Apple

El primer Mac que tuve – y que conservo con cierto romanticismo en mi trastero – lo compré en 1992 y me costó 240.000 pesetas. Era el Mac LC y le llamaban la caja de pizza. Entonces era caro, y cierto que pagabas más, pero es que no pagabas por lo mismo. La informática – que no la tecnología – me aburre muchísimo y la gran virtud de Apple es que sus ingenieros trabajan muy duro para que los usuarios no tengan que hacer la mitad de su trabajo al utilizar el ordenador, es decir, me simplifican la vida. Esto y el diseño siempre me han enamorado. Y si hubiera comprado acciones de Apple hace un año también me hubiera enamorado de su cotización, aunque eso – su estrategia empresarial – merece un capítulo  aparte.

Mi hermana se compró un Mac hace poco y me tomó por un hep desk, llamándome a cada momento. Y cuando se excusó porque no sabía configurarlo le respondí, algo irritada: un Mac no se configura, ¡un Mac se enciende! Ya al decirme que no se podía conectar a internet, le pedí que se pusiera su marido al teléfono para comprobar que, efectivamente, seguían con la wifi estropeada (lo que me recuerda una anécdota muy divertida de mi madre, a quien le preguntaron en Telefónica si quería wifi y dijo que no, que prefería pagar por transferencia). En fin, cosas de hermanas y de madres.

Hoy, con algo de retraso, me he comprado una i-pad. Yo le llamo en femenino y lo pronuncio tal cual. Tampoco digo aitiuns, digo itunes (un macarra de mi oficina dice aitiunes, que es el colmo). En fin, abrir una caja de Apple es siempre un placer: todo cuidado, sencillo, elegante. Dentro, como un regalo adicional, el sobre minimalista con las instrucciones: una tarjeta con cuatro sencillos pasos. La batería, cargada por supuesto.

Y eso es todo.