Dos coches patrulla se cruzan en la puerta de la verja que da acceso a la casa. La tanqueta se ha situado en el jardín. De su tripa han salido seis guardias civiles de la Unidad Especial de Intervención armados con fusiles de asalto y ahora están apostados rodeando el edificio. Otros tres guardias se colocan a los lados de la puerta que da acceso a la vivienda dispuestos a tirarla a golpes si fuera necesario.
−¡Guardia Civil! ¡Salga con los brazos en alto! −ordena el comandante que está al frente de la operación.
Cuando baja el altavoz quiere quitarse de la mente la escena que acaba de presenciar hace una hora. La cesta boca abajo; el queso aplastado bajo las huellas de unas sucias pezuñas; el pastel desmigajado en el sillón; los cristales rotos de un tarro de miel que se mezclan, pringosos, con los jirones de aquella capa roja desgarrada. Y el cuerpo de aquella niña, aquel cuerpecito inerte…
Fuera del recinto una brigada de antidisturbios empieza a acordonar la calle. Poco a poco se congrega la multitud: una extraña mezcla de curiosos, periodistas y fotógrafos. Un joven apostado en la lejanía narra los acontecimientos a una cámara que sólo le enfoca a él.
La puerta entonces se entreabre. Asoma la cara una mujer que se deja ver con una prevención que se diría timidez. Entonces se oye su voz chillona, quizá enfurecida. La mujer parece acorralada.
−¿Qué quieren? ¡Déjenme! ¿A quién buscan?
A una señal, los guardias que escoltan la puerta se retiran, sin bajar las armas. El comandante retoma la iniciativa:
−Buscamos a la madre de Caperucita ¡Identifíquese!
−¡Yo soy la madre de Caperucita! ¿Por qué me buscan?
−Su hija ha muerto, señora. Y también ha muerto una anciana a la que no hemos identificado aun. Las ha matado un lobo esta mañana. ¡Salga con los brazos en alto!
La mujer termina de abrir la puerta y se derrumba lentamente. Ya de rodillas se echa las manos a la cara, sin poder creer. Los guardias bajan las armas despacio y la tanqueta apaga el motor. Se la oye decir, entre sollozos, “no, no, la niña no, no puede ser”, mientras le colocan unas esposas en las muñecas.
−Señora, acompáñeme a la Comandancia, está usted detenida. Se le acusa de doble homicidio por imprudencia. Tiene derecho a guardar silencio… −va recitando el guardia mientras la ayuda a levantarse.
Fuera, el murmullo se ha convertido en un barullo de reivindicación. Las voces suben de tono. Un hombre con una camisa basta, de cuadros, se abre paso hasta situarse en primera fila. Mira, feroz, al retén de antidisturbios mientras despliega una pancarta: “¡Salvemos al lobo!”
Hola,
cualquier día en las noticias algo así, cualquier día. Me refiero a lo de «salvemos al lobo». Qué barbaridad.
Muy original forma de contarlo.
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