Se lo tendría que haber contado el domingo, o el lunes, pero se me cruzaron los sanfermines y se me fue la cabeza. Bueno, nunca es tarde para hablarles del poblachón, ahora que hemos empezado una nueva temporada con el acontecimiento que abre oficialmente el verano: las fiestas.
Ya tengo por ahí escrito lo que es el poblachón cuando arden fiestas. El cartel a la entrada del pueblo, que languidece durante todo el invierno apagado, de pronto cobra vida y se enciende, jacarandoso, para decirnos eso: Felices Fiestas. Y eso, en Julio, significa un montón de jovencitos en chandal, un montón de señoras de la mediana edad arregladas como para ir de boda y un montón de señores mayores con pantalón marrón y camisa blanca de manga corta. Y todos, sin casi excepción, andando muy deprisa y medio encogidos, porque llegan los vientos polares que amargan siempre el primer sábado de Julio.
Este año parecía que nos librábamos. De reloj y medida la temperatura, a las 9 y cuarto de la noche volvía yo a casa a ducharme y caían 25 grados. Una hora después eran veinte y a eso de las 11 y cuarto ya estábamos todos tiritando. Lo de menos en el poblachón es la temperatura. Un viento maligno, que sopla de un monte cercano en donde según un amigo las nieves son perpetuas, se despierta siempre cuando menos falta hace y deja todas las conversaciones pimpando de palabrotas. Porque el «me cago en la puta qué frío hace» es lo más fino que se oye por esos barrios.
Este año mi amigo Javi organizó una fiestuqui para ver los fuegos desde la terraza de su casa, que se ven muy bien. Y de lo que quiso decir el maestro pirotécnico a lo que se vio realmente podía haber la misma diferencia que hay entre una jirafa y un saltamontes, porque el maligno se llevaba las luces de un lado a otro como con rabia, y se montaban unos atascos de chispas que hacían del espectáculo una ceremonia incomprensible. Las luces naranjas, previstas en el centro del mosaico verde y blanco, aparecían arremolinadas por el lado de la izquierda, mientras que los dorados se esquinaban hacia la derecha y lo que debía ser un palmeral se convertía en un puerro. Muy naïf todo.
Terminamos bailando a los Bee Gees alrededor de la mesa en un anticipo de lo que sería el tachunda que al final no fue. O que no fuimos, que ya será la temperatura más benévola otro día, porque sábados de tachunda hay para dar y tomar. O no. Pero eso será otro post.
¡¡¡Dios, bailar con los Bee gees!!! Eso sí que es bailar aunque sea con el viento maligno del poblachón. 😀
Besazo
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Mujer, había que entrar en calor!
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Me gusta que sople airecillo de tormenta en verano, pero no tanto. Un beso.
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Bailar los Bee Gees es como bailar la música del telediario, ¿no? Te lo pregunta uno que no baila
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No. Bailar música del telediario es bailar música del telediario. Son cosas distintas.
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