Curra y las ovejas

Era Curra muy jovencita, debía de ser el segundo verano que subía al poblachón, con un año y medio. Todas las mañanas, muy temprano, nos íbamos con mi amiga Susana hasta la Estación andando, en un recorrido que no debe de ser muy superior a los cinco kilómetros, por un camino que discurre por medio del gran pinar. Susana y yo íbamos andando, pero Curra iba pegando brincos. Y es que ahora Curra es una perra muy tranquilona, pero los tres primeros años vivir con ella era como vivir con una cabra. Aunque con menos olor, dónde va a parar.

En el pinar es fácil encontrarse animales sueltos. Aparte de gente en chándal, no es raro cruzarse con vacas, caballos y algún que otro rebaño de ovejas. Las reacciones de Curra cuando veíamos animales eran diversas, y así como salía a ladrar a los caballos, con las vacas y con la gente siempre se comportaba más bien con indiferencia. Los caballos, que son animales nobles y muy queridos en el imaginario popular, tienen bastante mala leche con los perros, no crean, y yo siempre me temía que le fueran a dar una coz y me mataran a la perra. Ya, claro que la podía llevar atada, pero ¿quién lleva atado a un perro por el campo? En fin, ya tenía yo cuidado, cuando veía algún animal a lo lejos, en agarrar a Curra, porque aunque obedecía, a veces se le iba el santo al cielo y salía como una flecha corriendo.

Una mañana, al rebasar un altozano, de pronto Curra avistó un rebaño de ovejas ladera abajo. No me dio tiempo ni a llamarla cuando la ví correr ladrando hacia las ovejas, que salieron despavoridas, balando y haciendo sonar los cencerros hasta que desaparecieron, las ovejas y Curra, por el otro lado del monte. Yo me desgañitaba llamándola, hasta que opté por salir corriendo yo también. Ya creía que había perdido al perro por el campo cuando de pronto apareció por un sitio inesperado, con la lengua fuera, como si viniera de correr una maratón. Naturalmente, la regañé, la agarré del collar, le di un azotazo y la hice volver al camino, donde se había quedado Susana esperando a que volviéramos las dos.

El caso es que seguimos nuestro camino, ya con la perra al lado. Y unos diez minutos después, apareció un jeep a nuestra espalda, un todoterreno antiguo y color café con leche como el que suelen llevar los vaqueros de por aquí. Yo volví a atar a Curra, para dejar pasar el coche, aunque paró a nuestra altura. Dentro, un hombre de unos cincuenta años, bajó la ventanilla y, muy tranquilo, con una media sonrisa y con mucha amabilidad, me preguntó si es que no me obedecía el perro. Cuando le dije que era joven, y que no siempre atendía, se dio a conocer:

– Soy el dueño de las ovejas. Ese perro suyo les ha pegado una carrera de mucho cuidado y me las ha dispersado por todo el monte. Incluso una de ellas se me ha despeñado. He tenido que llamar a mi hijo para que me ayude a reunirlas otra vez… Debe usted saber que yo tengo derecho de pasto. Eso significa que yo puedo llevar animales sueltos, y si le pasara algo a una de mis ovejas por culpa de su perro, en un juicio llevaría usted las de perder. El monte es de todos y todos podemos disfrutarlo a la vez, y yo comprendo que usted quiera llevar al perro suelto, es lo normal y me parece bien, está en su derecho. Pero yo también tengo derecho a que mis ovejas pasten por aquí. Así que por favor, tenga más cuidado con el perro, porque ahora me toca a mí perder el día entero hasta volver a juntar todo el rebaño.

Yo no sabía qué cara poner, ni qué decir, ni cómo reaccionar. Si aquel hombre me hubiera regañado, o gritado, o le hubiera visto enfadado, pero la calma, y hasta la simpatía del hombre me desarmó, y no sabía que decir, aparte de disculparme, claro, porque el hombre me pedía que soltara al perro, que no tenía por qué llevarlo atado, sólo me pedía que cuidara de que no se me escapara…

Qué horror. Yo me imaginaba las ovejas por ahí desparramadas, despeñándose por la montaña, con un susto de muerte viendo a esta loca correr detrás de ellas. Así es que, a partir de ese día, Curra fue al campo con pelota de tenis. De ese modo, mientras estuviera preocupada por que no se le cayera la pelota de la boca, no había peligro de que saliera desmelenada detrás de un rebaño. Y sólo en otra ocasión nos nos volveríamos a encontrar ovejas, pero esta vez con un perrón cuidándolas. ¿Sería el mismo rebaño? En fin, esa es otra historia, que da para otro post, aunque de miedo. El de hoy termina aquí.

7 pensamientos en “Curra y las ovejas

  1. ¡jajajjaajaj Menudo rapapolvos te metieron!
    Con la nuestra nos pasaba algo parecido, el problema es que la nuestra era una pastora catalana que trajimos con días del Ampurdán y en cuanto veía ovejas salia como una flecha y las ponía todas juntitas en el medio del campo y no las dejaba ni moverse. 😛
    Bueno, con nosotros hacía lo mismo, no soportaba vernos separados, teníamos que ir por el campo como en rebaño…
    El pastor de por aquí al principio nos echaba la bronca y con los años nos decía que se la prestáramos. 😛
    Besazo

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