Las partículas elementales, de Michel Houellebecq

«Es chocante comprobar que a veces se ha presentado la liberación sexual como si fuera un sueño comunitario, cuando en realidad se trata de un nuevo escalón en la progresiva escalada histórica del individualismo.»

Las particulas elementalesLeí hace más de un mes esta novela, Las partículas elementales, de Michel Houellebecq, libro que me venía recomendadísimo por una buena amiga. He tardado un poco en escribir un comentario porque es una novela para dejar reposar y luego releer las anotaciones y así ver si consigo sacarle la esencia.

La novela cuenta la historia de dos hermanos de madre, muy diferentes entre ellos. El uno, Michel, es un científico, un hombre que vive encerrado en sí mismo, sólo pendiente de su profesión y sin ninguna otra pasión con la que entretenerse, aparte de comprar en el Monoprix. Bruno, sin embargo, es un profesor que intenta hacer sus pinitos como escritor, que vive obsesionado por el sexo hasta casi enloquecer, o sin el casi. La relación entre los hermanos es escasa, pero hay una relación y llegan, en cierto modo, a la misma resolución de la sociedad, aunque por caminos muy distintos.

A donde los dos hermanos llegan es, en mi opinión, a que el amor no es necesario en nuestra existencia. El individuo solo puede vivir una vida plena, o al menos puede aspirar a ello. Es el deseo y su satisfacción lo que hay que procurar. Y uno se lo procura, hasta casi enfermar, y el otro busca la solución en la ciencia, para hacer irrelevante la necesidad de pareja y la reproducción. El libro es una distopía disfrazada, y no se crean vds que deja con buen estado de ánimo. Pero la buena literatura es lo que tiene: no se trata solo de contar una historia, sino de hacer pasar las ideas, de provocar la reflexión a través de la composición y la mentalidad de los personajes.

Por el camino, Las partículas elementales dirige una carga de profundidad muy divertida – y sin duda muy provocadora – contra la revolución sexual (¡la sexualidad socialdemócrata, lo llama!), la generación del 68, los hippies, la «liberación» femenina y todo el movimiento flower power, al que ridiculiza sin compasión, y al que acusa de degenerar en crueldad, toda vez que se libera de las obligaciones morales ordinarias. No se queda ahí Houellebecq, sino que tira contra muchas otras cosas, básicamente contra una sociedad entregada a provocar el deseo sin satisfacerlo, hasta ser devorada por él.

El libro contiene un fuerte contenido sexual, y en algún pasaje, unas dosis muy altas de violencia. Tampoco nos vamos a asustar a estas alturas de la vida por leer ciertas cosas, pero si el autor buscaba que comprendiéramos lo que es el hastío, desde luego lo consigue. Ya he dicho arriba que el erotismo es un concepto completamente inútil en la vida de los dos hermanos. Así es que mogigatos, abstenerse.

Y después de todo lo anterior, yo lo recomiendo vivamente. Creo que es un gran libro, muy bien escrito, muy bien planteado y bien resuelto. Y que da que pensar, aunque luego se olvide. O no.

En sí, el deseo, al contrario que el placer, es fuente de sufrimiento, odio e infelicidad. Esto lo sabían y enseñaban todos los filósofos: no sólo los budistas o los cristianos, sino todos los filósofos dignos de tal nombre. La solución de los utopistas, de Platón a Huxley pasando por Fourier, consiste en extinguir el deseo y el sufrimiento que provoca preconizando su inmediata satisfacción. En el extremo opuesto, la sociedad erótico-publicitaria en la que vivimos se empeña en organizar el deseo, en aumentar el deseo en proporciones inauditas, mientras mantiene la satisfacción en el ámbito de lo privado. Para que la sociedad funcione, para que continue la competencia, el deseo tiene que crecer, extenderse y devorar la vida de los hombres.

 

Mis guerras con las hormigas

hormigasA mí las hormigas son unos animalitos que me caen muy bien. Claro, que luego te sientas un domingo en el sillón de tu casa, pones una de esas cadenas de televisión patéticas que tienen el dial entre la teletienda y la reposición de Manos a la obra, vas, te topas con la película de Cuando ruge la marabunta y como no tengas mucho sueño, tu amor y simpatía por las laboriosas hormiguitas desaparece de golpe y porrazo, hasta el punto de que si por la tarde no bajas al perro al parque con escafandra es porque no tienes una escafandra, no porque te falte prudencia y te sobre aprensión.

Yo recuerdo hace unos años, en la casa de la playa de mis tías, que pillamos al jardinero con el pie cambiado y no había fumigado cuando llegamos, así que tuvimos una manifestación de hormigas en la entrada de la casa después de la primera cena en el jardín. Mi madrina se armó de Cuchol y organizó una masacre en toda regla al día siguiente. En realidad, el jardinero hubiera hecho lo mismo, porque en esa casa no tienes cómo parar a las hormigas cuando se ponen en modo ejército, pero ver el paisaje después de la batalla era terrible. En fin, las hormigas fueron muertas y literalmente barridas, y el recogedor no daba abasto para recoger tanto cadaver. Qué horror.

En mi cocina en Madrid aparecieron en una ocasión. Siempre siguen la misma pauta. Primero ves una, luego dos, y cuando quieres recordar, ya han organizado la cadena de alimentos. Entonces tenía yo un gato, Benito, y el pobre me miraba espeluznado, porque su comida había sido el primer botín que había encontrado aquella marabunta. No era para menos: la comida de los gatos (la húmeda), huele que alimenta. Sin embargo, no usé ningún insecticida, yo con los animalitos tiendo a la comprensión. Simplemente me senté a observar a dónde se llevaban la comida, y descubrí una mini ranurilla ahí justo donde se juntan los azulejos con el suelo. Me bajé a la ferretería, compré silicona y ya no tuvieron cómo entrar. Ni cómo salir, aunque de eso me di cuenta más tarde y, aunque no fue una carnicería, sí se puede hablar de exterminación sin mentir en absoluto. Pero en fin, entre darles portazo y el Cuchol de mi tía, a mí me parece que mi solución fue mucho más civilizada.

Hoy he tenido que repetir estratagema siliconeril en mi casa del poblachón. Aparecieron ayer por la mañana, también en la cocina. Por la noche, cuando me fui a acostar, había unas cincuenta hormiguitas correteando entusiasmadas a la búsqueda de miguitas y con pinta de estar planeando un asalto heroico al cubo de la basura. Cuando descubrí el agujerito por el que entraban, y recordando la experiencia de Madrid, me dediqué a barrerlas hacia él para que se fueran. Luego tapé el agujerito con una pelotilla de papel higiénico, a la espera de poder comprar hoy la silicona. Muchas lograron salvar la vida y sólo tuve que matar a unas cinco o seis rebeldes que no quisieron marcharse, con todo el dolor de mi corazón. Hasta me cambié de zapatos para hacerlo, porque llevaba unas botas con suela de dibujo con las que yo creo que morían lentamente, sobre todo si no consegía acertarlas con el relieve. En fin, si somos animales superiores, somos animales superiores.

Esta tarde he visto de nuevo tres en la terraza. Son unas hormigas distintas, porque las de ayer eran muy chiquititas. Estas eran gordas, moradas, cabezonas y que se atreven con las paredes. No me han caído muy bien. He matado a una muy descarada y a las otras dos les he dado un papirotazo y han salido despedidas entre la barandilla. Y luego me he ido a jugar al padel y no me ha dado tiempo a pensar cómo frenarlas en la terraza: aquí no vale la silicona, desde luego, y un cerramiento, además de caro, sería como reconocer una derrota. Hum. Algo se me ocurrirá. Ya les he dicho, de entrada, que las hormigas son unos animalitos que me caen muy bien. Ahora bien, esta es mi casa y no recuerdo haber cursado ninguna invitación. Hombre.

 

El héroe discreto, de Mario Vargas Llosa

El héroe discretoAquí estamos, día primero de mes, con el comentario del libro del Club de lectura. Este mes hemos leído El héroe discreto, de don Mario. A mí me gusta mucho este autor, creo que lo he dicho otras veces. Así es que yo, de partida, ya iba entregada. Y desde luego, no me ha decepcionado.

El libro cuenta dos historias en paralelo, la de Felícito Yanaqué (menudo nombre), que es un transportista hecho a sí mismo y que es chantajeado; y Rigoberto, un empleado de una aseguradora que, cuando se dispone a jubilarse, es reclamado por su jefe para que sea testigo de su próximo matrimonio con una criada. Las dos historias van alternando los capítulos, una sucede en Piura, la otra en Lima, sin una relación aparente y de forma independiente, aunque el lector espera el momento en que el autor relacione a los personajes. Y hasta aquí de qué va la novela. No digo más porque no quiero destriparos nada de una trama que el propio autor se encarga de calificar:

Dios mío, qué historias organizaba la vida cotidiana; no eran obras maestras, estaban más cerca de los culebrones venezolanos, brasileños, colombianos y mexicanos que de Cervantes o Tolstoi, sin duda. Pero no tan lejos de Alejandro Dumas, Émile Zola, Dickens o Pérez Galdós»

No hay que descubrir ahora a Vargas Llosa, que es un autor en mi opinión formidable. Lo era antes del Nobel y lo va a seguir siendo ojalá que por muchos años. Don Mario consigue que vayamos siguiendo las historias con mucho interés. Las dos son tramas en donde encontramos chantajes, venganzas, lealtades inquebrantables, principios irrenunciables, traiciones, trapacerías, y en el fondo, dos historias que van y vienen entre la pillería y los códigos de honor, ambos más propios de un mundo de siglos pasados que en América te vuelves a encontrar de forma actualizada. Yo no sé si sólo me pasa a mí, pero siempre que leo a autores sudamericanos me imagino un mundo de principios de siglo. Vargas Llosa sitúa el libro en el Perú actual, pero sea por el lenguaje o sea por imaginaciones mías, yo veo a las señoras con miriñaque y a los caballeros con panamá.

Un párrafo especial merece el vocabulario. Madre mía. Vargas Llosa necesita un diccionario para él solo. Abro el libro. Empiezo a leer y en la primera página ya he anotado: chancaca, melcochas, chifles… bueno, eso es comida. Pero cuando se ponen a hablar… ¡Uf! Mangaches, pucha, camal, churre, mataperradas, trompeaderas, bulín, cafiche, encanar, lúcuma… Cuando las usa mucho, ya las entiendes (churre = chaval), pero otras son difíciles de comprender. Con todo, es un lenguaje muy sonoro, y muy divertido. Tiene giros, como «sacar canas verdes» o «tener a alguien en pichingas» (en ascuas) que yo he decidido incorporar a mi lenguaje habitual. Si hasta se divierte el autor:

«¿Enchucharse?», pensó don Rigoberto. «Debe ser la palabra más fea de la lengua castellana. Una palabra que apesta y tiene pelos»

El libro tiene ritmo, y Mario Vargas Llosa hace algo que me parece una genialidad, y es que maneja varias escenas a la vez simplemente alternando las conversaciones, es decir, introduciendo la conversación de otro personaje que está en un plano temporal distinto en la primera conversación. Y lo hace sin que te des cuenta. Hasta tres escenas llega a manejar y le sale con una naturalidad pasmosa. Es un recurso que parece más del cine, y que yo no había visto nunca (quizá se usa muy a menudo, yo no lo sé) y me ha parecido muy estiloso y muy elegante.

A mí me ha encantado el libro y me ha divertido mucho. Pues sí, che guá.

Tenéis, como cada primero de mes, otras reseñas de este libro en La mesa cero del Blasco, en La originalidad perdida, en Delenda est Carthago y en el blog de Bichejo. Y a lo largo del mes seguiremos hablando de él en el blog del Club de lectura.