Idiomas (III)

La primera vez que estuve en Nueva York, fumar no era un atentado propio de criminales sin entrañas y asesinos en serie de niños, gente apestosa y apestada de la que conviene huir y a la que hay que apedrear socialmente. O sea, que de la muerte de Manolete todavía acusaban al pobre Islero, que no había fumado en su vida. Así es que les podría contar cómo, al comprar un paquete de Marlboro en un puestecito de la Cuarta Avenida y preguntar cuánto era, me dieron cerillas…

Pero no les contaré eso, sino la historia de mi amigo Javier en el Metropolitan. Hablo del Museo, no del Subway. Ya, ya sé que lo saben, era un chiste fácil que no he querido evitar. Paseaba mi amigo por las salas vacías, recreándose en cada cuadro, en cada escultura, en cada fotografía. Con las manos a la espalda, el tiempo pasaba lentamente.

Al entrar en una de las salas, una oronda empleada de color estaba sentada en una silla, vigilando a los dos únicos turistas que había en aquel momento. De pronto, mi amigo Javier se dio cuenta de que sólo había recorrido una pequeña parte de sus intereses y pensó que tal vez, para completarlos todos, debería darse un poco de prisa. Pero en realidad no sabía de cuánto tiempo disponía, así es que pensó muy bien la pregunta y se dirigió luego a la mujer que vigilaba medio adormilada, susurrándole con el mejor de sus acentos:

– Sorry, at what time is closed the museum?

La mujer pareció activarse. Le miró, primero a la cara y después de arriba a abajo, y en un castellano correctísimo le respondió:

– A las cinco y media en punto, señor.

Después de todos estos años, mi amigo Javier sigue sin poder concretar qué le hizo saber a aquella mujer que él hablaba castellano. Yo estoy de acuerdo en sospechar con él que pudo tratarse del corte de pelo…