Cortinas

Una cortina no es una puerta. No tiene mirilla, ni dintel. No tiene quicio, ni bisagras. No tiene pomo, no tiene umbral. No hace clac.

Las cortinas no cierran el paso, tan sólo lo disimulan. A veces lo incordian. Uno aparta la cortina cuando se cruza en su camino como el que se quita una mosca de la cabeza, con cierta molestia, con un algo de desprecio, y con mucha desgana. Uno aparta la cortina con el dorso de la mano, como un mal pensamiento.

Una cortina corta es tan ridícula como un pantalón pesquero. Y una cortina larga es tan sucia como una escoba sin recogedor, o como una alfombra sin levantar, o como un plumero sin sacudir. Es como una falda larga sin miriñaque que una mujer pinza con indolencia para subir unos escalones, igual que se pinza un pelo para quitarlo de una mesa.

La cortina es la puerta de los pobres.

Hay otras cortinas. Las cortinas de humo, que también son un manto, y que esconden la verdad de miradas curiosas y de miradas interesadas. Y de miradas limpias. Las cortinas de humo son, como la tinta de calamar, una evasión cobarde. También existen las cortinas de acero, que por brutales se dan en llamar telón, palabra que fuera del teatro provoca escalofríos.

Y por último hay cortinas de agua. Estas cortinas son el resultado de una bonita cascada, de una fuente elegante o de una lluvia imponente. El agua les aporta verdad. Y uno puede querer abrazar esa cortina, pero se encontrará abrazado a sí mismo aunque el dibujante intente hacer trampas.

(Ilustración de Gervasio Troche)

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