Ese amor tan publicitario

No sería el hombre que soy sin la mujer que aceptó casarse conmigo hace veinte años”, dijo Obama poco después de comenzar su discurso. “Dejadme decir esto públicamente. Michelle: nunca te he amado tanto. Nunca estoy más orgulloso que cuando veo que el resto de América también se ha enamorado de ti como Primera Dama de nuestra nación”. He llamado al dentista para que me prescriba un tratamiento de fluor para que no se me pasen los dientes con estas cosas los próximos cuatro años.

La campaña no puede estar completa si después de ver al atractivísimo Barack no aparece Michelle, con sus musculosos brazos, su sonrisa arrebatadora, sus caderas poderosas y su mirada felina.  Super guapos, super enamorados, oh I love you too, y todas esas cosas. Tal vez por eso Romney trató de desbaratar el efecto Michelle con una de esas paridas prefabricadas que se gastan en las campañas americanas: “Yo tengo a mi preciosa mujer Ann y él tiene a Bill Clinton”. No creo que pretendiera recordar a Clinton por su puridad ni por su pureza, sino por su puro. Y es que a mí con Clinton me pasa como con Carlos de Inglaterra: a uno le veo chupando un puro, y al otro le veo disfrazado de tampax. Qué quieren: Lakoff y sus cosas. Con Obama sin embargo veo el imponente cuerpo de Michelle.

Los políticos cuando se presentan a algo siempre nos cuentan algún cuento y en el caso de los EEUU, lo suelen adornar con algo de Disney. En Europa nos da un poco igual esas cosas y en España, por fortuna, nuestro publicistas políticos no han caído todavía en esas melosidades, aunque denles tiempo. Piensen en la pareja tan guapetona que hacían Felipe González y Carmen Romero (para mi gusto una mujer realmente guapa). Y aunque yo creo que estuvieron tentados con el juego que podrían haber dado Zapi y Sonsoles (técnicamente, atractivísimos), a todos nos quedó un poco de vergüenza para dejar en paz a una pareja que siempre optó por la discreción, y en eso les alabo el gusto.

Claro, que aquí las dosis de melaza nos las sirven en bandeja los Asturias, cuyo recato cursi y adolescente es un potenciador de caries de primer orden. Están entre el amor verdadero, el cielito lindo y el hoy te quiero más que ayer y mucho menos que mañana. Esas manitas siempre agarraditas las dos, espumas y terciopelo, esas efusiones que, debido a la diferencia de alturas, convierten al príncipe en un triángulo isósceles con el culo en pompa, emocionan hasta el punto de tener que retirar la vista del televisor. El amor pantojero, que tiene a  Leti «embrujá por tu querer» y al prince tarareando el «Quéate pa yo quererte» les aleja de un posicionamiento más Pimpinela y les acerca al pueblo llano. De todos modos, su impostada contención no tiene la menor importancia, porque ellos no se presentan a las elecciones: ya se sabe que un diamante es para siempre…

Mis sobrinas estuvieron en el Arena

Mis dos sobrinas, de 20 años, estuvieron en el Arena la madrugada del jueves pasado junto con otras seis amigas. Justo antes de que se formara la avalancha, decidieron marcharse porque aquello ya pasaba de lo insoportable. Se preguntaron ¿Derecha o izquierda? y la fortuna quiso que eligieran el pasillo que no fue. Una vez en el hall, notaron cómo cada vez había más gente: el túnel que ellas habían eludido estaba taponado, ya todos sabemos cómo. Decidieron largarse cuanto antes de aquella trampa, aunque tuvieron tiempo para ver la montonera y lo que estaba pasando. Subieron por las escaleras para salir rodeadas por un tumulto, hasta una grada desde donde se veía lo que estaba sucediendo. El sentido común y el ataque de nervios de una de sus amigas las llevó a intentar atajar por una puerta en donde ponía EMERGENCIA bien grande. Uno de la «seguridad», que llevaba pinganillo, se negó a abrirles la puerta. Le gritaron, le dijeron que había gente muriendo abajo, que aquello era una ratonera, pero aquel tipo sólo atendía órdenes de alguien a quien habían dado permiso para forrarse en una noche. Por fin alcanzaron la salida. La policía no estaba en el recinto, sino fuera. Lo mismo que las ambulancias. Y todavía seguía entrando gente. Un puertas le dijo a una de mis sobrinas ¿Pero por qué os vais ahora? y le respondieron: Porque hay gente muriendo ahí dentro. Pero él siguió cortando tickets. Cuando llegaron todas a los coches, aún necesitaron tiempo para llorar, para soltar los nervios, para respirar y calmarse después de lo que habían visto.

De camino a casa, vieron pasar ambulancias hacia el Arena. Se acostaron temiendo la cifra de muertos. Pensando en todos los amigos que estaban allí dentro, alguno de los cuales se salvó después de estar bajo la montonera, como supieron al día siguiente. Porque ellas vieron, sin saber hacer cálculos, cómo aquello tenía muchísimas más personas de las permitidas, cómo no había vigilancia, ni seguridad, ni servicios de orden, cómo las puertas de emergencia estaban cerradas, cómo sacaban a aquella chiquilla muerta, y cómo, tanto la policía municipal, la nacional, los SAMUR, todos los profesionales que están para protegernos y que saben cómo actuar, llegaron después.

Ahora nos toca asistir al desfile de periodistas del hígado sirviéndonos titulares tendenciosos, lágrimas y truculencia, y al espectáculo de políticos peleándose por asomar en la noticia o para pegarle al contrario con ella. También nos distraerán con asuntos menores, y hasta oiremos que lo que hay que hacer es prohibir las fiestas, la diversión y hasta la juventud si les dejan. Se escribirán sesudas reflexiones a cuenta de los valores, las salidas nocturnas, la responsabilidad de los padres y la música diabólica mezclada con alcohol, drogas y hedonismo, como si todo eso fuera de hoy, y no de cualquier generación que aún tenga memoria para recordar que hacía lo mismo ayer. Y pedirán que se hagan nuevas leyes, reglamentos, ordenanzas y regulaciones, cuando ni siquiera son capaces de cumplir y hacer cumplir las que ya existen. Y discutiremos sobre si la bengala fue antes o después, cuando en aquel pasillo, cualquier desmayo, cualquier tropezón podía provocar la catástrofe.

Esto no ha sido una fatalidad, una cornisa que se desprende por un golpe de viento. Y yo me digo que pago demasiados impuestos como para que el control y la seguridad de estas concentraciones masivas se deje en manos de tipos que sólo van a llevarse la pasta rápida. Diez mil personas son muchas personas para perderle la pista a según qué decisiones y para alquilar según qué responsabilidades. Me digo que pago a demasiados cargos públicos para que, de entre todos ellos, ni uno sólo tenga un poco de sentido común y haga, aunque sólo sea por una vez, su trabajo.

La gotera y el Cañon del Colorado

Es reincidente. No ella, sino su fontanero. Y la chapucería de un fontanero se mide del mismo modo que la maldad en un delincuente: por su reincidencia. Y a diferencia del delincuente, al fontanero le siguen llamando para que vaya a las casas en donde cometió su última fechoría.

Hace un par de años si no salimos en barco es porque en el aseo de la cocina no cabe ni un flotador de patitos, pero el agua chorreaba por las paredes. En realidad el desastre no se veía, porque ocupaba todo el techo, pero se conoce que al lavarme las manos me cayó un goterón en la nariz, que no es que me sobresalga mucho de la cara pero siempre está ahí para olerse la tragedia. El cuarto de baño también se vio afectado a pesar de estar en la otra punta de la casa, de lo que yo deduzco que el fontanero al que habían encargado esa parte de la reforma es un tipo concienzudo.

Lo de siempre, que se seque, que venga el seguro y que se pinte. Así es que la semana pasada eché la culpa de los desconchones que habían salido al pintor del seguro. Otro chapuzas, me dije. Entonces llamé a un pintor de confianza para que lo arreglara de inmediato, porque se puede vivir con el techo un poco arrugado, sí, pero miren, bastante tengo ya con reparar mis propias arrugas y  además, el cuarto de baño es un lugar del que se intenta siempre salir  mejor de lo que se ha entrado. Pero a lo que iba: en realidad los desconchones eran como el silencio de la selva cuando se acerca la marabunta. El miércoles salió la gotera, que es enorme aunque no tanto como para no dejar testimonio del blanco del techo. El nuevo aporte de color tendría un pase si fuera uniforme, pero la gama va desde el triste grisaceo de la humedad hasta un amarillo amarronado que, teniendo en cuenta el emplazamiento de la catástrofe, sólo me deja la alternativa de rezar para que se trate del minio de alguna tubería.

Anoche la gotera empezó a reivindicarse con sonidos. Un «plac-plac-plac» que seguía una cadencia lenta pero inquietante. Y el plac-plac-plac de toda la noche que se ha convertido en un «catacloc»: tenemos un agujero en el techo y una cacerola en el suelo para recoger el agua que va cayendo. Ahora el sonido es «cling-cling-cling», mucho más sinfónico, dónde va a parar, ya vamos mejorando.

Así es que les confirmo que lo de la erosión del agua que estudiamos en el cole es cierto, y que lo del Gran Cañón del Colorado es, a fin de cuentas, una gotera mal arreglada.

Una gracia de miedo (repost)

Una de las cosas que me pasan con las películas de miedo es que me dan miedo. No es una obviedad esto que les estoy diciendo, porque las películas de amor no me dan amor, las de aventuras no me convierten en Indiana Jones ni las policíacas en Phillip Marlowe, y con las de vaqueros no me pongo a mascar tabaco. Eso sí, de los musicales suelo salir muy cantarina, pero esa es otra excepción.

A mí me dan miedo los muertos, los cementerios y las conversaciones sobre la otra vida. No soporto la estética macabra, ni todos esos personajes de terror que  circulan por la literatura, los comics, las películas, o los diversos espectáculos, como el Conde Drácula o Frankenstein. No digamos el tal Freddy, la Momia o desechos similares. Les diré que no pude leer El perro de los Baskerville y que recuerdo con auténtico pavor El fantasma de Canterville. Todo esto se lo cuento para que se hagan una pequeña composición de lugar.

¿Ya se la han hecho? Continúo pues.

Se pueden figurar vds cómo las paso en estos días de buñuelos y huesos de santo. He bajado a Curra y me he cruzado por la calle con un señor que llevaba a su lado un chaval de unos 14 años lleno de sangre, vísceras y un moco verde por el pelo. En el parque, una pandilla de zombis caminaba deprisa y muy alborotadora hacia algún lugar oscuro. El infierno, sin duda. He dejado a Curra ladrar, no fuera que se acercaran y tuviera yo que ahuyentarlos con un par de palos en forma de crucifijo. Y luego, de regreso a casa, me he encontrado con la familia Adams al completo, Morticia a la cabeza, que salía en ese momento del ascensor.

He tenido que dar a Curra un tranquilizante. Y creo que yo me voy a tomar otro.

PS: Esta entrada la escribí hace un año. La vuelvo a postear porque, salvo que no me he cruzado con Morticia sino con Carry (después de la vomitona), sigue siendo de actualidad. Perfectamente.