Dickens es Dickens y conviene respetarlo. Yo debería venir aquí a hablar de Dickens, o de su libro de La casa lúgubre, pero sólo me saldrán porcentajes y fracciones. Atascada en un paupérrimo 51% desde hace más de una semana, sin tener ni el tiempo ni, sobre todo, el ánimo, de continuar. La culpa no es de Dickens ni de la vida, ni de lo que te obliga o te distrae. Siempre lo digo: sólo los mediocres le echan la culpa a la herramienta. Cuando la herramienta es el reloj, el que no va avisado le echa la culpa al tiempo. Y, sin embargo, el tiempo es la única variable de la vida que no se puede controlar y que va a su aire. El tiempo no se domina, el tiempo se aprovecha. En mi caso, ni lo uno ni lo otro, y la culpa no es del reloj.
En el club de Lectura, un club que ya no sobrevive, nuestro líder nos dijo “yo voy a leer a Dickens, ¿alguien se anima?”. Y así, uno de cinco lo propuso, dos de cuatro lo aceptamos y uno de dos no ha cumplido. Este es el balance del grupo. El mío, en particular, se queda en el mencionado 51%, que sigue siendo igual de paupérrimo que en el segundo párrafo. Y de no cumplir con la lectura, no paso por no cumplir con escribir este post. A mi líder del club se lo debo, que no a Dickens, porque una lee para distraerse y por afición, pero el compromiso, aunque venga cojo, es de las pocas cosas que nos van quedando.
Todo para decir que la culpa no es de Dickens. Dickens es Dickens y mi tiempo, mis obligaciones, mis noches trasnochadas, mis prioridades impuestas, pero irremediables, me impiden a Dickens. Ni siquiera mi tiempo libre me libera para dedicarle lo que, en mi devoción, este autor merece, que no es otra cosa que una devoción que me descubrió ND. Un 51%, paupérrimo, que llegará al 100% aunque tenga que esperar (el 100%, no yo). Porcentajes y fracciones importan poco de todos modos, no digamos ratios incomprensibles inventados por seres teóricos. Pero vayamos al (medio) libro, que a eso había yo venido.
Dice Chesterton en el prólogo que es su obra maestra, la que escribió con su madurez literaria. No me lo está pareciendo. Sí hay ese reconocible de Dickens de que parece que todos en Londres se conocen, que es todo un pequeño pueblito en el que todos los personajes acaban encontrándose. Pero ya sabemos que va al revés. La trama te va llevando, tú sabes que todo encajará sin saber cómo lo hará. Es la trama de intriga sin que haya intriga, el ovillo que se desenreda (¿esa es la imagen?), las piezas que se van posando en el puzzle. Muchos personajes y escenas, a la rusa sin ser rusa, y puntada a puntada el hilo va conformando el bordado hasta que lo ves completo. Y mientras tanto, estás tan distraída con las cosas tal y como suceden. Como en sus otras novelas, pero no en todas. ¿La mejor? No me lo está pareciendo. Su Historia de dos ciudades sigue para mí en el top, y la Pequeña Dorrit como una de las 1.000 páginas mejor aprovechadas que yo haya leído. ¿La mejor? Para Chesterton sí, pero yo no soy Chesterton.
Me sigue pareciendo que su mejor reconocible es su presentación de escenarios. Su forma de evocar describiendo y de describir evocando. Y hay otro reconocible, pero esto en toda la literatura del XIX, que es la presencia de las pánfilas, esos personajes a los que les darías dos hostias y te quedarías la mar de a gusto. O, y esto también es muy dickensiano, los personajes pequeñitos, miserables, infectos de envidia, de egoísmo, de indigencia moral, de maldad en definitiva. Y la grandeza de alma, siempre encontraremos a personajes así en Dickens. O sea, como en una oficina, pero en un Londres decimonónico y maloliente. Y hay un fondo de denuncia social nada comunista y muy saludable, precisamente porque no es nada comunista.
Yo terminaré La casa lúgubre y entonces les contaré el argumento. Mientras tanto, escribo este post y sólo hablo del libro. Y es que, por ahora y estando a la mitad, no sé bien dónde están los spoilers.
Probablemente tienen otras opiniones sobre el libro en La mesa cero del Blasco y espero que en el Blog del club, aunque es una probabilidad que voy a cifrar, por poner un número, en el 50%. No hay un próximo, hasta que alguien lo proponga. Veremos si pasa, pero si no pasa, pues no pasará nada.

L’art de perdre, de Alice Zeniter. Mi amiga Pepa, que me tiene al día de las culturalidades francesas, me avisó de que se había fallado el primer Goncourt des lycéens en España. Con buen criterio pasaron de Eric Vuillard y se lo dieron a esta novela, ciento cuarenta veces mejor que El orden del día. Así que fuimos a la presentación y entrega del premio en L’Institut Français y me enamoró el tema y la autora, que es monísima. Para que lo comprueben, les pongo una foto ahí al lado.
La comedie (in)humaine, de Nicolas Bouzou y Julia de Funès, yo les dejo la foto à côté y verán que ella es remona y él tiene pinta de adolescente desgalichado. Se trata de un libro al que llegué a través de unos Podcast sobre filosofía que escucho en France Culture (esto queda muy gafotas, lo sé, pero a estas alturas del blog ustedes no me confundirán). En el podcast hablaban de la infantilización en las empresas y de la ideología de la felicidad, consistente en buscar tu felicidad para que seas más eficiente, cuando lo lógico (y lo adulto) es lo contrario: si nos dejaran ser más eficientes y encontrar un verdadero sentido a nuestro trabajo, entonces seríamos más felices. No se puede encontrar mucha felicidad en estar metido entre cuatro paredes todo el día, en reuniones absurdas y contestando a mails inanes. Pero, en fin, el mongomanagement actual sigue una moda imbecilizante de cultura buenista y de bienestar que no deja de ser una hipocresía completa. Los autores nos hablan de todo esto, aunque con más finura de lo que lo hago yo, por supuesto. Ellos se apoyan en la filosofía para explicarnos cómo la felicidad, aparte de ser un asunto privado, no puede (ni debe) ser un medio para la eficiencia. La aversión al riesgo, la confianza bajo control (WTF!), la proliferación de procesos, convierten el trabajo en un horror que se enmascara detrás de cestas de frutas, pulseritas para medirte el ejercicio físico de la jornada, mesas de ping-pong, salas relax y guarderías (en donde habría que ingresar a los empleados, asevero). «Lo contrario del juego no es lo serio, sino la realidad», citan a Freud, y es que «no hay nada más serio que un niño que juega», y citan a Nietzsche. La moda imperante es alejarnos del mundo del esfuerzo, la sana desigualdad, la inversión y el riesgo, y adentrarnos en una comedia que, lejos de provocar la felicidad, provoca una mayor angustia y aburrimiento: si trabajando no logras ser feliz, entonces la culpa es tuya, ya que la empresa pone todos los medios a tu alcance. Nunca se preocuparon tanto por nosotros y nunca hubo mayor número de casos de depresión en el curro. Esto es así. Pero bueno, yo se lo he contado deprisa y un poco alterada (estas cosas me alteran), pero ellos hablan de tema con sosiego y hasta con cierta gracia. Si leen francés, se lo recomiendo vivamente.
Otro de los libros a los que llegué a través de estos Podcast es La stratégie de l’émotion, de Anne-Cécile Robert, periodista de Le Monde Diplomatique, especializada en asuntos europeos y señora con cara de llevar razón después de haberlo pensado, tal y como pueden apreciar en la foto. La autora nos hace ver de forma muy inteligente la preponderancia que han tomado las emociones en detrimento de la razón y el pensamiento en nuestra sociedad contemporánea. Parece que todo se arregla llorando, y no. La teatralización y el espectáculo de los sucesos, que llenan los medios informativos forman parte de ese reino de la emoción que es el fatalismo: los políticos llorando delante del cadáver del niño Aylan para simular autenticidad y esconder que no van a hacer nada. Se ha reemplazado al héroe por las víctimas, cuando el héroe elige ser héroe, mientras que la víctima no tiene elección (un enfermo de cáncer no es un héroe, no, no se equivoquen ustedes; ni siquiera cuando ha vencido a la enfermedad). Y así las multitudes, en manifestación, lloran ante las cámaras y aplauden el féretro de unos chavales que se han matado en una curva a la salida del pueblo, en un espectáculo grotesco que a todos nos parece solidaridad, pero que no es más que una carrera a ver quién siente más, sin que eso comprometa a nada. Y así pasamos los días. La emoción es el terreno de la subjetividad, por tanto, de la división: con la razón, podríamos llegar a un acuerdo, pero ante el sentimiento la discusión se para y no continua. La sociedad deriva hacia terrenos peligrosos en los que no hay reflexión, en donde no se toma distancia de las cosas que nos pasan, un terreno abonado para populismos de una y otra índole, por no hablar de moralistas y censores que ejercen de guardianes de las diferentes sensibilidades. Otro libro realmente muy recomendable, también para francófonos.
El año se acaba con Las respuestas, de Catherine Lacey, una autora americana joven con pinta de lánguida, ahí la tienen. Por lo visto fue autora revelación en 2014. Hay que desconfiar mucho de las revelaciones, que mira lo que les pasó a los niños de Fátima. Catherine Lacey por lo visto fue aclamada por la crítica americana y sólo por eso debería haberme saltado este libro. En fin, un libro que tuve que leerme y así pasa, que se te hace bola y te dedicas a otras aficiones. La novela cuenta la historia de una chica que es un desastre, típica vida deslavazada y horrenda, que debe mucho dinero y le duele todo, y aparte ha sido víctima de una agresión sexual repugnante, y aparte recurre a una terapia de estas chifladas de karmas, iones, piedras y maniobras energéticas, un espanto todo, y entonces se mete en un experimento sobre el amor y los afectos que emprende un actor vanidoso y egotista. Y así, ella hará el papel de novia sentimental (también está la novia maternal, la novia colérica, la novia intelectual y otras cuantas). O sea, una historia muy loca y rara, rara, que es un poco infumable en especial al principio (las tentaciones de abandono son fuertes en las primeras cincuenta páginas, pero luego se anima de puro disparatada). Sin embargo, tengo que decir que la prosa es brillante y la mujer escribe bien, escribe contundente, con frases de las de subrayar y con un buen control de los personajes. Algo es algo, pero yo que ustedes me la saltaría.
Desde julio no me pasaba por aquí – cosas de la vida, de sus veranos y de sus vueltas de verano –, y aquí me tienen cumpliendo con el rito bimestral del Club de Lectura. En esta ocasión, un libro incalificable elegido por Juanjo. Me pregunto qué será lo próximo que tendremos que intentar leer. ¿Un tratado de apicultura?