Estoy ya un poco cansada de bichos. El primer saltamontes apareció cuando bajaba el estor de mi habitación. Ahí estaba encaramado sin aparentar sorpresa ni desvelo alguno, tan pancho, como si fuera la cosa más normal del mundo quedarse sobado en los estores de los dormitorios. Aquel saltamontes intrépido que no consideró siquiera la posibilidad de que yo podría haberlo subido en vez de bajado, y habría terminado allí su vida saltarina, crac.
El segundo había decidido dormir la mona en mi albornoz. Si el día 18 de agosto oyeron un alarido racial y desgarrador y no supieron bien a qué extraño fenómeno atribuirlo, les resolveré la duda: era yo que, al salir de la ducha y ponerme el albornoz, vi en el espejo cómo un saltamontes salía de mi cuello como si fuera un muelle de bicicleta. No me permití desmayarme porque eso es algo muy peligroso en los cuartos de baño y en el supuesto de que me hubiera golpeado la cabeza contra el lavabo, la teoría de que los saltamontes son animalitos inofensivos habría sido contravenida de muy mala manera por mi parte.
El tercero estaba anoche esperándome a que llegara, después de una noche de farra a las tantas de la madrugada. Al abrir la puerta y encender la luz le vi, en medio del pasillo, moviendo sus antenitas y caminando a saltitos. ¿Han intentado alguna vez atrapar un saltamontes con un par de copas encima y sin hacer ningún ruido para no despertar a nadie? Prueben la experiencia sin temor al fracaso: es posible hacerlo.
He llegado a la conclusión de que se trata del mismo saltamontes. Y es que en las tres ocasiones, lejos de aplastarlo, lo he recogido delicadamente y lo he tirado por la ventana, entre sacudidas de aprensión y temblores de pánico. Bueno, salvo la tercera vez, en la que creo que le hablé sobre la conveniencia de encontrar una saltamonta cuanto antes y así dejar de hacer guardia tontamente en el pasillo de mi casa. Creo que incluso llegué a decirle que no le amaba, aunque sólo con el propósito de dejarle pensativo y poder agarrarle. Y una vez entre mis manos, hop, por la ventana de nuevo.
Si vuelve a aparecer por aquí, le pegaré un zapatazo. Yo no miento nunca, y ya le dije que no le amaba. Y después de tres encuentros tan íntimos, no creo que cambie de opinión.
jajajajaaj genial. Yo este verano mantengo mi guerra particular con los grillos.
Debo de tener unos tres millones en el jardín que les deben de pagar por horas por chirriar y hay noches que saldría con el mata bichos y acabaría con la capa de ozono. Es terrible.
A tu saltamontes es conveniente que le expliques las diferentes formas de cocinarlo a la manera asiática. ya verás como te deja tranquila 😀
Besazo
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Que pensaba que te había respondido!! Los grillos son unos animalitos inofensivos, salvo por lo feísimos que son. Y piensa una cosa: si se callaran, les echarías de menos.
Lo de meterle en un puchero, al saltamontes, no lo había pensado. Pero en cuanto le vuelva a ver, se lo digo: «mira que te frío en aceite». 🙂
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Vaya mascota más fiel te has buscado. Yo lo adoptaría. 🙂 Un beso.
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Pues sí, es como un guardia jurado :-). Aunque lo del albornoz me pareció una sinvergonzonería. ¡Inadmisible!
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Jajajajaja. ¡Se ha enamorado de ti! No te andes con rodeos, parece que no lo entiende. Yo optaría por el zapatazo. Sin más.
Buenísima entrada
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Es que no me gusta matar animalitos si no es imprescindible. Aunque sean insectos. Y los saltamontes son inofensivos los pobres. Feos, pero inofensivos. Pero sí, el próximo saltamontes lo voy a macar con un rotulador rojo para cerciorarme de que no es el mismo. Y como sea amor, zapatazo! 🙂
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Oh, dios, el encuentro del albornoz ha podido con mi descanso sestero. ¡Qué repelús!
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Terrible, terrible…
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