Yo no creo en una providencia ni en un Destino. Como técnico, estoy acostumbrado a calcular según las fórmulas de probabilidad. ¿Por qué, Providencia? Reconozco que sin aquel aterrizaje forzoso en Tamaulipas todo hubiera sido distinto; no habría conocido a ese joven Hencke y quizá no habría oído hablar nunca de Hanna, aún hoy no sabría que soy padre. Es imposible imaginar hasta qué punto todo habría sido diferente sin aquel aterrizaje forzoso en Tamaulipas. Tal vez Sabeth viviría aún. No lo puedo negar: fue algo más que una casualidad que todo sucediera como sucedió, fue toda una cadena de casualidades. Pero ¿Por qué llamarla Providencia? Yo no necesito ninguna clase de mística para admitir lo inverosímil como un hecho experimental: las matemáticas me bastan.
Y hablando en términos matemáticos:
Lo probable (que entre seis mil millones de jugadas con un dado regular de seis caras salgan aproximadamente mil millones de unos) y lo improbable (que entre seis jugadas con el mismo dado salgan seis unos seguidos) no difieren por su esencia sino únicamente por su frecuencia, y lo más frecuente parece ya de buenas a primeras lo más verosímil. Pero cuando ocurre lo improbable no es por nada superior, milagroso ni nada por el estilo, como tanto le gusta al profano. Cuando hablamos de probabilidad comprendemos también la improbabilidad como caso límite de lo probable y, si ocurre alguna vez lo improbable, no hay motivo para maravillarse, ni estremecerse, ni creer en ningún misterio.»
Max Frisch, «Homo Faber».