Ha nevado en Madrid. La mayor nevada del siglo, han dicho, aunque decir eso es muy poco meritorio. Si hoy estuviéramos en enero de 1999 sería un record centenario, pero en 2021, con más de tres cuartos de siglo por delante, la frase es, cuando menos, un poco apresurada.
Empezó el viernes por la mañana a ritmo de bolero, luego la nube se pasó a la rumba, y a las ocho ya sólo se podía caminar. Alguien me dijo que ningún ser vivo había visto una nevada como esta en Madrid, y es cierto siempre y cuando demos a los árboles por muertos, aunque viendo cómo han quedado algunos igual es lo más corto que podemos decir. Unos tronchados, otros mancos, la mayoría con ese rictus penitente que se les queda al soportar tanto peso en sus ramas. Hay un pobre sauce delante de mi ventana que da hasta risa debajo de tanta nieve. Yo lo miro cada diez minutos a ver si se ha caído y ganas me dan de gritar a los vecinos que lo rocíen con agua caliente y le procuren algo de consuelo. Parece un viejecito jorobado apoyado en un bastón a punto de cruzar una calle sin semáforo. No apuesto por él.
Me emocionó el viernes por la noche y el sábado temprano, al sacar a las perras, ver así el barrio. La quietud, la solitud, el silencio. Tantos días de marzo y abril me vinieron a la memoria, pero con cuánta diferencia. Ayer era como si la mudez brillara en un Madrid que no sabe estar callado. Ayer no sentía esa calma siniestra y apocalíptica del confinamiento, la tristeza de los muertos, la parálisis del miedo. Ayer la quietud traía sosiego, ternura, serenidad y hasta seguridad, a pesar del quejido de los árboles.
Y luego, al avanzar la mañana, es cuando se vio Madrid. No sólo ese Madrid embellecido por la nieve y extrañado de claridad. No. Eso, para las postales. Ayer vimos de nuevo el Madrid que es.
La nieve aporta armonía y un orden visual que los madrileños nos dedicamos a desordenar con una entrega conmovedora. Con nuestros paseos por el barrio, con las guerras de bolas en Gran Vía, con los bailes en la Puerta del Sol, con los esquíes por Alcalá y con los trineos por todas partes. Hasta muñecos de nieve con forma de menina nos dio tiempo a hacer. Los madrileños ayer salimos a deambular como si no nevara. Y también salimos a reírnos del mundo, que para eso nos lo han puesto alrededor.
Este es el Madrid que es. Un Madrid divertido, curioso, imaginativo, descarado, juguetón, algo rebelde y, por supuesto, muy echao pa’lante. Ese Madrid travieso que va a su aire y al que, cuando lo rodea la inclemencia, le sale la simpatía y la compenetración. El Madrid disfrutón y un poco infantil. O quizá se ajustaría más aquello que cantaba Brel (sin referirse a Madrid, sino a unos amantes): «Hemos necesitado mucho talento para llegar a viejos sin ser adultos».
Me parece que el de ayer es un Madrid inexplicable para el que no vive aquí y marciano para el que no ha estado nunca. Deberíamos cambiar su histórico lema, tan poético como poco práctico, por el más corto y preciso de El que quiera, que me siga y así tal vez empezarían a entender algo los que son tan repelentes con nosotros. O no, ¡qué más da! Madrid va a su aire, aunque traiga copos de nieve.
Hoy, con un sol radiante y un cielo bien merecido, hemos salido de domingo y evaluado la magnitud del destrozo tan bonito que Filomena (a mi pesar) nos ha puesto delante de los ojos. También, si se tercia, a tomar un aperitivo a algún bar que se haya atrevido a abrir (que los hay). Y ya mañana lunes, rodeados de sirenas, soportaremos la incomodidad y el trastorno de esta movida, pero sin dejar que el desconcierto nos aflija. Seguiremos dando de qué hablar porque a Madrid le gusta mostrarse sin importarnos mucho que nos critiquen. Allá los otros: que cada uno mire y diga lo que quiera. ¡Y que nos quiten lo bailao!
Año de nieves, año de bienes. Sea.
Imagen tomada el 9 de enero, hacia las 9:30