¿Algo marrón?

Vino a Madrid porque su hermano había sufrido un percance grave de salud cuando había llegado aquí por trabajo. Y pasaba un día y otro, sin saber si se convertirían en tres o en cuatro, resuelto a hacer una guardia permanente en un hospital alejado del centro mientras esperaba a que diera la hora de estar unos pocos minutos con el enfermo, pocos para él, muchos para el paciente a decir de los médicos.

Sólo quise acercarme a saludar, a decir hola, a calmar su aburrimiento sin curarlo del todo, porque tampoco era cosa de quedarme allí a pasar la tarde. No me preocupé mucho por la impresión que causaría, la verdad, porque siempre causo la misma impresión en general. Así es que, por casualidad, el pantalón era beige, la camisa era blanca con botones y ojales negros, la chaqueta era larga de color chocolate, el bolso y el cinturón eran de color camel, los zapatos eran negros con un poco de tacón, igual que la correa del reloj. Podría haber sido azul, porque iba al poblachón, pero era negra, porque venía del trabajo. Como pueden ver, o al menos imaginar, la combinación de colores era adecuada y las tonalidades eran discretas, en tonos perfectamente distinguibles aunque siempre se puede discutir si son distinguidos.

Tampoco es cosa de sacar el pantonario, pero prefiero concretar las cosas para no dejar ningún lugar a la duda o a los matices. En cuanto a las opiniones, me interesan muy poco. Así que técnicamente y siguiendo el código CMYK, los pantalones son un 20-20-30-0, la chaqueta es una mezcla con 50-50-70-20 y en cuanto al bolso y el cinturón, es más difícil, pero yo calculo que estarán en unos porcentajes de 30-50-90-10. En cuanto al negro no era un 100% K, sino que se quedaría al 80%, y luego con algo más de Cian que de Magenta o Amarillo. El blanco llevaba un 0% de todo, incluso a las cinco de la tarde y después de una ajetreada mañana de viernes.

Y así vestida, señores, que alguien piense que yo iba de marrón es fijarse poco en los detalles. Y que ese mismo alguien además te lo diga, es calcular poco otros detalles tan importantes como aquellos en los que no se ha fijado. Así es que no pude por menos que reaccionar de forma rotunda, con la única naturalidad que me fue posible:

– ¿Marrón???? ¡Yo nunca voy de marrón!

En fin, se lo tendré que perdonar, aunque me cueste la paciencia…

¿Qué me pasa, doctor?

A lo largo del día se me ocurren un montón de cosas sobre las que escribir.

Pero empiezo el post y a la tercera o cuarta frase me digo: Pfffffffffff

Y abandono.

Pffffffffff

Un tren, un accidente, #unodinoi

Me acosté con una cifra estremecedora de 35 y me desperté con un espeluznante 77. Nadie en mi círculo personal debía estar en aquel tren. El estremecimiento surge de lo inesperado, de la idea de fatalidad, de lo que deja de ser evitable cuando es irremediable, del pudo ser pero no pudo ser y es. Y el número estrecha la cercanía, en una extraña proporcionalidad inversa, como si se pudiera apilar la emoción y como si la tristeza fuera un asunto contable, en el debe los muertos, en el haber la distancia.

Te quitas de la tele, porque no quieres asomarte a ningún espejo, porque ese que llora no eres tú. Esquivas la empatía, no quieres preguntar, ni leer. No eres tú, ni tus familiares, ni tus conocidos más próximos. Galicia está cerca, es aquí porque es España, pero no es aquí porque no es Madrid. Otra vez la proporcionalidad inversa, otra vez piensas que no te tocará la muerte, que sólo la verás de lejos, que podrás contener la pena en la generalidad de un número, sintiendo de lejos la de desconocidos que se abrazan, y se besan, y que lloran, ellos sí, a sus próximos. Hasta que te la encuentras, inesperadamente. Hasta que te sobrecoge lo que no te imaginabas. Y te quedas perpleja. Porque no contabas con que ahora tienes otro círculo, nuevo, incontrolado. Ahora cada día hablas con un montón de personas sin conocerlos personalmente. Se cruzan en tu vida, o tú en la suya, y sabes lo que piensan, lo que dicen. Los lees, te leen. Te hablan a ti y hablan a otros. Y son parte de tu paisaje, se acercan, se convierten en personajes familiares. Como dice @hyperfluo, «porque entrar a tuiter es como ir al bar.» Al bar, o al fútbol…

Y lees a @hombrerevenido: «Un día empiezas a seguir a un tuitero porque te gusta su forma de entender la vida y de reírse de todo… Y terminas roto de pena leyendo a sus amigos despedirle. DEP Juanan». Y te gustaría haber escrito esos dos tuits. Y te dices que, tal vez, puedas escribir un post para decir, simplemente, que lo sientes, y que le echarás de menos cuando «bajes al bar» o cuando entres en tuiter a ver el fútbol, y empieces a leer a todos los que son, de alguna forma también, uno de los tuyos.

Descanse en paz @van_Palomaain y los, hasta hoy, otros 77 fallecidos en ese tren.

¡A mí el spam!

spam3Ya escribí sobre el spam hace casi un año. Así es que no repetiré aquel post (aunque si gustan, aquí está), porque me falta humor, porque me tienen harta, porque no entiendo qué demonios ganan mandando esas mierdas que no significan nada y porque me parecen un aburrimiento. Es que no tienen gracia ni siquiera para intentar engañar. ¿Alguien me puede explicar, por favor, qué sentido tiene enviar un comentario en donde ponen ljshfjshcnhgdfhgjdgfs hhghg  jhhgjdhghsh  hg sdhg j hj h ñRRY GJA FRE HDHDSJfhjcg? ¿Qué demonios es eso? ¿Una traducción libre del japonés?

El gran ataque se ha producido hace un mes, más o menos, vía Facebook. Y por lo visto, mi propia cuenta estaba enviando spam. Mi propia cuenta, que ni uso, ni entro, ni hago nada, salvo colgar el post (y esto automáticamente, vía Twitter). Al final lo he parado, sin entender mucho lo que estaba haciendo y teniendo que penar, ahora, con un lío de contraseñas considerable. Facebook es una red social maligna, llena de virus y de publicidad malvada. Aparte de que tengo para mí que ahí se concentra un porcentaje altísimo de dummies entre los usuarios, esos señores que abren página para colgar las fotos del veraneo y que terminan, una tarde aburrida de lluvia dándole a pinchar a cualquier cosa que parpadee a ver qué pasa. Y pasa lo que pasa: que me llenan el blog de comentarios colombianos. Porque en Twitter también hay nuevos, pero se les reconoce en seguida. Son esos que ponen un tuit que dice «No sé cómo quitar el huevo», y que unos días más tarde ya están contándote que vienen del supermercado y con una foto de arrebato, Marilyn si es chica y Gary Cooper si es chico. Pero en Facebook la gente le da al «Me gusta» un poco sin ton ni son, y luego vienen los sustos para humildes blogueras como yo, un ser inocente demasiado acostumbrada a los ángeles de la guarda de la oficina que me liberan de ciertas escaramuzas.

Ahora la última es que entran como visitantes. No puedo creer el pelotazo que me han pegado las visitas este fin de semana. Si hubiera puesto una foto de Ronaldo desnudo lo podría entender, pero una foto de mis pies con unas abarcas rojas no da para tanto. Mi lectura de la tontería es que los he echado de los comentarios, pero ahora los tengo en modo visitantes alienígenas. Y no sé qué prefiero, la verdad. Mis estadísticas, que eran un remanso de paz con algún sobresalto muy agradable de tarde en tarde, ahora son un montón de números absurdos, porque es absurdo tener una media de ¡7,48 visitas por visitante!  Ya me contarán: si no es spam es que de pronto atraigo a lectores muy pero que muy lerdos. Y esto queda fuera de toda duda o sospecha, ya saben que tienen en mi a una fan incondicional, un-admirador-un-amigo-un-esclavo-un-siervo.

Y ya paro de escribir. Que luego no me entienden y entran como locos.

Cómo escribo en el blog

DSC_0027 recortadaSupongo que este es el tipo de post que yo llamo ombligueros que sólo interesan a aquellos que tienen un blog. O ni siquiera. A mí este tipo de post me gustan mucho, porque me comparo y me hacen pensar cómo hago yo, si igual o parecido, o ni lo uno ni lo otro.

Mucha gente me dice que encuentra dificilísimo esto de escribir casi cada día. No lo veo yo tan complicado, la verdad. Al final, es una gimnasia como otra cualquiera, el truco está en acostumbrarse. Bueno, y te tiene que gustar. Sí es verdad que hay días que no sale nada, que no sabes sobre qué escribir. Yo escribo por la tarde, cuando vuelvo de la oficina, y le dedico una hora, más o menos. Así es que si de vuelta en el coche comprendo que no tengo nada para escribir, ya sé que no hay remedio y que ese día no habrá post. Porque las veces que me he forzado, he tardado demasiado tiempo, y no es nada divertido. Y es que no es sólo la idea, o el tema, sino cómo abordarlo y qué decir sobre ello lo que da forma a un post. Y no es lo mismo.

Escribo directamente sobre el programa, no suelo pasar por un procesador de textos a no ser que la idea sea muy confusa, o si sé de antemano que tendré que corregir y mover mucho el texto. Tampoco suelo hacer esquemas previos, ni ordeno antes lo que voy a escribir. Puede suceder, pero no es lo normal. Muy raras veces transcribo al blog lo que escribo a mano, porque no suele ser asunto del blog, pero tengo que decir que las pocas veces que lo he hecho, me ha sentado de maravilla.

Escribir es muy divertido cuando el texto sale solo, cuando casi no tienes que pensar, cuando no paras ni para releer el párrafo anterior. Es lo divertido y es cuando mejor salen los post. Y le das a publicar y te dices: “qué chulo esto que acabo de escribir”. Pero esto no siempre es así, y a veces escribes, y borras, y reescribes, y reorganizas, y tachas, y cambias, y te das cuenta de que la idea no sale, o que son demasiadas ideas, y notas cómo estás forzando el post, cómo lo retuerces, cómo vas y vienes sobre lo mismo, sobre lo anterior, sobre lo que debe venir después, cómo para expresar una cosa no acabas de decidir la mejor forma, y cómo acabas tirando de oficio o de técnica, sin tener ni oficio ni técnica. Y le das a publicar y te dices: “vaya truño”.

Y ahora, después de esto que he escrito, me levantaré, me iré a sacar a Curra, y buscaré la inspiración para el post de mañana que tengo que escribir hoy para dejarlo programado para las 8 en punto. Sí, el post del Club de Lectura, un post para el que necesito encontrar la forma, el tono y hasta el hilo conductor. Y a ver qué sale.

Phtirápteros

Vulgo, piojos. Para no tener que ir demasiado lejos, me he pasado por la Wiki, en donde leo que son unos insectos neópteros, aunque si se sigue el enlace no se comprende bien por qué: un neóptero es un insecto con alas sobre el vientre. Y ya lo les faltaba, tener alas. Y si seguimos leyendo, llegamos a donde dice que son unos bichos asociados a guerras, catástrofes naturales y miserias en general, y también a la falta de higiene, al hacinamiento y a la vida precaria.

En el libro de Las Benévolas, de J. Littell, hay un pasaje en donde se describe cómo el protagonista, en Stalingrado, pasa por un lugar lleno de cuerpos enfermos, hombres ya moribundos, y cómo se sabía cuándo uno de ellos había muerto: una sombra negra de miles de piojos reptaba de inmediato hasta otro cuerpo aun vivo, otro cuerpo con sangre de la que alimentarse. Y mi  madre, muy lejos de abonarse a la ficción, me contó en una ocasión cómo en la cola del racionamiento, acabada la guerra, mi abuela tiraba de ella para que no se acercara a un grupo de mujeres porque, decía mi abuela, se les veían los piojos desde lejos escurrirse por su cabeza y por su cuello.

Ya no es un bicho asociado a las guerras, las hambrunas, la extrema miseria o a la falta de higiene. Pero son unos supervivientes, y siempre encontrarán una cabecita donde anidar. Los piojos no saltan, sino que se traspasan de una cabeza a otra cuando hay contacto. ¿Y en qué lugar lleno de gente puede producirse un mayor contacto entre cabezas? Exacto. Luego los niños se los pegan a los padres y por eso yo no descarto que haya gente en las oficinas con piojos. No digamos en el metro o en el autobús, entre otras razones porque hay mucha gente que va a trabajar en transporte público. ¿Pero de dónde salió el piojo original? Pues miren, eso, además de ser una incógnita, casi es mejor no saberlo.

Tendría yo nueve o diez años y me diagnosticaron varicela. Huy, cómo picaba aquello. Se me llenó el cuerpo y la cara de granos rojos y mi madre me avisaba de que si me rascaba se me podría quedar una marca, como así fue. Me picaba todo, incluso la cabeza. Y de pronto, un bichito fue a caer a la almohada. Y mi madre, a pesar de no ser lo que se dice muy valiente para según qué cosas, precavida empezó a investigar por mi cabeza y no encontró nada, aparte de los granos varicélicos. Sin embargo, mi madre es tan lista como cualquier madre (y desde luego muchísimo más inteligente que cualquier piojo), así es que cogió el bichito, lo guardó en un frasco y esperó a que llegara primero mi abuela, y luego una de mis tías para salir de dudas: era un piojo. «No te fíes, le dijo mi tía Manola, si hay uno, habrá más: échale vinagre en el pelo». El piojo, que hubiera podido seguir camuflado entre los síntomas de la varicela, tuvo la torpeza no ya de caerse en la almohada, sino de permitir que lo viera mi madre y que, para colmo, lo atrapara, y eso le llevó a la perdición a él y a todos sus colegas. Y que casi me desgracia la pituitaria si no es porque mi madre tuvo a bien comprar al día siguiente un liquidito que atufaba considerablemente menos. Y yo recuerdo aquella toalla blanca sobre la almohada, en donde iban cayendo los cadáveres, y todavía hoy me dan ganas de pegar gritos y me vuelve a picar la varicela. Casi tanto como el primer día, porque el segundo no sé ya si me picaba por los granos, por los piojos o por el agobio.

Todo esto viene a cuento porque yo creo que a los padres les encanta hablar de los piojos de sus hijos. En fin, no diré yo que sean conversaciones de alto standing ni con mucha profundidad ni frecuencia, pero tengo la impresión de que hoy se considera natural que tu hijo venga a casa con la cabeza llena de piojos. Y no, no es natural: sigue siendo una guarrada. Incluso hay padres blogueros que escriben sobre ello (eso sí, con mucha gracia CLICK) y para colmo, si se te ocurre protestar un poquito, van y se cachondean de ti (click, de nuevo). Así que, en venganza, como yo no puedo contar mi experiencia con hijos, porque no los tengo, y tampoco puedo contar la de mis sobrinos, porque no les dejé entrar en mi casa, pues les cuento esto. Que para que se vayan de mi blog con picores algo de imaginación sí me queda.

Y ahora les dejo, porque voy a darme una ducha, a lavarme el pelo por segunda vez en el día y a rascarme un poco.

Lectores que me conocen

Y había que incluir en la presentación de cada uno un secreto inconfesable para crear un clima de confianza que, por otra parte, ya nos traíamos de casa. Y hubo quien quiso argumentar que, por definición, todo secreto es inconfesable y al compartirlo deja de ser las dos cosas, aunque la mayoría no se entretuvo en matizar que lo que estaba compartiendo era, como mucho, una afición desconocida para la mayoría.

– Hombre, tanto como inconfesable…

Nunca he tenido el blog en secreto, ya lo he contado muchas veces. Cada cual hace lo que quiere y tiene sus razones, pero no digo en este blog nada que no pueda defender a la cara, ni nada que no me permita darla. Y por otra parte, está el pecado de vanidad, que es mi favorito y del que soy fan declarada y mi relativamente poco desarrollado sentido del ridículo, que me parece un sentido propio de personas inseguras. Metan todo esto en un cóctel y comprenderán por qué este blog no es un secreto inconfesable. Ahora bien, de eso a irlo vociferando por ahí va un mundo, y al final, la existencia del blog queda oculta entre otras aficiones más comprensibles por aquellos que me conocen menos. Y por eso tengo la sensación de que si no lo digo yo personalmente, nadie lo sabe. Pero me equivoco, y donde menos me lo espero me encuentro a un lector. A un lector conocido, que siempre es un lector curioso.

La mayoría de las veces me quedo un poco pasmada cuando alguien me dice que me lee. Personas que no son blogueras, y a los que no imagino guardando el blog en favoritos, o tecleando la dirección. Personas que no sabes cómo han podido enterarse y que tampoco entiendes mucho por qué te leen, porque siempre has pensado que no les interesabas en absoluto. Y muchos entran de vez en cuando y se leen un montón de post de una tacada, lo que no deja de parecerme una tortura. Como me dijo mi querido Alfredo, me leen si lo que ponen en la tele es un rollo, algo con lo que no sé si debo ponerme muy contenta (Alfredo, a quien debería hacer personaje permanente del blog, es especialista en dar sopapos muy divertidos, incluso para el que los recibe…) Y luego te recuerdan una frase perdida que has escrito hace un mes y tú ni te acuerdas, y tratas de seguirle la corriente hasta que notas que se te nota y entonces empieza a preocuparte que piense que este blog no lo escribes tú. Incomodísimo. Porque esto es así: yo no me acuerdo ni mucho menos de todas las tonterías que he escrito. Y otro clásico es «tienes que hacer un post sobre eso», y te lo sueltan así, como si en el blog yo escribiera siempre lo que quisiera y no lo que me viene por su cuenta a la cabeza. Claro que esto es muy de agradecer, denota que me tienen confianza, pero las pocas veces que lo he hecho me ha salido fatal. Así es que ya sabéis: si queréis que escriba sobre algo, mejor no me lo digáis.

Ah, y tampoco me preguntéis eso de «Oye ¿Esto no se te ocurrirá ponerlo en tu blog?» Pues claro que no, hombre, mujer, claro que no. A ver, Maria Antonia ¿Cómo voy a poner en el blog que le pones los cuernos a tu marido? ¿Cómo voy a decir, Luis Alberto, que el chicle que llevaba el jefe pegado en el pantalón se lo habías puesto tú en la silla? Por favor, no soy tan irresponsable. Y aunque lo fuera, qué más da: total, si esto no lo lee nadie…

 

Imperativos del blog

DSC_0027 recortadaTal vez os hayáis preguntado alguna vez por qué os trato de usted en los post. O tal vez no os lo hayáis preguntado nunca, posibilidad que a mí en estos momentos me trae al fresco porque me dispongo a contároslo. Pues sí, queridos: 569 post después, lo voy a explicar.

Hay tres razones. Siempre hay tres razones. La primera de ellas, es que el imperativo de la tercera persona del plural, si usamos el tuteo, me parece cursilísima. No me sale eso de escribir «pensad», «salid», «reflexionad», «comprad», «usad»… No digamos ya lo de «idos». «¡Idos, y luego volved!» me resulta inquietante, me da la sensación de que os iréis a Marte y que luego os costará mucho volver. Ese «volved» con eco …ed…ed…ed. Muy inquietante, ya digo. Cuando hablo, nunca pronuncio así. Uso el infinitivo y soy muy consciente del error, pero me trae al pairo. Y no estoy presumiendo de nada, en absoluto es una pose. Sencillamente no me sale, me parece falso y un poco cursi. Yo tengo tendencia a pensar que el sujeto que suelta un «escuchadme», luego en su casa dice «oírme». Entre otras razones porque si dice «escuchadme», en el 80% de las ocasiones lo correcto sería decir «oídme», aunque ése es otro tema que está relacionado con la tendencia que tienen todos los memos a elegir la palabra más larga en caso de duda. Pero a lo que iba: digo «pensar», «salir», «reflexionar», «comprar», «usar», e «iros», y uso el infinitivo en vez del imperativo con total tranquilidad. «¡Iros, y luego volver!», y así sé que os iréis cerquita y que volveréis seguro. Ese imperativo que me resulta tan incómodo (una manía, como otra cualquiera), se puede evitar, más o menos. Y así, en vez de «pensad», se puede escribir «yo os pediría que pensarais», o «podríais tomaros la molestia de pensar», pero complica la frase y al final, me acabo liando. Esta es la primera razón, muy vergonzante, como veis. ¡Ved la razón, amigos!

La segunda razón es que el ustedes me resulta simpático, en especial en un ambiente normalmente poco serio como es este blog. Más que simpático, coñón, con perdón de la palabra. O sin perdón, qué coño. Quizá a vosotros os suene lejano, distante, incluso algo remilgado, pero a mí, en según qué frases, según qué post y con según qué tono, me parece divertido. Y me hace reír. Recordad que este blog lo escribo para reírme las más de las veces, aunque me ría yo sola, las más de las veces también.

Y la tercera razón no existe, pero siempre hay tres razones. Así es que pongamos que lo hago porque me da la gana, y todos tan contentos. Enfadaos si queréis, pero sopesad la ventaja de mi franqueza. Convenceos, amigos míos, volved mañana y comprobad que todo ha vuelto a la normalidad. Horrorizaos con ser llamados de usted, pero seguid leyendo, no desfallezcáis o desfalleced, pero sin que se os note, o sea, hacedlo con disimulo. ¿De verdad que esta última frase os resulta cercana?

¡Dudad y perded toda esperanza, hacedme caso!

Mi amiga Susana

Mi amiga S. es una ávida lectora de blogs. Lee uno: el mío. No todos los días, por supuesto. Calcula cuándo habré escrito varios post, y entra y lee todo lo que tiene pendiente. De arriba abajo, según me dice. Y luego me critica. Me critica a mí y a vosotros. Y si os tuteo es porque me refiero vosotros, queridos comentaristas. Y no creáis que nos critica tímidamente, o que utiliza algún tipo de metáfora, o imagen, o elipsis, o algo. No, no. Nos critica abiertamente y con mucha gente delante. Y esto lo hace porque es una bruja malvada que me quiere hundir, a mí y a vosotros. ¡A todos, nos quiere hundir a todos!

La crítica que me hace a mí es variada. Para empezar, me afea que no actualice todos los días. Ella espera leer cada lunes siete post. Siete. Y se encuentra con que hay lunes que sólo hay uno nuevo. Uno. “¡Vaga, que eres una vaga!”, me dice, tronante. Además de esto, me critica que no sea objetiva ni exhaustiva. O sea, que dé mi propia versión de las cosas y que además no lo cuente todo. A esto yo le suelo contestar que abra ella su blog y cuente las cosas como le parezca a ella, pero me contesta (es muy contestataria) que no, que para eso ya estoy yo. Anda, toma lacasitos. Y finalmente, me dice que cuando hablo de libros aburro, cuando hablo de fútbol aburro más y cuando cuento cosas de mis perras me pongo de un cursi insoportable. También me dice que las cosas de la oficina las cuento con mucha cobardía y me aconseja que no hable de política porque se me nota que soy de derechas. Y ahí yo protesto, porque yo no soy de derechas, y mucho menos desde que gobierna “eso” que nos está gobernando.

Pero luego os toca el turno a vosotros, queridos. Según ella, sois unos pelotas. Sí, unos pelotas, porque entráis todos a comentar que estáis de acuerdo, y qué razón tengo, y qué graciosa soy, y qué interesante todo eso que pongo. ¡Pelotas, vendidos, truhanes! Aparte de que no lo entiende. En su comprensión monobloguera, deberíais todos criticarme y oponeros. Y yo le explico que me parecen muy normales los comentarios, porque si sigues a alguien es porque te mola lo que escribe y que si no, pues no le sigues, que para eso la blogosfera es un lugar libre y medio anónimo. Y entonces entra en pérdida (de razón) y es cuando me dice que mejor cierre los comentarios, porque ella se los lee todos esperando que me déis caña y siempre acaba decepcionada. Y en cuanto a mis respuestas, también lo tiene claro: soy una pavisosa y parezco medio tonta.

Y para que no falte de nada, me acusa de cortar los comentarios en contra y no dejarlos pasar. Cuando le digo que no, que sólo he borrado un comentario en la vida y que fue porque era una procacidad me mira con sospecha y me dice: “ya, ya, pero puedes borrarlos ¿no?». Incluso ha llegado a insinuar que os pago. ¡Y hasta que me comento a mí misma! (bueno, esto último lo dijo al final de la cena, y la botella ya sólo tenía de utilidad el reciclado de vidrio). Pero en fin, no os preocupéis que no sabe lo que es el blogrol, y además, no tiene ni memoria ni habilidad para identificar vuestros nombres con el título de vuestros blogs, así es que no se pasará por vuestras casas para meterse con vosotros también.

Le he pedido que comente ella, y me dice que sólo lo hará cuando me dedique a hablar de la menopausia, que seguro que tengo mucha gracia. Y es que es muy buena amiga, pero cabrona como ella sola… En fin, queridos amigos, dejo abiertos los comentarios. ¡Y no digo más!

Postear por postear

Realmente, está el distrés y el eustrés, como saben vds. O como tal vez no sepan, que en esta vida no hay que dar nada por sabido. Y luego está la procrastinación, que yo durante un tiempo he confundido con la emasculación sin, naturalmente, entender nada de lo que me estaban contando, lo que me sitúa a la altura de ese profesor que ha confundido el crepúsculo con el escrúpulo y que se ve que tampoco entendió bien el examen que le estaban haciendo.

Este arranque incomprensible del post me devuelve a  lo que yo recuerdo como mis mejores épocas de Un mundo para Curra, en las que me sentaba frente ordenador entre dispersa y sorprendida, sin saber muy bien de qué iba a hablar y con el único objetivo de dejar que mi cabeza se vaciara sin tener que perder la consciencia. Ese es mi descanso, cuando la cabeza se alivia de todo el ruido que se va acumulando en la jornada y suelta el torrente de ideas que va dejando sin ordenar. Un poco como una presa que desembalsa, pero sin estruendo. Y sin humedad, claro. El otro camino para que las ideas reposen y se vayan colocando en su sitio, y se jerarquicen, y se desechen, y se escondan en un recoveco para después contribuir como una tesela más en el mosaico del pensamiento, es el sueño, aunque para aprovecharlo haya que perder la consciencia, algo que siempre me ha parecido una especie de peaje ineficiente de la imaginación. Aparte de que dormir para dejar descansar al cerebro es un camino que utiliza todo el mundo, incluso aquellos que no presentan ningún motivo para el cansancio, lo cual, además de no tener mérito, demuestra que dormir mucho y ser un genio no tienen ninguna correlación.

¿Por dónde iba? No sé. No sé de qué quería hablarles hoy. De que tengo mucho trabajo no, porque mi racional me dice que al final es todo una cuestión de organización, de anticipación y de orden, y mi experiencia sabe que hay que dejar que el barullo repose, que hay que esperar a que todos los caminos abiertos empiecen a resultarnos familiares para que no perdamos el tiempo consultando un mapa y que la costumbre, hasta que toma holgura, es un reposo en el que poder afianzar la valentía.

Oigan, qué bonito esto que acabo de escribir ¿no? Será que he dormido bien. A ver si mañana me animo y les hablo de algo que haya apuntado en mi moleskine de colores. Y resuelvo, de paso, su utilidad.