclan, pringosos, con los jirones de aquella capa roja desgarrada. Y el cuerpo de aquella niña, aquel cuerpecito inerte…

Fuera del recinto una brigada de antidisturbios empieza a acordonar la calle. Poco a poco se congrega la multitud: una extraña mezcla de curiosos, periodistas y fotógrafos. Un joven apostado en la lejanía narra los acontecimientos a una cámara que sólo le enfoca a él.

La puerta entonces se entreabre. Asoma la cara una mujer que se deja ver con una prevención que se diría timidez. Entonces se oye su voz chillona, quizá enfurecida. La mujer parece acorralada.

−¿Qué quieren? ¡Déjenme! ¿A quién buscan?

A una señal, los guardias que escoltan la puerta se retiran, sin bajar las armas. El comandante retoma la iniciativa:

−Buscamos a la madre de Caperucita ¡Identifíquese!
−¡Yo soy la madre de Caperucita! ¿Por qué me buscan?
−Su hija ha muerto, señora. Y también ha muerto una anciana a la que no hemos identificado aun. Las ha matado un lobo esta mañana. ¡Salga con los brazos en alto!

La mujer termina de abrir la puerta y se derrumba lentamente. Ya de rodillas se echa las manos a la cara, sin poder creer. Los guardias bajan las armas despacio y la tanqueta apaga el motor. Se la oye decir, entre sollozos, “no, no, la niña no, no puede ser”, mientras le colocan unas esposas en las muñecas.

−Señora, acompáñeme a la Comandancia, está usted detenida. Se le acusa de doble homicidio por imprudencia. Tiene derecho a guardar silencio… −va recitando el guardia mientras la ayuda a levantarse.

Fuera, el murmullo se ha convertido en un barullo de reivindicación. Las voces suben de tono. Un hombre con una camisa basta, de cuadros, se abre paso hasta situarse en primera fila. Mira, feroz, al retén de antidisturbios mientras despliega una pancarta: “¡Salvemos al lobo!”

El príncipe, de Nicolás Maquiavelo

el_principeHoy vengo a hablarles del segundo libro del año del Club de lectura. Llego tarde para publicar este post, porque les pedí a mis compañeros que me esperaran hasta el martes porque no lo había terminado, y luego el martes se me pasó escribir (las emociones del fútbol, ya ven). O sea, lo que le faltaba al club: el desorden. Y ahora voy a la reseña.

El príncipe es uno de tantos libros conocidísimos y citadísimos que en realidad ha leído poca gente. Se comprende poco cuando ves que se trata de un librito de apenas 130 páginas, pero se entiende mucho mejor en cuanto se recorren las diez primeras: es muy aburrido. Y es que Maquiavelo lo escribió como un regalo a Lorenzo de Médicis –a quien llama Vuestra Magnificencia– con el fin de aconsejarle a partir de su propia experiencia y la observación de la historia, y no para distraer al público. Así es que Don Lorenzo o cualquier otro príncipe le encontraría al libro la utilidad y el interés que a mí me falta. No es de extrañar: tengo poco de princesa, aunque, la verdad sea dicha, me chiflaría que alguien me llamara Vuestra Magnificencia.

Pero he subrayado cositas, no crean. Porque me he aburrido, sí, pero he procurado entender lo que me estaban contando, aunque no me sirva de mucho. Ah, y una cosa: les comunico que la clase política española, y diría que europea, no han transitado esas páginas ni por asomo. Vean, vean, y extraigan conclusiones:

“ Cuando los males se prevén, admiten remedio; pero si se espera a que se presenten, no se logrará el remedio, haciéndose incurables”.

“… es indispensable ganar a los hombres o deshacerse de ellos. Si se les causa una ofensa ligera, podrán vengarla; pero aniquilándolos, quedan imposibilitados de tomar venganza”

“Nunca debe dejarse empeorar un mal por temor a la guerra, pues al cabo ésta no se evita y sólamente se dilata en daño propio”.

“El príncipe que procura el engrandecimiento de otro, labra su propia ruina; porque para ello ha de emplear su fuerza o su ingenio y estos dos medios despiertan sospechas en el ánimo de aquel que ha llegado a poderoso”

“Los daños deben hacerse todos de una vez, porque cuanto menos se repitan, menos hieren; y los beneficios conviene ejecutarlos poco a poco, para que se saboreen mejor”.

“Así, el príncipe que quiera triunfar debe saber ser malo, y usar este conocimiento si lo necesita para defender sus intereses” (esta parte tampoco la han leído, pero intuitivamente han sabido llegar a ella)

“Un príncipe deseoso de ser alabado por su generosidad, no repara en ninguna clase de gastos, y para mantener esa reputación suele verse obligado a cargar de impuestos a sus vasallos y echar mano de todos sus recursos fiscales, lo que no puede menos que hacerle odioso, además de que, agotado el tesoro público con su prodigalidad, no sólo pierde su crédito y se expone a perder sus estados al primer revés de la fortuna, sino que al cabo cosecha más enemigos que amigos […] Siempre será mejor ser poco generoso que serlo demasiado: puesto que lo primero, aun cuando no parezca elegante, no acarrea, a lo menos, como lo segundo, el aborrecimiento y el desdén.

«Algunos disputan acerca de si es mejor que el príncipe sea más amado que temido: y yo pienso que de lo uno y de lo otro necesita. Pero como no es facil hacers entir en igual grado a los mismos hombres estos dos efectos, habiendo de escoger entre uno y otro, yo me inclinaría por el último con preferencia.»

“Bástale para no ser aborrecido respetar el patrimonio de sus súbditos […] porque es preciso confesar que más pronto olvidan los hombres la muerte de sus parientes que la pérdida de su patrimonio.»

Y aquí, la prueba definitiva:

«Procurará el príncipe proteger la virtud, honrar a los que sobresalen en cualquier arte, fomentar en sus conciudadanos el tranquilo ejercicio de sus profesiones y oficios, lo mismo en el comercio que en la agricultura, y en todas las demás actividades a que los hombres se dedican, para que no se abstengan: unos, de mejorar sus haciendas por temor a que se las quiten, y otros, de abrir nuevas vías al comercio por miedo a los impuestos.»

En fin, léanselo que no les hará daño, aunque tengan cuidado con la edición que escogen. Buscando las citas en versiones digitales, me he llevado la sorpresa de comprobar que la edición que manejaba yo (Colección Edime, 1965) se parecía a las otras como un huevo a una castaña, con giros, frases y sentidos muy diferentes en algunos casos entre ellas. Vean un ejemplo, casi al final del libro, en el que una comparación inocua entre la fortuna y la mujer se convierte en un párrafo que parece escrito por un psicópata –aparte de perder todo el sentido:

– Edición Edime 1965: «Más vale ser atrevido, porque la fortuna es mujer y gusta más de la fuerza que de los miramientos. Y, como mujer, amiga de la juventud, porque los jóvenes son audaces y vehementes.»

– Edición digital Austral, traducción Eli Leonetti: «Estoy convencido de que es mejor ser impetuoso que prudente, porque puesto que la suerte es como una mujer, para someterla hay que pegarla y maltratarla. Y se puede ver que se deja vencer más fácilmente por los que actúan así que por los que proceden fríamente, y por eso, como mujer que es, siempre es amiga de los jóvenes, porque son menos cautelosos, más fieros y la gobiernan con más audacia»

En fin, algunos editores lo único que maltratan (por Austral) es la gramática…

Como siempre, tienen otras opiniones en La mesa cero del Blasco, La originalidad perdida, en Lo que lea la rubia y en la propia página del Club, donde encontrarán la opinión de Juanjo, o no. Hasta julio, que volveremos con La gran migración, de H.M. Enzensberger.

El puñal. Yo versioné a Borges sin respeto

Pues resulta que en un cajón de mi casa hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a finales del siglo XIX. Luis Melián Lafinur, un jurista de medio pelo pariente de mi padre, se lo trajo ni más ni menos que de Uruguay. Evaristo Carriego, otro amigo suyo poeta, lo tuvo una vez en la mano y soltó aquel ripio atroz: “El puñal que Lafinur te trajo del Uruguay, no es un puñal astur sino de Toledo, que es más guay.”

Quienes ven el puñal no pueden evitar jugar un rato con él. Se ve que les gusta toquetear un puñal tan chulo y enseguida se les va la mano a la empuñadora, que está ya muy sobada. Y entonces todos se ponen a meter y sacar el puñal de la vaina, dicen que para comprobar la precisión.

El puñal, por su parte, quiere otra cosa. Si tuviera vida, preferiría alejarse del cajón. Los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin más preciso y mucho más emocionante, como es clavarse en la espalda de cualquiera. El puñal eterno es el que anoche mató a un ñeta en Alcobendas y es el puñal que mató a Julio César a la entrada del Senado de Roma. Y es que el puñal quiere derramar sangre.

En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, el puñal sueña que es un tigre atado a un poste y que va a llegar cualquier fulano y, zas, pone el metal a bailar. Tanto ánimo tiene que habría sido capaz de tomar por homicida incluso al pobre Evaristo Carriego, aunque, teniendo en cuenta los poemas que perpetraba, lo normal es que el asesinado hubiera sido el propio Evaristo.

A veces me da lástima el puñal. Tanta dureza, tanta fe, y los años pasan, inútiles. Igual me animo un día y me lo llevo a la oficina.

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Mis disculpas. Para leer el texto original, haz clic AQUÍ.

Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift

Tal vez se pregunten ustedes qué fue del famosísimo Club de lectura que animaba los primeros de mes de este blog. También conocido como el Club de Tortura, cinco pacientes lectores escribíamos un post sobre un libro, leído a lo largo del mes precedente. Tal vez se hayan preguntado qué ha sido de esos post en los que se reflejaba el gusto irreconciliable de estos cinco lectores, que sólo nos pusimos de acuerdo en dos rarísimas ocasiones para alabar el libro, pero que, por el contrario, siempre formábamos generosas mayorías para poner a caldo al autor del mes. Quizá piensen ustedes que hemos abandonado y que encima lo hemos hecho a la francesa, o sea, sin una palabra de despedida y con un mutis disimulado por el foro. Pues no, aquí estamos de nuevo.

Sí, ya sé que no es primero de mes y que en enero y febrero el tiro fue al agua, pero ya se lo explico yo. Para empezar, hemos decidido leer sólo 6 libros este año, uno cada dos meses, por aquello de seguir en el baile pero reduciendo el ritmo. Y si estamos publicando la reseña un 22 de marzo es porque uno de nosotros ha estado trabajando en un punto perdido de la selva amazónica hasta hace un par de días, y desde allí resultaba muy azaroso ponerse a colgar una entrada. De hecho, la selva es un lugar ideal para colgar muchas cosas, desde un candil hasta una tarántula, pero una entrada del club de lectura solo potenciaría la tentación de colgarse uno a sí mismo, y esto no parece razonable. Para decirlo todo, que luego me regañan, el periplo amazónico de uno de nuestros miembros (cualquiera diría que hemos enviado un brazo al Brasil por DHL) me ha venido estupendamente, porque el retraso me ha permitido terminarme el libro a paso de tortuga, disfrutándolo como es debido. Y es que Los viajes de Gulliver es un libro que me ha encantado. Sin más, doy paso a la reseña.

Viajes de GulliverLos viajes de Gulliver es el típico libro que uno se lee en versión infantil cuando tiene unos doce años. Eso si se lo lee. Forma parte de esa colección de libros conocidísimos de los que todo el mundo habla sin haber leído cabalmente, y cuando digo cabalmente quiero decir enterándose de algo. Y así, uno habla de Gulliver y se acuerda de Liliput y poco más. Pero hay mucho más en este libro.

Gulliver en realidad emprende cuatro viajes, y por el azar de un naufragio o de un ataque pirata o enemigo, termina en cuatro lugares fantásticos que revelan sociedades muy distintas a la europea, lo que le da pie a hacer una crítica feroz de la sociedad en la que vive, sus instituciones políticas e incluso del ser humano en general.

El primer viaje es en efecto a Liliput, un país con escala de 1:12 en el que los habitantes miden un palmo. La diferencia de tamaño permite a Gulliver ayudar a los habitantes de Liliput a ganar una guerra a Blefuscu, un país vecino, que después le acoge cuando los liliputienses empiezan a desconfiar de él. Las envidias, que son muy malas.

El segundo viaje es a Brobdingnag (espero haberlo escrito bien), en el que, por el contrario, sus habitantes son gigantes. Este libro es quizá el más angustioso, porque Gulliver se tiene que enfrentar a monstruosos gorriones, por ejemplo, y porque cualquier despiste puede hacerle morir aplastado. Los habitantes, grandullones, son bastante inocentes, aunque nada comparado con los que encuentra en el tercer viaje, un país en una isla voladora, flotante, en la que los habitantes sólo están preocupados por la música y las matemáticas, hasta el punto de tener que llevar al lado a un “sonador”, es decir, a un individuo que les espabila para que no pierdan el hilo de la conversación. Debajo de la isla voladora hay una ciudad en la que los hombres se dedican a inventar cosas absurdas que luego no llevan nunca a la práctica. Y en este viaje visita varias islas, cada cual más fantástica, mientras intenta llegar a Japón para coger un barco que le devuelva a Europa. En una de ellas, unos magos le dan la posibilidad de hablar con personajes de la historia…

“…Pedí que apareciera ante mí el senado de Roma en una gran cámara, y en otra, frente por frente, una asamblea de representantes de hoy en día. El primero parecía una asamblea de dioses y semidioses; la otra, un hatajo de buhoneros, carteristas, bandoleros y matones…”

Bien. Además de ser una crítica feroz, este libro, publicado en 1726 en Inglaterra, es de rabiosa actualidad en España.

El último de sus viajes es al país de los Houyhnhnms, caballos que hablan y que constituyen una sociedad perfecta en la que no existe la mentira, ni la prisa, ni el dinero, así que no hace falta  gobierno, ni guerras, ni jueces… Una sociedad por encima de los Yahoos, humanos que provocan en Gulliver un profundo repelús por su inmundicia y suciedad, por su salvajismo, que desprecia y odia,  y también con ello le suscita el convencimiento de que el ser humano no tiene remedio. Es el libro más pesimista y más desasosegante de los cuatro, con el que da fin a sus viajes asegurando, en el epílogo, que son verdad. En fin, habrá que estudiar con mayor atención las lecturas de los satélites.

Yo no me esperaba un libro así, y desde luego no recordaba nada de todo esto. Tengo un recuerdo vago de haberlo leído en mi infancia, aunque casi con seguridad se trataría de algún cuento disfrazado o de una versión amable de Gulliver jugando con muñequitos. Sin embargo, me parece un libro de adultos para leer despacio y disfrutar de su ironía y su crítica. Y aunque la prosa es un poco anticuada y engolada, se deja leer y yo lo recomiendo fervorosamente.

Tienen como en otras ocasiones (ya no diré como cada mes), otras opiniones en La mesa cero del Blasco, La originalidad perdida, en Lo que lea la rubia y en la propia página del Club, donde encontrarán la opinión de Juanjo. Hasta mayo, que volveremos con El príncipe, de Maquiavelo.

Sobre la facultad de aburrir

«Si nuestras primeras tentativas en la búsqueda de interlocutor no han dado fruto, es decir, si nos hemos dado cuenta de que cuando hemos tratado de contar algo a la gente la hemos aburrido, la primera enseñanza del fracaso será su aceptación. Lo cual ya supone un triunfo no pequeño, porque hay mucha gente que se muere sin haber llegado a reparar en si está martirizando o no a los demás con sus historias…»

«A los profesores hay que fingir que se les atiende, se expliquen como se expliquen, cuenten el cuento como lo cuenten. Y la coacción convierte el menester de escuchar en un tormento. El «prohibido bostezar» debía estar sustituido por la conquista real de esa atención aletargada y esquiva, por un decirse el profesor, aunque no lo escribiera en ninguna pizarra: «vale bostezar. Pero aquí no va a tener ganas de bostezar nadie». Debían enseñarnos a ostentar ese bostezo disimulado, para que le sirviera de aviso y no de ofensa al que lo recibe; debían enseñarnos desde niños a abominar de lo aburrido como de la peste. No de lo complejo o de lo profundo o de lo triste, sino de todo lo que no estimula el afán de participación, porque está mal contado. Contado desde la desgana, por cumplir. Pero, como nadie puede dar lo que no tiene, para eso tendrían que dejarse de aburrir las personas mayores [por los adultos]. Que se suelen aburrir como tigres. Y por eso aburren tanto.»

 

Extraído de El cuento de nunca acabar, de Carmen Martín Gaite. Me parece que tiene tanta razón…

 

 

Por qué fracasan los países, de Daron Acemoglu

AcemogluEste es el último libro del año del Club de Lectura, un año realmente para olvidar. Tanto que no sé yo si el club sobrevivirá a este 2015 que empezó, casi como una premonición, entre limones, un título muy a tono con el premio que damos al peor libro del año. Leerse aquella tontería ni siquiera sirvió para despejar la incógnita de qué libro ha sido más horrendo en estos últimos 12 meses, decisión que estará muy reñida.

Hoy vengo a hablarles de un libro que debería haberse quedado en un sencillo paper, aunque igual le falta algún que otro dato. Se trata de un libraco de más de 500 páginas y que es un ensayo pesado y repetitivo que he terminado abandonando, cansada de leer ochenta veces cada argumento para sostener la misma idea, con repasos de la historia que son eso, un repaso (pero muy repaso), y sin que el autor consiguiera interesarme lo más mínimo con lo que me estaba contando. Tal vez es que ha llegado a mis manos en un momento de desgana para abordar un libro de estas características, o tal vez es que el autor es un ser sin infancia ni adolescencia, yo no lo sé y no me quiero preocupar por averiguarlo. Pero una vez llegados al primer tercio del libro, he colapsado y me he puesto a leer otra cosa.

Yo no le quito la razón al autor ni pongo en duda la teoría que aborda el libro, que indica que la causa de que haya en el mundo países pobres lo tienen las instituciones políticas, que cuando son extractivas y desincentivan la actividad y el progreso privado provocan pobreza. Nada nuevo bajo el sol. Lo que pasa es que, hasta donde he leído, trata el asunto con la profundidad del estanque de ranas de la Plaza del Pinsapo, una plaza del Poblachón en cuyo estanque se cayó Curra una vez y sólo se mojó las patas. Todo esto lo pongo para ponerle emoción a la reseña, no vayan ustedes a creer que Curra se cae a los estanques. Curra se tira, porque es una gran amante del agua estancada, ya sean charcos o recipientes de mayor entidad. ¿Se hacen ya una idea del libro o sigo con los renacuajos?

Para no se vayan de balde, y ya que han llegado hasta aquí, les copio lo que dice la editorial del libro:

¿Qué determina que un país sea rico o pobre? ¿Cómo se explica que, en condiciones similares, en algunos países haya hambrunas y en otros no? ¿Qué papel juega la política en estas cuestiones?

Que algunas naciones sean más prósperas que otras, ¿se debe a cuestiones culturales?, ¿a los efectos de la climatología?, ¿a su ubicación geográfi ca? No, en absoluto.

 Ninguna cuestión relativa a la prosperidad de un país está relacionada con estos factores, sino que proviene de otro mucho más tangible: la política económica que dictaminan sus dirigentes.

Son los líderes de cada país, afi rman los reconocidos profesores Daron Acemoglu y James A. Robinson en este libro, quienes determinan con sus políticas la prosperidad de su territorio, y así ha ocurrido en todos los períodos de la historia, como demuestran en este apasionante estudio.

Sinopsis

Nogales (Arizona) y Nogales (Sonora) tienen la misma población, cultura y situación geográfica. ¿Por qué una es rica y otra pobre? ¿Por qué Botsuana es uno de los países africanos con mayor desarrollo y, en cambio, países vecinos como Zimbabue, Congo o Sierra Leona están sumidos en la más desesperante pobreza? ¿Por qué Corea del Norte es uno de los países más pobres del mundo y Corea del Sur uno de los más prósperos?

Por qué fracasan los países responde a estas y otras cuestiones con una nueva y convincente teoría: la prosperidad no se debe al clima, a la geografía o a la cultura, sino a las políticas dictaminadas por las instituciones de cada país. Debido a ello, los países no conseguirán que sus economías crezcan hasta que no dispongan de instituciones gubernamentales que desarrollen políticas acertadas.

Asimismo, los autores responden a las siguientes cuestiones:

• China está creciendo a un ritmo trepidante. ¿Hasta cuándo podrá seguir creciendo al mismo ritmo? ¿Acabará por aplastar al mundo occidental?

• ¿Hasta cuándo será Estados Unidos una potencia mundial? ¿Su sistema económico es apto para competir en las próximas décadas?

• ¿Cuál es el mejor método para sacar de la pobreza a millones de personas? ¿Realmente las ayudas de Occidente ayudan a erradicar las hambrunas?

A través de una cuidada selección de ejemplos históricos y actuales (desde la antigua Roma pasando por los Tudor y llegando a la China moderna) los reconocidos profesores Daron Acemoglu y James A. Robinson harán que usted vea el mundo, y sus problemas, de un modo completamente distinto.

Con este libro, como decía más arriba, se termina el año. Veremos qué nos depara el 2016, si es que nos depara algo. Tienen, como cada mes, otras opiniones en La mesa cero del BlascoDelenda est CarthagoLa originalidad perdida y en la propia página del Club, donde encontrarán la opinión de Bichejo

A cien millas de Manhattan, de Guillermo Fesser

A cien millas de ManhattanDía primero de mes y un nuevo libro del club de lectura, cuya lista de este año se está haciendo realmente interminable. En esta ocasión, A cien millas de Manhattan, un libro en el que Guillermo Fesser hace un diario de su vida en Rheinbeck, un pueblecito de Nueva York. Allí se va con su familia a vivir en 2002, y nos cuenta lo que le parece curioso o lo que cree interesante que sepamos de la sociedad y de la vida en América.

Diré que empecé el libro con mucho optimismo, porque yo oía sus crónicas en Onda Cero y me gustaban mucho. No las calificaría como interesantísimas y memorables, y si me perdía alguna tampoco iba a buscarlas con avidez a la lista de podcast, pero siempre me parecía que contaba cosas curiosas y con gracia. El libro no es lo mismo, o tal vez sí: crónicas periodísticas de relleno y poco más.

Fesser empieza su libro en agosto y divide los capítulos en meses. Yo he llegado a mayo, y ahí ya he abandonado, en el 63%, cansada de coger el Kindle como si levantara una losa de veinte kilos, harta de encenderlo suspirando, sin el menor interés y ninguna motivación por saber qué es lo siguiente que me iba a contar este hombre. Porque aparte de presentarnos las vidas de sus anodinos vecinos, el frío que hace, cómo y por qué quita la nieve del tejado, sus conversacones con el barbero y su incomprensible devoción por las calderas de vapor de Nueva York, el libro es una crónica que si te la cuentan de tu pueblo tiras el kindle por la ventana. Pero Fesser, en modo «salí del pueblo por primera vez y hay que ver la de cosas que vi», nos hace un relato asombrado para que nos asombremos. Oh, cómo se hace la crema de arce; oh, a qué sabe la carne de bisonte; oh, en qué momento comen pan los americanos; oh, de qué forma distribuyen sus comidas; oh, qué calor hace en los apartamentos de Nueva York; oh, qué curiosos son los funerales. Crónicas periodísticas que son como esos sorbetes que te tomas entre platos para no confundir sabores.

Y por otra parte, siendo Fesser la mitad de Gomaespuma, uno esperaría un libro divertido, pero tampoco. Las anécdotas están contadas con el envaramiento del que está haciendo crónica, y sólo me ha hecho reír un poquito cuando nos cuenta la cascada de decisiones en que se convierte pedir una hamburguesa en un restaurante, como si eso no sucediera en muchos restaurantes de Madrid o como si la idea no estuviera más que trillada. Y digo esto porque es lo que se me viene a la cabeza ahora, porque ya se me han olvidado la mitad de las anécdotas y cosas hay escritas en el libro.

En fin, un libro irrelevante escrito a partir de experiencias y asuntos también irrelevantes que ya te han contado, o ya has vivido, o que has leído, o que conoces no sabes por qué, y que si no conoces, o no lo has leído o vivido es tal vez porque no merece ninguna de las tres cosas. Ni es un libro de viajes, ni es un libro explicativo de una sociedad, ni es un libro de divulgación, ni es un diario, ni es nada. Agua, y del grifo.

De todos modos, pueden leer otras opiniones sobre el libro, como siempre, en La mesa cero del BlascoDelenda est CarthagoLa originalidad perdida y en el blog del club, en el que encontrarán la opinión de Bichejo. A ver si ahí les convencen para leer este libro. Por mi parte, yo les recomiendo que se busquen otra cosa para distraerse.