Quedar para pegarse

Madrugaron un domingo en Madrid y no precisamente para ir a comprar churros de desayuno.

Habían quedado a las ocho de la mañana para pelearse, para currarse, para darse de hostias, vamos. Los de un bando habían recorrido más de 600 kilómetros para el evento, porque es bien sabido – incluso para mentes elementales como las suyas – que para romperle las piernas al enemigo hay que acercarse. Los del otro bando los esperaban al lado del río, con las bengalas listas para dar la señal de salida. Eh, tíos, cuando suene PUM, ya podemos darnos, pero hasta entonces prohibido tocarse la cara.

Las tribus se diferencian por colores, que a su vez identifican equipos de fútbol. A veces dicen representar una ideología, un partido sin fútbol, y protestan a base de romper mobiliario urbano, acorralar policías o tirar adoquines. Gente que se organiza en manadas, en recuas, en fin todo muy pedestre.

Cabe pensar que si los clubes consiguen sacarlos del Estadio, entonces la montarán fuera, porque esa gentuza se divierte así. Y sin embargo, no es neutral eso de que «si consiguen sacarlos del estadio». Porque para conseguir una cosa, hay que intentarla. Hay que ponerse a ello. Hay que hacer cosas. Cosas concretas. Cosas contundentes. Cosas útiles. Que ya no estamos en primero de fútbol como para decir que si son cuatro descontrolados, que si no me representan, que el club tomará medidas, y bla, bla, bla y unas palabritas de condena. Si se quiere, se hace, hombre. Pero no se quiere hacer. Por desidia o por algo peor que tiene que ver con la conveniencia.

Coger un autobús y recorrerse 600 kilómetros con 43 tacos para zumbar a unos tíos de Madrid no es una chiquillada, ni un error de juventud. Tirar a un tío al Manzanares después de abrirle la cabeza no es un asunto de cuatro chavales descontrolados. Este espectáculo, sea fuera o dentro de un estadio de futbol, es un asunto de orden público. Y eso es una cosa muy seria como para dejarlo en manos de dirigentes que ya han demostrado sobradamente lo que dan de sí.

Unos no son aficionados sino vulgares delincuentes, de acuerdo. Pero hay otros que no son dirigentes, sino vulgares forofos. Me parece que hemos entendido lo primero, pero conviene tomar conciencia de lo segundo. Y entonces igual se puede arreglar algo.

La larga marcha, de Rafael Chirbes

ImprimirHoy, como día 1 que es, toca reseña del Club de Lectura. La última reseña del año, aunque no el último libro, como es lógico. En esta ocasión, se trata de una novela de Rafael Chirbes, La larga marcha, una novela en mi opinión magnífica que me ha encantado y con la que he descubierto a un Chirbes con una prosa mucho menos brutal, menos contundente, menos seca que la que emplea en los otros libros suyos que he leído, tal vez porque Chirbes no está indignado en este libro y simplemente se dedica a narrar. A narrar una derrota, y después la larga marcha de dos generaciones durante los cuarenta años que van desde la Postguerra hasta los estertores del franquismo.

El libro arranca en el final de los años 40, y nos va contando la historia de seis personajes y de sus familias. Personajes derrotados de los dos bandos, que vivieron el miedo y la tragedia de una guerra que todos perdimos y que sobreviven como pueden en pueblos y ciudades, tratando de salir adelante con profesiones que no tenían y que han debido improvisar. Cada personaje vive en su mundo, desconectados los unos de los otros y son sus hijos, a la vuelta de una generación, los que se encuentran y relacionan en el Madrid de los años 60, procedentes cada uno de una punta del país. Les une la ideología; una ideología que no nace de las referencias que la penuria impuso a sus padres, sino del ambiente intelectual de la época que maman en la universidad.

En la primera parte, Chirbes construye la novela a través de episodios muy cortos, que en sí mismos son una historia independiente y en los que va alternando la peripecia de los seis personajes y de sus familias. Y tú, lector, te preguntas qué tendrán todos esos personajes en común, aparte de un país devastado por la guerra, la penuria y el miedo. Es en la segunda parte cuando Chirbes, sin abandonar la estructura de pequeños capítulos, va acercando a los personajes y relacionándolos y compone la historia. Es decir, que primero presenta la historia descompuesta en historias independientes, hasta que se enlazan en un tronco común.

En realidad, la historia de los padres no explica el devenir de los hijos. La primera parte yo la entiendo como el dibujo de una sociedad que pare a otra, pero que no la explica (o no al menos como yo creo que quiere Chirbes que la explique). Sin embargo, sí me parece brillante el recurso a la hora de contar el origen de los personajes que son los verdaderos protagonistas de la novela y que son al final el tronco de la historia. Curiosamente, las historias secundarias cuentan el origen de los personajes, el tronco del que salen las ramas, pero son al mismo tiempo ramales de la historia.

Todo ello sin un punto y aparte, y sin un diálogo, que esto es muy del autor.  Una novela extraordinaria, aunque creo que mis amigos del club de lectura tienen otras opiniones, algunas muy diferentes. Los podéis leer, como cada mes, en La mesa cero del Blasco, Delenda est Carthago, La originalidad perdida y en el blog de Bichejo. Y a lo largo del mes, en el blog del club o escuchando nuestra tertulia en nuestro podcast (que tenéis señalado en un apartado en la columna derecha de este blog).