Tomás Gómez y otros animales

Tomás Gómez Franco, más conocido como Tomás Gómez, es un individuo que nació en el año 1968. Así es que cuando murió Franco (el General, no su abuelo materno, también qué mala coincidencia para un tío tan progresista), él debía tener 8 añitos, lo cual no le impide recordar perfectamente aquellos años de opresión y considerarse un activo luchador contra la dictadura. Yo supongo que él, a esa edad, jugaría con pistolas, pero se lo vamos a perdonar: yo jugaba con muñecas, así es que estamos empatados en cuanto a educación sexista y maniquea…

Así es que este tal Tomás, político de claro recorrido uniprovincial, que siempre va muy preparado, dijo ayer en la Asamblea de Madrid de pronto, y mientras se discutía sobre recortes, que los abuelos de los actuales diputados del PP «robaron la infancia» a millones de españoles a los que hoy, ya pensionistas, además les «roban su jubilación». Luego dejó a todo el mundo con la palabra en la boca y se fue a la campaña de las elecciones gallegas. Para mí que se confundió de discurso, porque ese disparate es más propio de un mitin (en donde ya se sabe que sólo van los borregos y no a escuchar, sino a aplaudir), que de un parlamento, aunque sea giliautonómico. No es, sin embargo, un buen argumento para la barra de un bar, porque siempre se puede cruzar la frasecita con algún ruso, polaco o rumano que te saque del bar a bofetones…

En la radio, esta mañana, se distraían sacando a pasear a los abuelos y padres de destacados socialistas, reputados franquistas por no buscar otras cositas peores y más cercanas en el tiempo. Pero yo no creo que haya que hacer eso: de lo que haya sido o hecho el abuelo o el padre de cada uno habrá que hacer responsable en todo caso al abuelo o al padre de cada uno. Por ejemplo, el padre de Maru Menéndez, número 2 de Tomás Gómez, ya cumplió unos años en prisión por el 23F: ya ha pagado por ello, y sería muy injusto estigmatizar a su hija (este era uno de los ejemplos que se ponían).  Y no sólo eso, es que me parece a mí que haber sido un alto funcionario en los 50 ó 60, o un juez, o un capitán de navío, qué se yo, no le hace culpable a nadie de nada.

Lo único que cabe decir es que Tomás Gómez es que está loco, porque ¿a quién le sirve lo que dice, en el fondo y en la forma, y para qué? Sólo con que se hiciera esa pregunta seriamente, no lo volvería a decir más. Desde luego, si es así como quiere saltar a la política nacional, a base de acusar a bulto a los abuelos de los demás y fingiendo un rencor impostado (no es posible que se crea esas imbecilidades que dice), lo mejor que podría hacer este gobierno es darle un trabajo de cónsul honorario en Camberra, para que se distraiga con los ancestros de los australianos, que no parecen moco de pavo.

Y además, total, por uno más que pongan a dedo por ahí tampoco va a pasar nada…

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A VER, EL DE FILIPINAS.

QUE SE MANIFIESTE DE INMEDIATO,

QUE NO ME CREO QUE ME LEA DESDE ALLI.

Una de marcianos

Verán, yo soy un ser humano normal. Tengo cara, cuerpo, brazos, piernas y así, por dentro y por fuera, no me sobra ni me falta nada fuera de lo corriente. Me visto con ropa normal y por lo general voy calzada. Mi aspecto es saludable y no padezco defecto serio o mutilación alguna. Tengo un trabajo bastante normal en una empresa que paga impuestos y se dedica a realizar un comercio honorable y me relaciono normalmente con mis compañeros de trabajo, que por otra parte son muy normales. Mi familia es también normal y hasta tengo una perra muy simpática. No tengo antecedentes penales. Tampoco psicológicos o psicopáticos. Camino erguida. Mi vida social es de lo más corriente para mi edad y condición, y salgo con cierta frecuencia a comer, a cenar, a tomar cañas o de copas por Madrid y por provincias. Viajo y me conozco medio mundo. Tengo amigos, y aunque no he contado nunca cuántos y mi querida Mar diga que nadie puede tener más de diez, me parece que la cantidad es la suficiente para considerarse como normal. Y aunque detesto charlar por teléfono, me pongo cuando me llaman.

Pero ustedes son unos anormales. Pues sí. Y esos «arrobas» que entran desde Twitter más anormales todavía, así es que preferiría no verlos más por aquí. Son ustedes personas tímidas y asociales, con alguna tara mental que les impide relacionarse normalmente con sus semejantes. Se pasan el día entero encerrados en una habitación oscura pegados al ordenador, tecleando febrilmente tonterías en el Twitter, colgando fotos en Facebook, cotilleando perfiles en el Linkedin, o haciendo lo que se haga normalmente en Diggeo, en Google + o en otras redes de esas que proliferan como los champiñones. O leyendo blogs, que es una distracción tan absurda como improductiva. Incluso alguno entre vds escribe en alguno, que yo lo sé, que les he leído. Y para qué engañarnos, la mayoría de las veces no escriben vds más que tontás e irrelevancias. Y chatean, oh, dios mío. ¡Chatean! Vds creen que conocen gente, pero en realidad no conocen a nadie ni tienen amigos. Son ustedes unos solitarios y unos desubicados sociales y si tuvieran unas relaciones normales con los demás no andarían todo el día husmeando actualizaciones por la red.

Ah, y otra cosita ¿No tienen nada mejor que hacer en la vida?  La gente normal ve la tele, lee libros, y va al cine o a merendar con la familia los domingos… ¿De dónde sacan el tiempo ustedes, a ver? Cómo se nota que son ustedes anormales perdidos. Como sigan así, con tanto internet, van a perderse los besos de sus hijos, las rebajas de enero, y alguna que otra puesta de sol. Y si tienen novio o novia, vayan pensando en despedirse, porque terminará abandonándoles, loco de miedo por tanto obseso sexual y espeluznado por la superficialidad y la ordinariez que circula por la blogosfera.

Les advierto que si dejo abiertos los comentarios es porque no sé quitarlos, no porque confíe en vds. ¡Marcianos, más que marcianos!

Hija, ¿Qué quieres cenar?

– Hija, ¿Qué vas a querer cenar?

– Pues no sé, mamá, cualquier cosa

– ¿Cualquier cosa? ¿Qué has comido?

– Una ensalada y un filete a la plancha.

– Bueno, pues ¿qué quieres cenar?

– No sé, ¿Una ensalada de tomate?.

– Hija, ¿más ensalada?

– Bueno, pues no sé… ¿Acelgas? ¿Tienes acelgas?

– No. Bueno, sí, pero tendría que hacerlas.

– Bueno, pues otra cosa, mamá, cualquier cosa, de verdad.

– No, que las hago en cinco minutos.

– Que no, mamá, que no te molestes.

– Bueno, pues entonces ¿Qué quieres cenar?

– Pues no sé, cualquier cosa, me da igual. ¿Una tortilla?

– ¿Una tortilla? ¿Cuándo has comido huevos?

– No sé, no me acuerdo…

– ¿ Y no te apetecen unas judías verdes y un poco de pescado?

– Pues no mucho… ¿Tú qué vas a cenar?

– Unas judías verdes y un poco de pescado.

– …

– Si quieres, tengo judías verdes y pescado para las dos.

 

Ah, las madres…

Ñeñeñeñé

Tiene siempre un gesto en la cara que no sabes muy bien si es que ha pisado una caca o es que tanta desgana le ha producido un calambre en el labio superior. No es cuestión de tiempo, pero tampoco de lugar. En la oficina tiene esa cara de asco, ya sea en reunión, en su despacho, en el ascensor, si sale a fumarse un cigarrillo o si ya no sale porque dejó de fumar. La mala leche le dura en su casa, en las comidas, cenas, si va de copas, o si se acerca a recoger al retoño a la puerta del colegio. Si le ves o si te habla por teléfono, te escribe un mail o te manda un SMS. Permanentemente enfadado, incómodo siempre, como si hubiera dormido con un rulo que le ha estirado el labio superior y que le impide sonreir durante el día.

Ni tiempo, ni lugar, ni tampoco la situación concede tregua a lo desagradable del biotipo. Le molesta ir a trabajar, coger vacaciones, ir a ver a la familia o pasear al perro. Se queja de que tiene mucho trabajo y de que tiene poco. De que es una persona importante y de los problemas que le produce ser importante. De que no le han copiado en ese mail o de la hartura de estar en copia de todo. De que no tiene tiempo para tantas reuniones o de que no le han convocado, aunque no tenga interés en ir. De que tener que viajar y de no haber ido a ese viaje. De que no le inviten para poder decir que no. De que llega el viernes y se va a aburrir durmiendo y de que está agotado y le gustaría poder dormir. De por qué otro tiene ese coche, ese sueldo, ese trabajo, esa familia tan perfecta, esa madre tan estupenda o esos hijos tan silenciosos. No le parece bien que aquellos sean amigos, que ése sonría, que éste se enfade, te dice que aquél dijo, que el otro contestó, que ése respondió, y sólo usa la imaginación para interpretar retorcidamente cada palabra, cada gesto y cada alegría ajena. Y de su vida sexual no habla pero casi mejor, casi mejor…

Cotillas, nunca están de acuerdo, nunca conformes, todo les parece mal, de todo se quejan, por todo protestan, todo critican.  Son estrictos hasta la enfermedad, comprender es un acto de debilidad y la debilidad ajena se resume en un “que se joda”. En su mundo de sombras se mofan de la pasión y de la compasión, y en su mundo de espejos solo se refleja la sospecha, la desconfianza y el miedo.

¡Señor, qué insoportables!

Yo les llamo los ñeñeñeñé: gente que no está dispuestas a agradecerle ni medio segundo a la vida.

Pues el demonio que se vaya preparando, que va a tener petardo para toda la eternidad…

La vida entera

La vida entera, de David Grossman, es un libro que empecé a leer y que abandoné en la página 20, probablemente porque se cruzaría otro libro, y luego otro, y otro, hasta que ahora lo he retomado para el club del lectura. Lo he leído en una especie de carrera contra el tiempo y para llegar en fecha a escribir este post. Y me alegro de que sea así. Me alegro de haber tenido que obligarme a terminarlo, y también de haberlo terminado. Y es que se trata de un libro con el que es fácil distraerse: a veces pasa una mosca y se te va el santo al cielo.

La vida entera es ese instante en que una mano en forma de puño llama a la puerta y tres hombres del ejército te dicen que tu hijo ha muerto en una operación militar. Y para evitar ese instante, una madre emprende un viaje angustioso caminando a través del norte de Israel, sin importar mucho hacia dónde va, porque como ella dice “no me importa dónde estoy, sino dónde no estoy”. Mientras recorre el camino, Ora nos va contando la vida de su hijo en sus detalles más triviales, detalles que le sirven a la madre para mantener al hijo vivo, pensando que con ello le protege de la muerte, creyendo que si deja de caminar, si vuelve a su casa, entonces tendrá que escuchar que su hijo ha muerto.

Y al hablar del hijo, Ora nos habla de su propia vida, encajonada en un triángulo amoroso que forma con dos hombres que conoció de niña en un hospital, a los que ama a cada uno de una manera y que la quieren también, cada uno a su manera. Dos hombres que también han vivido una guerra que se repite en cada generación porque es siempre la misma guerra. Y uno de ellos, Abram, la acompaña en el camino y la escucha mientras ella le habla del hijo, y encuentra de paso la manera de curarse él mismo de sus propias heridas de la vida, una vida de la que se ha desenganchado después de que las torturas de la guerra le hubieran devuelto a casa convertido en un guiñapo humano.

Decía yo hace un mes que pocos libros justifican mil páginas. Este tiene 800, y durante las cien primeras, tres niños van forjando su amistad para toda la vida en un hospital y creo de verdad que más abundancia no siempre aporta mayor precisión. En su descargo hay que decir que el autor, David Grossman, tuvo el mismo reflejo que Ora, porque lo empezó antes de que su hijo se enrolara en el ejército y tuvo la sensación, durante mucho tiempo, de que mientras siguiera escribiendo libraría a su hijo de la muerte. El hijo de Grossman murió finalmente antes de que Grossman acabara el libro. Y yo me pregunto qué grosor de libro le hubiera salido si no hubiera tenido a su hijo destacado en una operación militar. Y también, cuál si el hijo no hubiera muerto.

Ah, la prosa es maravillosa, incluida la traducción. De no ser por eso, y por unos pasajes llenos de vigor repartidos por todo el libro y que indican que tenemos delante a un magnífico escritor, el libro hubiera ido directamente por la ventana. Creo que leeré algo más de este hombre.

También tenéis reseñas del libro en los blogs de Lo que pasa en mi cabeza, Desgraciaíto y Livia.

Mi avatar

En este rato de mi vida estoy reflexionando sobre mi nombre en el 2.0, porque me identifico hasta con 5 nombres diferentes. Esto, unido al lío entre la C. de Carmen y la de Curra, hace que sólo los muy seguidores o los amigos en 3D se aclaren. Por suerte, he conservado mi avatar todo este tiempo, salvo un par de momentos de debilidad que tuve en Twitter. Claro que comprobar los efectos devastadores que el cambio de avatar de los demás provoca en mí me hizo entender que el avatar es como el perfume: conviene no cambiarlo muy a menudo. Mi avatar es la foto de mis pies, también llamados piececitos y piesecitos (esto me encanta), aunque también haya quien, en el colmo del mal gusto, los llame pinreles.

La foto me la hice en el verano antes de abrir el blog, en el poblachón, en casa de mis padres. Es un verdadero placer sentarte en esa terraza en las tardes de verano a leer, placer que aumenta cuando ya no se oye el barullo de una piscina cercana, ni el de los macarras que todavía están eligiendo el ruido que cargarán en sus infames coches tuneados. Ese rato entre la siesta y la hora de ducharte para salir es un momento de calma en el que miras el mundo que eliges en tu lectura y, más allá del balcón, ves a parejas que pasean a sus perros, a niños en sus triciclos o en sus bicicletas con ruedines. Y a veces un amigo pasa y saca la mano por la ventanilla del coche para enviarte un saludo. Es la paz, la ausencia de preocupación y de peligro sin contaminarse de pereza o de indolencia.

Así es que eso significa este avatar para mí:  la perspectiva de un mundo amable y en reposo, la tranquilidad, la observación y la compañía de la creatividad.

Pero claro, de lo que yo quiero decir a lo que se entiende va mucho. Me han dicho que es una postura masculina, por ejemplo, y no le faltaba razón a quien me lo comentó, cuando yo me quejaba de que muchas personas creen que la C. es de Carlos o de Constantino. También que estoy echando los pies por alto, con la carga de mal humor y enfado que lleva. O que indica una evidente falta de educación y hasta que es una guarrería (tal vez hay quien no puede imaginar unos pies sin pensar antes en hurgárselos). Pero en fin, en general causa más simpatía que rechazo y a mí me parece que sí da sensación de, al menos, tomarse la vida con cierto desenfado.

La primera vez que me dijeron lo de «a sus pies» me provocó una enorme carcajada. Ayer en un comentario me hicieron reir de nuevo con esa salida, que le pone humor a la caballerosidad en estos tiempos tan ásperos. A la pregunta de si son míos suelo contestar con un «sí, los dos«, y para ciertos consejos sobre la conveniencia de una pedicura más frívola, tengo un montaje de fotoshop que queda de lo más apañado y que les pongo arriba para que me feliciten. Pero sin duda lo más divertido me lo dijo Ignacio Ruiz Quintano, la cuenta más ilustre de mi TL, que en una ocasión me escribió «Eso no son pies ¡son epígrafes!«, y aunque admito que aún no sé muy bien qué quiso decir, reconozco que un piropo así va más allá de cualquier vicisitud.

Y ya está. A partir de ahora mi avatar, además de unos pies y un epígrafe, será también un post.

Con mi agradecimiento a Dessjuest por la idea

Leer lo primero

Me tenían sentada en la gran mesa de metal que servía de enorme frigorífico, en la trastienda de la pastelería de mi abuelo. No sé qué edad tendría, pero era muy pequeña.

Un periódico. Un titular. No recuerdo la noticia, nadie la recuerda. Era algo sobre la URSS.

– La Ursursur

Recuerdo la noticia, todos la recuerdan. Ya sabía leer.

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Comida japonesa

Ya les conté en una ocasión que hace unos años fui a Japón en viaje de estudios. Mi experiencia entonces en lo que a comida japonesa se refiere era muy limitada: una cena en París en un restaurante en el que casi me vuelvo del revés. Me pareció espeluznante. Y sin embargo, mi gran descubrimiento en Japón, aparte de Japón, fue la comida. Con la excepción de un almuerzo a base de algas de todos los colores pero de un sólo sabor (el repugnante), me pareció una comida deliciosa. No sólamente los sabores, sino también la textura, los colores, la presentación, todo, me pareció una auténtica maravilla. Algo muy sorprendente, especialmente cuando yo esperaba estar una semana a base de patatas fritas y galletas. Las sopas, las carnes, los pescados, los mariscos, las frituras, los arroces, las verduras, todo estaba exquisito. Y daba un poco igual el restaurante, porque fuimos a buenos sitios, pero también a restaurantes rápidos en centros comerciales. Daba igual: aquello fue toda una experiencia gourmande.

Fuera de Japón, la comida japonesa siempre me ha parecido una porquería. Y no crean, que lo he vuelto a intentar en varias ocasiones. Sí, ya sé, ya sé, es que no elijo el buen restaurante. Pero a cambio, siempre elijo el menú degustación, que se supone que es el top de lo que pueden ofrecer. Y vaya, si eso es la degustación, qué será el «plato de resistencia»… Y el caso es que tiene buena pinta, la comida, tan mona, el cuenco de arroz bien pegadito, los pegotitos verdes y amarillentos de algo, el salmoncito rosado de cobertura de «esa cosa», la tempura, el sushi, el sashimi, el yakitori chinpún y el cliente con los palillitos yendo y viniendo, comiéndoselo todo, huy qué rico, y las salsitas, ésa es dulce, ésa es salada, ésa no sé pero pruébala, ni de coña, pruébala tú antes y ya me dices. Y luego, cuando acabo de comer y digo que me ha parecido una mierda, como siempre, y cuento lo de Japón entre suspiros de nostalgia, mi acompañante de turno me dice: no, es que este restaurante no es bueno, te voy a llevar a uno que es comida japonesa de verdad… Qué aburrimiento de promesa.

Para mí que no hay «japoneses de verdad» si no es en Japón. La materia prima no es la misma, y luego que es como si yo monto un restaurante español en Kioto: pues se pueden morir los clientes como se coman una tortilla de patatas que yo haya cocinado, aunque me llame Carmen Jiménez y haya nacido en el barrio de la Guindalera. Aquí yo no tendría éxito, y me parecería normal, pero llega Tamura Horikogui, un suponer, se viste con un mandil de motivos manga, se pone a hacer sopa, le llama Guachimiji, y el pijo de turno se deleita. Y luego se pone a hacer albondiguillas o fríe unos trozos de pollo y los ensarta en un pincho, le llama Yokoporo y ahí estás tú, comiéndote un pincho moruno infame y diciéndole arigato al camarero. Miren: en España ni se te pasa por la mente comerte unas albóndigas en un restaurante si no es de confianza, excepto si es un japonés. Eso sí: te las comes con mucho arroz y un par de palillos.

Ayer estuve en París, visitando un centro comercial. Cuando terminamos la reunión, nuestros anfitriones nos propusieron ir a comer a uno de los restaurantes del lugar. Nos dieron a elegir y entre las opciones, un japonés. En el límite, hubiera preferido un Mac Donalds, la verdad, pero nunca protesto en comidas de trabajo. Y ahí estaba yo, como una campeona, pidiendo un extra de patatas fritas con ketchup de acompañamiento. Por si los japos. Se ve que no tengo buen saque…

Carceleras del puerto

Como tengo mi vida programada hoy y mañana, programo yo también un post.

Me encanta esta canción. Carceleras del puerto, ya pueden adivinar quién canta.

La foto es de este verano. Cada día era un paseo así. Una maravilla.

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Mejor quisiera estar muerto, que verme pa’ toa mi vida en este penal del puerto, Puerto de Santa María

Centinela, centinela, tú has tenío la curpita que pase la noche en vela, que pase la noche en vela.

A dónde irá ese barquito, que cruza la mar serena. Unos dicen pa’Almería y otros que pa’Cartagena, y otros que pa’ Cartagena.

Barquito de vela que viene de Cádiz, que viene de Cádiz de aquella bahía. Y no llega al puerto, y no llega al puerto, Puerto de Santa María.