Cortinas

Una cortina no es una puerta. No tiene mirilla, ni dintel. No tiene quicio, ni bisagras. No tiene pomo, no tiene umbral. No hace clac.

Las cortinas no cierran el paso, tan sólo lo disimulan. A veces lo incordian. Uno aparta la cortina cuando se cruza en su camino como el que se quita una mosca de la cabeza, con cierta molestia, con un algo de desprecio, y con mucha desgana. Uno aparta la cortina con el dorso de la mano, como un mal pensamiento.

Una cortina corta es tan ridícula como un pantalón pesquero. Y una cortina larga es tan sucia como una escoba sin recogedor, o como una alfombra sin levantar, o como un plumero sin sacudir. Es como una falda larga sin miriñaque que una mujer pinza con indolencia para subir unos escalones, igual que se pinza un pelo para quitarlo de una mesa.

La cortina es la puerta de los pobres.

Hay otras cortinas. Las cortinas de humo, que también son un manto, y que esconden la verdad de miradas curiosas y de miradas interesadas. Y de miradas limpias. Las cortinas de humo son, como la tinta de calamar, una evasión cobarde. También existen las cortinas de acero, que por brutales se dan en llamar telón, palabra que fuera del teatro provoca escalofríos.

Y por último hay cortinas de agua. Estas cortinas son el resultado de una bonita cascada, de una fuente elegante o de una lluvia imponente. El agua les aporta verdad. Y uno puede querer abrazar esa cortina, pero se encontrará abrazado a sí mismo aunque el dibujante intente hacer trampas.

(Ilustración de Gervasio Troche)

para escrito

Máquinas de vending (con Christian Gálvez de invitado)

Que levante la mano quien no haya visto nunca a una persona enfurecida dando patadas a una máquina de vending que se ha quedado con su dinero y no le ha dado la mercancía. No pediré que levante la mano quien lo haya hecho alguna vez porque este es el típico comportamiento que sólo hacen los demás.

Sin embargo, tengo para mí que pegarse con una máquina de vending es algo relativamente corriente. Por regla general está terminantemente prohibido darle golpes porque la máquina puede estropearse para siempre. Pero no siempre uno se puede contener. O eso imagino. Un cúmulo de contrariedades puede hacer entrar en combustión a cualquiera, y así personas muy serenas pueden convertirse en basiliscos que traten de hacer una llave de sumo a una de esas máquinas del infierno. Ya digo que es algo que sólo hacen los demás. Pero nada impide imaginar. Sólo imaginar…

Imaginemos, pues. Tú estás una tarde, tarde, terminando ese informe que te tiene frita y se te ocurre que te vendría bien parar y acercarte a la cocina de la empresa a comprarte un kitkat.  Así es que coges el bolso, abres el monedero, coges el último eurillo que te queda suelto y, hala, a comprar.

Cuando llegas a la máquina del kitkat, clinc, echas la moneda y te la devuelve. Clinc, lo intentas de nuevo y nada, te la devuelve otra vez. Te fijas un poco y descubres que tiene una lucecilla roja encendida: vaya, no devuelve cambio. ¿Cuánto vale el kitkat? 65 céntimos. Bien, decides sacarte un botellín de agua de la máquina de al lado, que son 35 céntimos. Es verdad que ya tienes otro botellín entero encima de la mesa, pero bueno, el agua nunca está de más. Clinc, metes tu euro en la máquina y, vaya por Dios, la lucecita también está roja.

Te quedas con tu euro en la mano y… está bien, sacaré un café, qué remedio. Sí, es un poco tarde para café, pero ese aguachirri no te despierta ni aunque te lo tires por la espalda ardiendo. Allá vas. ¿A ver qué tenemos? Ajá, cogeré un cortado de vainilla, uno de los hawaianos extra sabor superoloroso que son 35 céntimos. Clinc. ¿Cómo? ¿No hay? Bueno, pues cogeré el otro cortado. Clinc. Ahí va, el otro cortado es colombiano sabor puro del café de los Andes y son sólo 30 céntimos. ¿Qué hacer? Miras la máquina y, como por milagro, encuentras la solución: además del café malo, sacas un vaso vacío que son 5 céntimos. Clinc.

Ya está, ya tienes tus 65 céntimos exactos, además de un café cortado que no quieres y un vasito vacío que no necesitas. Pero tendrás tu kitkat. Clinc, clinc, clinc, pum, botón del kitkat. Momento emocionante y la mar de rítmico. Unas lucecillas azules se van encendiendo hasta formar un círculo que se mueve como el cursor de un ordenador cuando piensa. Una vuelta y otra hasta que las lucecillas azules se paran. Y aquí hago un pequeña parada para imaginar cómo describiría este momento Christian Gálvez:

La mujer, con aire cansado pero intrigada y al mismo tiempo expectante por el resultado de sus arrojados desvelos, y vestida con una ajustada camisa blanca de llamativos cuadros grandes rosas y un discreto traje de chaqueta azul marino tenue, degustaba mentalmente pero con fruición el sabor crujiente y sincero de aquel sabroso y crocante kit kat crepitante que se hacía esperar con melancolía pero al mismo tiempo con un alborozo de estremecimiento restallante, mientras que su ajustado zapato negro de tacón juicioso tamborileaba al ritmo que su delgado pié izquierdo le ordenaba, no sin antes garantizar, sin ningún género de duda, o con algún género, que para eso era la duda, que su igualmente fino pie derecho asía su cimbreado cuerpo al suelo de apesadumbrado cemento gris pulido, que había costado 400 euros el metro cuadrado y que habían hecho instalar el 14 de diciembre de tres años antes, justo cuatro días después del aniversario de bodas de la tía materna por parte de abuela de Leonardo da Vinci

Ya sigo yo, que no quiero que se duerman. Entonces el kitkat empieza a moverse dentro de su estante mientras lo empuja un gancho de metal. Suena un bzzzz. Un bzzzz muy aspiracional. Bzzzz, bzzzz, tu kitkat se acerca. De pronto, la máquina deja de hacer bzzzz.  Tu kitkat no ha caído. El gancho se retrae. Tu kitkat no ha caído. El gancho ha vuelto a su sitio. ¡Tu kitkat no ha caído!

¡Demonios!

A ver, que levante la mano quien no haya visto nunca a una persona enfurecida dando patadas a una máquina de vending que se ha quedado con su dinero y no le ha dado la mercancía.

Árboles señalados

Hay que ver qué altos son estos árboles, iba yo pensando en mi paseo de esta tarde. Estamos tan habituados a verlos que no nos damos casi cuenta de que la copa de algunos llegaría hasta un tercer o cuarto piso.  Yo no he visto nunca un secuoya, que son árboles que pueden medir lo mismo que un edificio de 20 ó 25 alturas, o quizá más, no sé, ya les digo que nunca me he cruzado con un árbol así en persona. Pero me encantaría ver uno, aunque probablemente no me sacaría la clásica foto abrazándolo, no soy yo muy de abrazar árboles, no me motiva. Supongo que me pondría al lado de uno, y ya con eso se vería la diferencia de tamaños.

Cuando llegamos al Poblachón, hace la tira de años, crecía un abetito muy mono en la acera que da a la plaza de la urbanización, pegado a uno de los edificios de apartamentos. Con el pasar de los años el abeto fue creciendo y creciendo y ahora ya desde el salón de la casa de mi amiga Yolanda, que es un segundo piso, no ven un pimiento.  Tampoco ven nada desde la terraza, que está inundada con las ramas del árbol. Descorren las cortinas y ahí sólo hay abeto.

– Te recojo hacia las siete, tú estate pendiente para bajar cuando me veas pasar con el coche.

– Pero que no veo la plaza, macho, que no veo la plaza con el puñetero arbolito de los cojones. Cuando llegues, te bajas tú del coche y me llamas por el telefonillo.

Alguna vez le he oído decir que deberían cortarlo. Incluso alguna noche ha afirmado que iba a hacerlo ella misma, en persona, con un hacha, chuf, chuf, un par de escupitajos a las manos y hala, a talar. Y que no hay derecho a esa invasión abeteril; que se diría que viven en medio del bosque; que hay días de verano, con las ventanas abiertas, que se sientan a comer y parece que están de picnic; que aquello es un nido de bichos y de pajarracos y que, en definitiva, odia el árbol. Es muy exagerada, mi amiga Yolanda, y un poco radical. Total, los árboles son la salsa del bosque, el epítome de la vida en el campo.

– ¿El epítome has dicho? ¿El epítome de la vida en el campo? ¿Pero tú eres idiota?

Qué falta de comprensión. A mí el único árbol que me ha dado mala vida es el de unos vecinos del poblachón, y sólo un par de veranos, cuando vivíamos en la que había sido la casa de mi hermana. El vecino tenía un bonito chalet con árboles de tronío y había uno que me destrozaba los atardeceres, porque en mi terraza se ponía el sol tres horas antes que en el resto del poblachón y además, sin mediar paisaje melancólico. Pero nunca se me ocurrió que había que cortarlo, desde luego, aunque sí que había días que, cuando se cernía la sombra y tenía que abandonar una cálida tarde de lectura al sol, aquel árbol me provocaba reacciones muy parecidas a las de mi amiga Yolanda.

– El puto arbol, macho, qué cruz con él, el frío que da.

Hoy, cuando cargaba la chimenea, me ha venido a la cabeza que, eso que quemamos, quizá fue una encina majestuosa, un roble joven o un pino valiente. Árboles anónimos de los que sólo he visto los pedazos. Y me ha dado por pensar en la suerte que tienen los árboles de los que se puede hablar, a veces árboles intocables que han esquivado la justicia, el mérito y la oportunidad de echarlos abajo. Arboles señalados, como señalados están los que acaban en la chimenea, aunque con otro tipo de señal.

Un texto sobre la vergüenza ajena

No es siempre, y no es por todo. Es sólo a veces y por algunas cosas. Lo normal es que me sienta acompañada, acompasada, acomodada contigo. Son ya muchos años juntas, unidas por la complicidad, por la costumbre, por el cariño. Muchas tardes, otras tantas mañanas, haciéndonos compañía la una a la otra, tú a mi lado, yo al tuyo, inseparables las dos. Debes saber que no vengo aquí a entregarte un reproche, sino a contar mi verdad.

Lo siento, pero no puedo soportar que te pongas la primera en la fila cuando se reparte comida. Hay otros, hay otras, hay muchos que también quieren coger algún dulce y que aguardan su turno pacientes, educados, atentos, hasta que la mano amiga se los ofrece. Tú no. Tú empujas a los demás para coger lo que te corresponde y vuelves a pedir más, como si fuera la primera, como si fueras la única, como si no hubiera más bocas que la tuya, sin otro merecimiento que pedir, y pedir, y volver a pedir, se diría que estás hambrienta, que te supera el ansia, que te abandonas a la codicia, que te rindes a la gula, que te entregas a una voracidad incomprensible que me avergüenza.

También me avergüenzas y mucho cuando, en la calle, nos encontramos con algún conocido tuyo. Esos aspavientos histéricos, esas demostraciones de cariño desmedido, exagerado, excesivo, desmesurado, desorbitado, extremado, descomunal, gigantesco, aparatoso, descontrolado. Me sube la sangre a la cara cuando siento la mirada burlona de los otros transeúntes en mi espalda mientras trato de apaciguar esa reacción tuya tan fuera de lugar, tan inelegante, tan poco contenida.

¿Y qué decir de esa manía tuya de hacer el trenecito en público? Me sonrío cuando pienso que eso de hacer el trenecito es como lo llama mi hermana, que muy finamente esconde la verdad para no decir, por lo directo, que te pica el culo y te alivias aunque haya otras personas delante. Y así, sin poder dominar la desazón, te frotas disimuladamente cuando te incorporas del sillón, o arrastras las posaderas por la arenilla del pinar cuando te sientas en el suelo, o te aprovechas de las hebras de una manta, qué más dará dónde estés. Me desquicia que pienses que nadie se está dando cuenta. Me desquicia tu primariedad. Y tu descaro.

Pero mira, ya el colmo es cuando intentas montar a otros perros en el parque. Yo nunca, ¡nunca!, te eduqué para que te comportaras como una perra, aunque lo seas. El espectáculo es pavoroso, créeme, y ganas me dan de decir que no te conozco, que yo sólo pasaba por allí de camino a misa, a la Novena, o a Maitines, o a Vísperas, a limpiar el coro o a ensayar con la guitarra, qué sé yo. Y que eso que llevo en la mano no es tu correa, sino un rosario… El colmo, Curra, esto es el colmo del deshonor.

No es siempre y no es por todo, es sólo a veces y por algunas cosas que haces y que son estas que hoy he venido a contar aquí. Y que no debes tomar como un reproche, sino tan sólo como la pura, sencilla e inevitable realidad.

Este texto fue también publicado en El Naviero (www.elnaviero.com)

Y no llevaré mochila

Mañana es el Madrid-Barça, un nuevo partido del siglo y yo iré al Bernabéu. Y no llevaré mochila.

Yo soy muy de llevar mochila, no crean. Cuando digo por el mundo digo por el mundo vacacional y findesemanero, aunque a veces me pilla el toro y voy por Madrid con tacones, abrigo y la mochila al hombro (al hombro, al izquierdo para más señas, nada de ponérmela con las dos asas, que yo ya tengo una edad). Esto me pasa porque vengo del poblachón, o por alguna otra razón no necesariamente muy poderosa y que tiene que ver más con la pereza que con el tiempo. Puedo entender que parezca algo chocante, pero a mí me da igual, aunque no siempre: recuerdo por ejemplo la cara de estupor que puso una amiga en una cena, más decepcionada que sorprendida, cuando dejé una mochila azul en la silla para quitarme el abrigo.  No dijo nada… pero hubiera debido.

Tengo varias, incluso una de ante muy mona que ni es mochila ni es nada y que es probablemente el bolso más absurdo que tengo en el armario y que no me pongo nunca. Yo cuando hablo de mochila hablo de mochila, de mochila fea de lona, de mochila de tío, de mochila de ir de excursión con los bocadillos, de mochila de estudiante, de mochila para llevar muchas cosas. Sí me interesa aclarar que no son mochilas de gimnasio. Yo no tengo nada para ir a un gimnasio. Es más: yo no sé lo que es un gimnasio. Gimnasio es para mí una palabra sin contenido que procuro que ni se me pase por la mente.

A la peluquería voy con mochila, no sé muy bien por qué. Y cuando voy con Curra a algún sitio que no sea de paseo. Y al aperitivo, aunque sea en ciudad. Y al Rastro, si voy al Rastro, y a un museo si voy a un museo. Y ahora que lo pienso, a muchos sitios voy con mochila. Y claro, al fútbol también la llevo. Sin embargo, mañana iré al Bernabéu con las manos en los bolsillos. Las llaves, el DNI, algo de dinero, el móvil, la entrada y ya está. No me molesta que me miren lo que llevo, no. Sencillamente, creo que cuanto más fácil se lo ponga yo a los polis, más difícil se lo pondré a los malos y así haré algo más útil que poner un tuit.

Para terminar un post incoherente en el que no se sabe muy bien si hablo de complementos, de costumbres, de las caras que pone una amiga, de mis paseos con Curra, del horror que me producen los gimnasios, de la seguridad en un estadio o de mis convicciones ciudadanas, les diré que me conformo con un 1-0. Hala Madrid.

Ciclistas en la ciudad

Salía hoy de la oficina y en vez de coger la M-30, imprevisible a esas horas, he optado por recorrer el centro. Cuando me iba a incorporar a Ciudad de Barcelona – aclaro a mi lector filipino que se trata de una avenida con tres carriles en cada sentido, uno de ellos para el autobús – he visto cómo se cruzaba un alegre grupete de seis ciclistas que circulaba por la calzada en formación de no formación. Se diría que era como el eclecticismo en bici, aunque ellos dirían que iban a mogollón. Y es que iban a mogollón.

Yo he girado cuidadosamente y me he situado en el carril de la izquierda, porque los tipos iban como digo agrupados, y por aquello del metro y medio de distancia que hay que dejar. Y entonces el semáforo se ha puesto en rojo y me he parado, claro. El coche de delante también se ha detenido, lo mismo que el coche que me seguía. Desde mi posición no podía saber si venía algún coche por la calle que cruza y que da sentido al semáforo. Y no lo podía saber porque me lo tapaba un autobús, también parado en el semáforo.

Sin embargo, nuestros seis colegas se han saltado el semáforo. Todos, incluyendo a una chica que iba algo más rezagada, han pasado entre los coches, han asomado su cabecita y se han saltado el semáforo.

Qué duda cabe que en bici se ve mejor si viene alguien. En coche, con las ventanillas, el morro y luego que vas sentado, no se ve otra cosa que el semáforo, que por eso lo ponen en alto. Y por otra parte, las señales de tráfico son sólo para los coches: todo el mundo sabe que los conductores de automóviles son gente incívica que necesita una señalización más o menos exhaustiva para no chocarse los unos contra los otros. Aparte de que tráfico, lo que se dice tráfico, eso no son las bicis, porque tráfico es lo que contamina, en acepción de verborrea política. Y luego está el asunto de la libertad, ya sabes, el viento en el pelo y todo eso. Las normas en general, las luces, el orden de circulación, de preferencia, etc, son una cosa fascista y hay que estar en contra.

Bueno, yo he estado muy atenta por si acaso había un atropello ponerme a disposición para declarar.

– Señor juez, el muerto se saltó el semáforo. Y no creo que tuviera prisa. Sencillamente, era un imbécil.

 

Un bolígrafo, una cuchara, una taza, un cigarrillo y un pincel

¿Sabrían ustedes decirme cuál es la relación entre un bolígrafo, una cuchara, una taza, un cigarrillo y un pincel? Yo se lo voy a decir: la relación es una ampolla en un dedo, que me martiriza desde hace casi una semana. En realidad, no es exactamente una ampolla, sino una laceración. Quizá fue una ampolla, pero yo no puedo saberlo. Empezaré por el principio, que si no, me disperso.

El domingo pasado estuve ayudando a unos amigos a pintar su comedor. Yo esto no lo había hecho nunca en mi vida, así es que me encargaron una parte fácil, como era «recortar», que consiste en pintar un poco la confluencia del techo y las paredes para que luego, al pasar el rodillo, no se pringue lo que no se debe, puesto que el comedor iba en dos colores. Para eso se usa un pincel, o más bien una brocha, aunque hay de dos tipos según si lo que se pintan son bordes o esquinas. En fin, no les voy a marear con la técnica del pintor, un oficio honrado no tan fácil como parece, y en el que yo tuve que sustituir la experiencia con el primor y la práctica con el entusiasmo.

El caso es que me puse unos guantes de látex, claro. Y al cabo de las tres horas, notaba que me dolía mucho el dedo corazón al sujetar el pincel. Y como en el corazón de la mano derecha tengo un callo del boli, pensé que se me estaba recalentando, y no le di mucha importancia. Y yo seguí con el pincel, dale que te pego, venga que no llegamos, ahora me lo miro, no es para tanto, calla y no te quejes que te van a tomar por una niña fina, y pija, y ñoña, tú sigue que más cornás da el hambre, eso ni es un problema ni es nada, y así todo. Los dueños del comedor, personas agradecidas, nos trajeron unos pastelitos para que descansáramos un momento y al quitarme el guante comprendí dos cosas: que no era el callo y que ya no tenía remedio. Pero oigan, reaccioné como una campeona. Nada de botiquines, nada de lágrimas (ay, lo que hubiera dado yo por poder llorar a moco tendido), nada de quejas, no hay dolor, me dije. Me enrollé un poco de cinta de pintor, y a seguir, que esto hay que acabarlo y ya sólo quedamos cuatro.

ampolla una semanaYo creo que empezó siendo una ampolla y que terminó en el horror que ven a la izquierda. Una semana después ahí sigue la herida, más pequeña, que escuece y duele parecido, pero incordia igual. Y que no acaba de curarse, como se ve a la derecha.

Estuve lunes y martes con una tirita y el miércoles me la quité, porque me pareció que debía rebajar su importancia. Pero el jueves volví a taparme el dedo y hasta hoy. Porque, y aquí quería yo llegar, esa parte de ese dedo se topa con muchas más cosas de las que podrían ustedes imaginar. Es más, yo diría que esa parte de ese dedo sirve para todo, y si no para todo, sí para un montón de cosas, todas muy habituales.

Yo no sé qué parte o qué funcionalidad de la mano se habrá tenido en cuenta para explicar la evolución del Hombre a partir del mono, pero lo que sí puedo decir es que entre comer, beber, escribir, fumar y pintar, el nexo común, de momento y hasta que se demuestre otra cosa, es una herida en el dedo. Al menos hasta que deje de abrirse y se cure definitivamente. Y si no, les dejo la prueba.

Coger el boli

coger cucharacoger tazacocger cigarro

Mi verano 2015

oies MisisipiCuando las vacaciones de verano terminan, además de aclimatarse a la nueva ropa hay que aclimatarse a la nueva cabeza. Una semana después de volver a Madrid, puedo decir con propiedad que las vacaciones han terminado pero no que están olvidadas (entre comillas «olvidadas»), porque yo soy de la teoría de que debe pasar un fin de semana después de las vacaciones para darlas definitivamente por concluidas y empezar a añorarlas. También tengo la costumbre de incorporarme a trabajar un lunes: para las cuestas empinadas, prefiero las escaleras a las rampas.

Este año he vuelto a EEUU, en esta ocasión, a Nueva Orleans y Miami. Ya conocía Miami, aunque estuve hace mucho, allá por el 95, y tenía una idea muy distinta de la ciudad que he encontrado. Muy animada, limpia y con buen ambiente. En cuanto a Nueva Orleans pues es como se la pueden ustedes imaginar si no han estado nunca allí: caótica, transgresora y muy borrachuza, aunque tiene un pasado señorial y un entorno salvaje que desconcierta un poco. Dos ciudades muy chulas, y que combinan bien. Hace un par de años, estuve en Boston, Filadelfia y Washington, y me pareció un viaje a los orígenes de EEUU, los padres constituyentes, la independencia, todo eso. Este año creo que he ido a los EEUU de marchuki, con música y ritmo a cada paso que dabas y a cada sitio que ibas, todo muy informal, muy divertido y de tono muy juerguista. A este periplo le añadimos Cayo Hueso, y si le hubiéramos puesto también Las Vegas, ya habríamos tenido una especie de cuadratura del pecado. Algo así.

El calor… en fin, conocía el calor tropical y el desértico, pero después de este viaje creo que me saltaré la experiencia vital de la sauna. Más que nada por no repetir. Especialmente Nueva Orleans, con un calor paralizante que ni siquiera te permite respirar por la noche y que te obligaba a entrar en cualquier tienda para estabilizar todo lo desestabilizado. Después de un mes de julio madrileño con un calor tremendo, igual tendría que haber elegido irme a los fiordos noruegos, pero creo que eso lo voy a dejar para la jubilación. Me parece uno de los viajes más coñazo que pueden hacerse, por detrás de meterse en un crucero o pasar quince días en Madeira.

El resto del verano ha sido como siempre o casi. Paseos con las perras, piscina, aperitivos, cenas, tardes de padel, lectura, familia, amigos y mucha lentitud para todo. Poblachón en estado puro. Parece un aburrimiento pero no lo es, en absoluto. Es entonces cuando la cabeza se limpia bien de todas las impurezas del año.

Ahora dejaré pasar el fin de semana para encontrar el ritmo del blog, que buena falta le hace al pobre. Mientras tanto, publicaré esta entrada sosa y aburrida y dejaré que el verano se vaya, definitivamente.

Hormigas en primavera

Y otro año más, con la primavera, las hormigas se despiertan en el campo. Ya les conté en octubre cómo habían construido los hormigueros para encerrarse allí todo el invierno. Se meten ahí todas en octubre, se tapan, y hala, a respirar. Debe de oler ahí dentro que ni te cuento.

Mi tía se preguntaba qué harían si se muere alguna durante el invierno, cuando el agujero está tapado para que no entre el frío, la lluvia y la nieve. Ella es partidaria de que se la comen, que tampoco van a echar a perder un trozo de carne por un quíteme ahí esos canibalismos, pero yo creo que las dejan momificarse, o incluso que las usan de masilla para las paredes. No sé qué me resulta más asqueroso, así es que hemos convenido en pensar que las hormigas no se mueren en invierno, sino sólo en primavera, cuando un perro organiza un terremoto en toda regla. Algo así:

 https://www.youtube.com/watch?v=PWTAABPU87A

En todo caso, cuando llega la primavera deben de estar caninas, porque las ves muy activas. Mucho más que en verano. Famélicas, no se paran ante nada y han vuelto a entrar en mi cocina del poblachón, y ahí fui yo con la silicona, a tapar el agujerito que habían hecho, pero esta vez no me pillaron de muy buen humor y no esperé a que se fueran. Organicé un safari en toda regla y maté unas 20 ó 30, negras, pequeñas y bastante tontas. Creí que había acabado con ellas, pero hoy he vuelto a encontrarme a dos de paseo a la hora del desayuno. Y ya se sabe que cuando hay una hormiga, detrás viene el regimiento completo. Para mi estupor, esta vez no habían hecho un agujerito, sino que se estaban colando por una de las rejillas del gas. He tapado la rejilla y dedicaré esta semana a pensar qué hacer, aparte de comprarme un salacot, que una no va a irse de cacería vestida de cualquier manera, aunque sea en la cocina de su propia casa.

Bueno, al menos la buena noticia es que las que vienen a casa son negras y no parecen agresivas, sólo un poco hambrientas. No como otras…

https://youtu.be/P6U7ldIj1FI

Planta 11

Hoy he llegado a la oficina y resulta que mi sitio ya no era mi sitio, sino que era el sitio de otro. Terremoto P. (¿les he hablado ya de Terremoto P.?) me había avisado de que había metido todos mis papeles y mis cosas en cajas durante mis vacaciones y se las había llevado a otro lugar más luminoso, siete plantas más arriba.

Cuando nos mudamos a este edificio, hace muchos años, a mí me pusieron en la tercera planta, lado M-30, que es el lado en el que hay que estar en este edificio por debajo de la sexta planta. Entonces yo trabajaba en Comunicación, que es un departamento de poco fiar y de mucho ruido. Ya se sabe que la gente que trabaja en Comunicación puede ir en vaqueros, soltar chorradas en las reuniones y decir lo que se le pase por la cabeza, que la creatividad se nos supone y además, para tener una buena idea hay que tener muchas malas, y más vale localizarlas cuanto antes. Estábamos entonces en un espacio al lado de la Dirección General, y supongo que tanto cartel, tanto boceto, tanto papel y tantas risas no eran la mejor imagen para los visitantes de fuste que aparecían por allí, así es que nos enviaron a un cuartito en la segunda planta, en la que seis chicas vivimos nuestra vida durante un par de años.

Luego yo me mudé de país medio año y a la vuelta me colocaron en la cuarta planta, lado calle, y allí estuve un año y medio ocupándome de grandes cuentas y de cuentas grandes, y gastando suela y tacón por casi todos los aeropuertos españoles y pasando las de Caín. Y una vez terminada aquella etapa, tal vez la más formativa de mi vida, cambié las cuentas por el marketing (según mi madre, cambié las grandes cuentas por los grandes cuentos) y tuve que volver a hacer cajas, esta vez para irme al otro lado de la planta, de nuevo lado M-30 aunque orientación norte. Debí de estar en aquella pecerita unos tres años, hasta que me hicieron mudarme a la otra esquina, como si se tratara de un juego del parchís, ahora tocaban las fichas rojas. En esa esquina del edificio pasé yo creo que los años más memorables de mi carrera profesional, viendo salir el sol y sintiendo cómo se ponía a mi espalda, en un lugar cuyos estores iban bajando y subiendo, pero nunca todos a la vez.

Otra vez me mudé de país, esta vez para estar fuera más tiempo. A la vuelta, me colocaron en la primera planta, lado calle y orientación norte, primero en el centro del edificio y luego en una esquina. Nunca vi el sol en aquel sitio, ni siquiera como reflejo del edificio de enfrente. A pesar de eso, yo trataba de trabajar con luz natural aunque el lugar pareciera oscuro y triste. Y es que era oscuro y triste, como un día de lluvia aunque no lloviera, a pesar del ventanal o quizá por culpa del ventanal. Me gustaba trabajar por la tarde en invierno, cuando anochecía pronto, para justificar la oscuridad y la necesidad inaplazable de luz eléctrica. En ese lado de la planta, casi todos los que me rodeaban eran personal externo, consultores y desarrolladores la mayoría, que podían llegar todos a la vez o pasarse semanas enteras sin venir, personas de quien no sabes sus nombres, ni sabes muy bien a qué se dedican. Y aquel era un lugar de ecos y de silencios, pero también de simpatía y de aprendizaje.

Y entonces necesitaron el espacio y me volvieron a enviar a la cuarta planta, a la única esquina de aquella altura en la que nunca había estado. Se completaba el juego del parchís, ahora llevaba las fichas azules. Un lugar de luz y de largos atardeceres, aunque un lugar gélido, en el que yo bromeaba y daba las gracias por ese afán por criogenizarme que parecían tener mis compañeros de Infraestructura (gracias, gracias, esto sólo lo merecemos Walt Disney y yo). Me ha servido para mantener un cutis estupendo estos años, dicho sea de paso, y para comerme los bombones y los caramelos de mi querida Mary Peins.

Hasta hoy. Planta 11. Orientación norte aunque a esas alturas, la orientación da igual. Vistas a Guadarrama. Sol enfilado de mañana y de tarde. Paredes pistacho, muebles nuevos que aun tienen que llegar y la mejor compañía. Verdaderamente, nunca había llegado yo tan alto…