Huy, de John Lanchester

Huy de LanchesterNo tenía ningunas ganas de leer este libro, la verdad. Y con seguridad, si no me hubiera comprometido a leerlo, ya no lo hubiera hecho nunca, porque leer en 2014 un libro que trata de la crisis iniciada en 2007 con la perspectiva y visión británica de 2009 me parece una fabulosa pérdida de tiempo. Y sin embargo me ha distraído y me ha parecido a ratos interesante, porque aunque es un poco para dummies, está escrito en una prosa fácil y con cierto sarcasmo.

El libro tiene algunas cositas muy de brochazo, lo que parece normal en un ensayo escrito por alguien que no es un especialista. También algunas ideas de fondo que, si no vas avisado, te llevan directo al pensamiento único según el cual el libre mercado es el causante incluso de la muerte de Manolete, aunque luego parece que al autor le da la risa hasta defenderlo. El autor mezcla un bariburrillo de conceptos hasta llegar a eso que llama el «capitalismo salvaje», que es una cosa tan horrenda y difusa que yo creo que sólo existe en Somalia. La verdadera mano invisible, o sea los Estados, no parece que hayan tenido ninguna culpa en este cacao, y la existencia de las deudas soberanas directamente ni se mencionan.

También, como buen periodista, nos permite leer algunas imbecilidades, como que el comunismo enseñaba a los niños los principios y las prácticas del sistema  en el que vivían para que nadie, nadie, pudiera mentirles ni engañarles (suenan los violines de fondo mientras un coro de angelitos sonrosados se disponen a tocar la lira), así como que esos sistemas comunistas servían como contrapeso del capitalismo: una vez derribado el muro, los trabajadores (y la famélica legión) pudieron ser ya felizmente explotados por los ricos riquísimos, que son los únicos con posibilidad de pecar de codicia y que, para más INRI, quieren acabar con nuestro bienestar y nuestras libertades. Pero en fin, son imbecilidades que también se pueden escuchar en una de esas tertulias a las que invitan a Paco Marhuenda, de manera que no hay que darles la menor importancia.

Básicamente, el autor nos cuenta cómo el sistema de evaluación de riesgos no funcionó, en gran medida debido a la sustitución del oficio, la experiencia y el sentido común por fórmulas y cálculos matemáticos carentes de rigor que nadie comprendía. En palabras de Warren Bufet, «el riesgo deriva de no saber lo que se está haciendo». Y esto pasó con el florecimiento de un ejército de «quants» (lo que yo llamo «gafotas»), esos técnicos sin infancia que, encerrados en sus hojas de cálculo, establecían probabilidades para todo, menos para lo inesperado. Cuando se confunde el riesgo con la incertidumbre, tu problema no es el control, sino la prudencia.

Además de lo anterior, la puesta en circulación de instrumentos financieros que tampoco nadie entendía muy bien y que garantizaban las pérdidas de las inversiones. Esto permitía endosar deudas con alta probabilidad (por no decir con total seguridad) de impago, y era lo que permitía dar créditos a personas que no los podían pagar, porque esos créditos se vendían después. Y al fondo se ve a unos gobiernos negligentes que empujaron a ello, porque, a ver ¿cómo es posible que un negro sin ingresos no pueda ser también propietario de una vivienda? El autor pasa de puntillas sobre el hecho de que Freddy Mac y Fannie Mae eran entidades públicas, o que los tipos de interés estaban por los suelos…

Pero en fin, al final, es toda una borrachera colectiva en la que los pichones, es decir, los prestatarios de créditos, también cayeron encantados y corrieron a comprarse el BMW. El follón que conocemos, vaya, y que al final pagamos todos. Y es que la dormidera del tener, y no del ser, nos tiene la mar de entretenidos aunque luego, y esto pasa en todas partes, protestemos cuando las pérdidas se reparten convenientemente, gobierne quien gobierne, en aquello que Judt llamaba el albur moral y que mencioné por ahí en otro post.

¿Y Spain? Pues Spain (con S de PIGS) es mencionada en un par de ocasiones, una de ellas con un candor que hizo que se me saltara alguna lagrimilla. Lanchester habla con admiración de la fortaleza de nuestro sistema bancario, gracias a las provisiones contracíclicas y a la férrea vigilancia que empleaba el prudente y nunca suficientemente admirado regulador, aunque olvida (o tal vez ignora, lo que es sin duda menos grave) que ese mismo regulador dejaba campar a sus anchas a las Cajas de ahorros, infestadas por políticos que querían ganar elecciones. O sea, lo que viene a ser echar la soga tras el caldero, aunque eso no lo dice él sino yo, que para eso estoy aquí y me he leído el libro.

Ya les digo, un libro coyuntural leído fuera de coyuntura, que tiene ratos interesantes, como es cuando habla del negocio bancario como de una ciencia espacial (con mucha coña) y de cómo los cálculos de probabilidad del riesgo pasaban por alto lo inesperado (la incertidumbre). Por cierto ¿sabían vds que la primera causa de muerte por accidente son las escaleras?

Vayan con cuidado…

Test de españolidad

Bandera de España unmundoparacurraUna asistenta extrajera que trabajaba en mi casa, que por cierto ha regresado a su país, me dijo en una ocasión que al día siguiente llegaría algo más tarde porque tenía que hacer unos trámites para conseguir la nacionalidad española. Mi respuesta, reconozco que sin reflexionar, me salió del alma:

– ¿Pero por qué?

Supongo que cinco minutos antes habría leído yo cualquier periódico y estaría en ese estado de desolación antipatriótica que se me queda siempre que acabo de leer la sección de nacional. O quizá me vino a la mente aquella frase de Cánovas, que decía que «es español el que no puede ser otra cosa». Ella me miró sin comprender y supongo que le pareció una falta de tacto por mi parte, y hasta puede que tuviera razón. Esta brusquedad nuestra, tan maleducada, tan de escupidera, tan de contestar con prontos, tan irreflexiva, es el reflejo de lo que es un español de pura cepa. Dime qué piensas y me opongo, qué haces y  te lo critico y qué quieres, que quiero algo igual.

Me venía esta anécdota a la cabeza leyendo un artículo sobre la intención del gobierno de uniformizar los exámenes (test o juicios) que se hacen a los inmigrantes para determinar si están suficientemente integrados y así, si los superan, darles la nacionalidad española. Por lo visto, aquí cada uno pregunta un poco lo que le da la gana, hasta el punto en que hay casos en que lo que se hacen son exámenes de cultura general que  no pasaría el 60% de los españoles, por poner un porcentaje amable. Porque si tú preguntas por ahí, como decía el periódico, cuáles son las dinastías que han reinado en España, hay españoles a los que habría que explicar previamente lo que es una dinastía.

Pero en fin, que el gobierno va a poner orden. Eso de que se pregunte qué pasó en 1714 no parece una buena idea, porque tal y como están las cosas, la mayoría contestará que es el minuto en el que el Camp Nou se dedica a pedir la independencia. Y por otra parte, para detectar a un español, no hay que preguntarle si sabe quién es Bárcenas, sino si le tiene un poco de envidia.

Yo, francamente, creo que bastaría con medir los decibelios que alcanza el inmigrante cuando discute. Y si todavía son pocos, le daría el libro de Belén Esteban para que se lo leyera por encima y una bandera con la condición de que sólo la usara en caso de que España llegue a una final de un mundial. Con eso y con un «vuelva vd. mañana», asunto resuelto.

Cuadernos azules, de Nuria Marugán

Cuadernos azules de Nuria MarugánHe tardado unos días en ponerme a escribir la reseña de este libro de Nuria Marugán. No es el suyo un libro para leer con prisas, ni para solventarlo en una tarde, a pesar de ser un libro corto, de poco más de cien páginas.  Una prosa cuidada, sencilla, emocionante, fabricada con pequeños detalles, con briznas de vida. De la hoja de un árbol, de un breve pasar de un pájaro, de una gota de lluvia, de un instante de sol que a todos nos pasaría inadvertido, saca todo un mundo de sentidos y sentimientos.

Cuadernos azules es el segundo libro que publica, aunque no estoy segura de que sea el segundo que escribe. Esta autora de Valladolid tiene otro libro publicado, Carta a Hedda, que reseñé aquí en su momento (CLICK) y que me encantó. Los cuadernos azules son un diario que va desde finales del 2009 hasta septiembre de 2012, resumido en pequeñas notas independientes y tituladas con palabras escogidas. Y como tal diario, necesariamente íntimo, nos va desvelando sus temores, sus tristezas, sus esperanzas y alegrías, sus sentimientos y sensaciones a lo largo de ese tiempo que va muy despacio, porque la autora se toma la molestia de mirarlo. Y lo hace con una escritura de muy alta escuela.

No es un libro divertido. Se atisba, detrás de la capacidad sensitiva de la autora, la tristeza, a veces el tormento, muchas veces la desolación de una vida en la que la autora advierte la crueldad, la fealdad, la frivolidad de los otros. Nos habla de su casa desvencijada y solitaria, en la que no deja que se marchiten las flores porque le trasladan a un ambiente decrépito y decandente; nos cuenta sus encontronazos con personas crueles, sus cruces con «hombres desnatados»; nos va relatando sus problemas de salud, su dolor físico; nos habla de las sombras de ayer, en las que se adivina un episodio de acoso (o algo peor)… Pero mientras nos cuenta todo esto, sabe encontrar la belleza de fondo (probablemente belleza es la palabra que más se repite en el libro), la emoción, la luz, la sencillez de las cosas. Las flores marchitas de pronto se han convertido en un precioso ramo renovado y fresco.

Nuria te hace sentir frío y consigue que creamos que, en algún cajón, tenemos guardado un cepillo de dientes mágico que nos devolverá alguna sonrisa perdida.

Le deseo mucha suerte en su carrera como escritora y espero, paciente, su nuevo libro (que por el ritmo que lleva, será dentro de un año).

PS: Os adjunto el enlace a la página web de Nuria Marugán. CLICK

Salarios y políticos

DSC_0027 recortadaUsted puede estar mal pagado de dos formas: porque cobra menos de lo que merece, en cuyo caso usted pringa, o porque cobra más de lo que sería razonable, en cuyo caso quien sale perjudicado es su empresa. ¿Cuál es el salario justo? Pues esto es difícil de decir. No solamente el retorno en forma de beneficios contantes de lo que se gana es lo que debe primar, puesto que en ese caso ¿Cómo pagamos a un médico, a un maestro, a un barrendero? ¿O cómo pagamos a un contable?

Lo conté en una ocasión: la historia de aquel señor que buscaba las llaves debajo de una farola no porque tuviera la certeza de que las llaves estaban ahí, sino porque era el único sitio donde había luz. Y así, es fácil – y hasta intuitivo – calcular la rentabilidad (en forma de retorno o en forma de productividad) de un señor que trabaja en una línea de producción, en una caja en un supermercado, o en una red comercial. Pero hay otros puestos para cuya medición la cosa se pone realmente difícil, y uno tiene que hacer los cálculos a partir de la pérdida que provoca su ausencia, o de los riesgos que evita.  O del daño que produce hacer mal su trabajo, como es el caso del comandante de un avión, cuyo pilotaje no atrae a más viajeros, pero puede provocar una catástrofe.

Así que me parece evidente que no es solo el retorno de la inversión del trabajo lo que determina el salario. También el equilibrio entre oferta y demanda importa y mucho, y hay que considerar igualmente la cualificación y la dificultad del trabajo que se desempeña. Y la responsabilidad, porque no mucha gente está dispuesta a aceptar un salario, por muy bueno que éste sea, si implica poder acabar en una carcel por firmar papeles, o simplemente si implica llevarte trabajo a casa los fines de semana. El trabajo es un producto que vende el trabajador, con su precio, con su elasticidad, su estabilidad, su escasez y su abundancia.

¿Y cómo medimos a los políticos, para saber si están bien o mal pagados?

La respuesta corta sobre el sueldo de los políticos es que cobran más de lo que merecen y menos de lo que sería razonable. O sea, que están mal pagados, pero al revés que la gente normal. Lo cual es normal, porque casi todo lo que tiene que ver con los políticos es anormal.

Los políticos en España son, por lo general, medio analfabetos, sin experiencia profesional, de ética más que dudosa, y sin ningún mérito o utilidad que reseñar en su historial. Como encima son legión, la empresa España SA se deja hasta las pestañas para mantenerlos a todos sin obtener nada a cambio. Sin embargo, no parece razonable que algunas posiciones del Estado estén remuneradas como si fueran directivos de medio pelo en una empresa mediana. Con lo cual, España SA sólo atrae a mediocres, y vuelta a empezar.

Yo le pagaría gustosa a Rajoy un bonus de 10 millones de euros si hiciera un buen ERE para el 80% los asesores, enchufados, diputaditos, gentucilla y chupópteros diversos de la política. Y un extra de 100.000 si aprendiera alemán con buen acento osie (es rentable: nos ahorramos el traductor para la Merkel). Y a Montoro le daría una comisión por cada euro de gasto público absurdo que redujera. Pero ellos se conforman con sus 70.000 al año, qué le vamos a hacer. Y son felices, porque salen en la tele y pueden equivocarse en sus estimaciones cuanto les dé la gana.

Usted no se altere y siga pagando impuestos, que el asunto no tiene remedio.

 

 

Esplender

Esplender, si se mira en el diccionario de Manuel Seco, aparece como resplandecer. Hay que tener cuidado, porque se refiere al significado, no a la conjugación. Es decir, no es esplendezco, esplendeces, esplendece. No hay que equivocarse con esto.

El verbo esplender (que no «esplendecer», que eso no existe) se conjuga así:

Esplendo

Esplendes

Esplende

Esplendemos

Esplendéis

Esplenden.

Y si vamos al pasado, empezaría la cosa por un «yo esplendí, tú esplendiste, él esplendió«, o también por «yo he esplendido, tú has esplendido, él ha esplendido«. El imperativo es «esplende«, o «esplended» y el gerundio es «esplendiendo»

Con este verbo hay que reprimir las ganas de poner una x en algún sitio y terminar diciendo «explendo», lo cual, además de un error, sería una pena, porque el verbo esplender es, de forma y de significado, un verbo amable, sereno y esplendoroso.

Creo que acabo de expeler una entrada.

La casa de la alegría, de Edith Wharton

La casa de la alegríaDía 1, y por lo tanto, post dedicado al libro del mes del Club de Lectura. Un libro que a ratos me ha parecido de una pesadez insoportable, y a ratos una historia interesante. Pero que en ningún momento, en ninguna de las páginas del libro, me ha hecho sentir la menor empatía por la protagonista. Leía su absurda peripecia y no dejaba de pensar en aquello que decía mi padre: Seis hijos y el sueldo de un albañil, y se te iba a quitar toda la tontería que tienes. Les pondré en antecedentes por si no conocen el libro.

Clase alta de principios de siglo en Nueva York.  La señorita Lily Bart, nacida y educada para ser florero, tiene  la mala suerte de que su padre primero se arruine y luego se muera. Ni qué decir tiene que lo primero le parece mucho más grave que lo segundo, y no sólo porque su padre fuera ese señor bajito que servía para producir dinero, sino también y sobre todo, porque la condena a tener que buscarse un marido para poderse pagar los vestidos y seguir pintando la mona en sociedad.

Pero nuestra amiga Lily Bart lo quiere todo: quiere que su príncipe azul sea guapo, simpático, culto, inteligente y que esté forrado. «Las preferencias de Lily se inclinaban por un noble inglés con ambiciones políticas y muchas tierras o, en su defecto, por un príncipe italiano con un castillo en los Apeninos y un cargo hereditario en el Vaticano«. Total nada. Y dos huevos duros, que diría el otro. Así que entre que lo busca y  no lo encuentra, y que lo encuentra pero no se decide, y que se decide pero ya se le ha ido con otra, pierde todos los trenes hasta que se le pasa el arroz. Un drama.

El libro es una crítica ferocísima a esa sociedad cerrada, hipócrita y frívola, en la que las buenas relaciones están alimentadas de dinero, pero no al revés. Pero no creo que la autora pretenda revelarnos ninguna enseñanza con la historia de la protagonista, una mujer para quien la belleza es la materia prima de la conquista, olvidando que la falta de inteligencia es lo que provoca los errores de cálculo. Nuestra Lily es tan hipocritilla e interesada como sus amigos, pero en esa sociedad, un pobre no puede permitirse la soberbia. Su orgullo y su pose altiva no le impiden mentir, manipular y gorronear a discreción, y al final, por tratar de evitar la humillación, se humilla y es humillada.  Como dice uno de los personajes en el libro «Sé que hay algo vulgar en el dinero y es tener que preocuparse por él«. Lily cae en el descrédito social, pero previamente ha pasado por una profunda vulgaridad moral.

En fin, es una novela en donde todo es social. Naturalmente, está la vida social, pero también la ambición, los hábitos, las relaciones, las corrientes, las normas y la existencia. Pero igual que encuentras la existencia social, también puedes encontrar la inexistencia social, esa que produce salir del escenario social, pasando por un suburbio social e incluso llegando al estercolero social. No he leído que haya frío social, pero eso les debe de sobrevenir sólo cuando se mueren.

En fin, empiecen a leerlo que igual les gusta. Creo que hay una película por ahí basada en el libro, pero yo casi que me la voy a saltar. He terminado un poco harta de esta pandilla de tontainas.

Tenéis, como cada primero de mes, otras reseñas de este libro en La mesa cero del Blasco, en La originalidad perdida, en Delenda est Carthago. Y a lo largo del mes seguiremos hablando de él en el blog del  Club de lectura.