En el pueblo donde voy a veranear es bastante corriente ver el siguiente fenómeno. Los nativos se construyen chalés enormes, como terrones cuadrados de tres plantas y muchos tejadillos – sin duda para esconder el diseño primitivo y vulgar de cualquier orangután municipal con título de arquitecto -, ocupando prácticamente toda la parcela. Dirán que para jardín ya tienen el pinar. Después, el medio metro cuadrado que dejan sin construir – y libre de estatuas espeluznantes de enanitos, angelitos y hasta alguna diosa griega – lo cubren de baldosa, supongo que con tres objetivos: que no haya polvo ni barro; aumentar la superficie que ellos consideran habitable (si no hay suelo construido, deben pensar que no es habitable); y olvidar que son de pueblo. Y luego algunos hacen una cosa curiosísima: plantan césped en el exterior del chalet – al otro lado de la verja, por supuesto, de ladrillo -, de manera que tienen jardín, pero en la calle. Para plantarlo y mantenerlo no contratan a nadie, sino que se valen ellos mismos. Y por supuesto, te regañan si lo pisas, aunque lo hayan plantado en el medio de la acera. Es suyo porque lo han plantado ellos. Claro.
He recordado esto al leer sobre la proliferación de terrazas en Madrid, con motivo de la ley anti-fumador. O sea, que no les conviene del todo que dejemos de fumar. Y tampoco les conviene del todo que dejemos de beber. Y tampoco les conviene del todo que el pago de licencias decaiga. Así es que, en el fondo, lo del jardín mola. Yo nunca hubiera pensado que en España faltaran metros cuadrados para beber, tomar café o comer… pero por lo visto, sí, faltaba espacio. Pero al final, esto es como el que planta el césped en la calle: ni tienes jardín, ni tienes césped, ni tienes acera, ni vecinos que te comprendan, ni sentido del ridículo, ni te has quitado las preocupaciones, ni el trabajo, ni la necesidad de limpiar, ni las garrapatas en mayo.
¿ Los garrulos de mi pueblo son más espabilaos de lo que parecen?