Alvarito es Alvarito casi desde que nació, porque se lleva muchos años con sus hermanos mayores. Alvarito es uno de tantos pequeños que llegan inesperadamente a las familias y que terminan siendo para los adultos que les rodean un juguete a medio camino entre la mascota y el llavero. Alvarito tenía, además de mucha gracia, una cara de niño bueno que desarmaba. Simpático, abierto, risueño, siempre estaba de mano en mano, de abrazo en abrazo, de juego en juego.
Alvarito era Alvarito y lo sigue siendo con el pasar del tiempo. Ahora es un hombretón que saca a sus hermanas una cabeza, que trabaja como abogado y que vive con su novia en una casa del centro de la que ha pagado ya la mitad de su hipoteca. Ya no te lo cruzas con él por la calle cuando viene vestido con ropa de deporte de jugar al fútbol con sus amigos. Ahora es más fácil verle con esos mismos amigos en la mesa de al lado del restaurante mientras se come un chuletón bien regado con vino de la tierra. Y sigue atendiendo cuando le llamamos Alvarito. Qué puede hacer, si sigue llevándose muchos años con sus hermanos mayores, sigue siendo abierto, risueño y simpático y nos sigue pareciendo que tiene cara de niño bueno.
Algo parecido le pasa a Luisita. Luisita debe de rondar los 85 años y sigue sin peinar canas, porque las disimula con coquetería debajo de una permanente entre color pajizo y vainilla. De ella sólo sé que tiene dos hijas y cuatro nietos, que su marido falleció en los 70 y que fue vecina de mi madre. También que se encuentran a veces en el Poblachón, cuando Luisita baja de un pueblo cercano en el que veranea para comprar carne o pescado. O tal vez, simplemente para darse el gusto de pasear por una calle en la que transiten más de cinco personas. Y entonces es cuando mi madre llega a casa y me dice:
− Me he encontrado con Luisita.
La vida, que se resiste a que le pase el tiempo.
Es lo que tienen los pueblos, que todo se sabe. Un beso.
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