Una vuelta por los ascensores

Los ascensores me parecen unos lugares interesantísimos. Normalmente estrechos y siempre de paso, nos provocan algo de ansiedad y alguna que otra pesadilla. Pero también dan pie a muchas anécdotas, y casi todo el mundo tiene alguna historia de ascensor divertida que contar. En las últimas semanas he oído una campaña de publicidad en la radio en la que una empresa de instalación de ascensores habla de sí misma como expertos en besos, porque, como ellos dicen: ¿quién no se ha besado alguna vez en un ascensor?. Me parece un tono aspiracional un poco chocante para tratarse del que te instala el ascensor, no del ascensorista…

Esta es la parte bonita, claro. No diría yo la emocional, porque hay muchas clases de emociones. Lo que quiero decir es que también podrían presumir de ser expertos en pedos, por ejemplo y espero que me disculpen, pero ¿quién no se peído en un ascensor alguna vez? Vale, eso es una gorrinería que no está dispuesto a reconocer salvo que explique a continuación que tenía menos de cinco años y que, de hecho, usted no se acuerda, sino que es algo que le ha contado su madre. Lo que sí me aceptarán al menos es que eso sucede. Porque alguna vez se ha montado en un ascensor que traía un olor inmundo ¿a que sí? Y claro, una vez dentro del ascensor, el cerebro reptiliano le da para dos cosas: la primera, para intentar llegar vivo al octavo piso sin respirar; y la segunda, para rezar por que el ascensor no tenga que recoger a otro pasajero por el camino, mientras Vd. y la ventosidad siguen dentro…

Cuando nos montamos en un ascensor con gente desconocida con la que no tenemos nada que hablar, aparte del saludo de rigor, los comportamientos suelen ser poco naturales. Hay quien espulga las llaves de su casa y las va reconociendo como si no tuviera ni idea de cuál es la siguiente que tiene que utilizar. Otra cosa muy habitual es consultar la hora y sorprenderse: Anda ¿Y este reloj que hace aquí?, parece que piensan. Carraspear también es un clásico, a veces precedido por un prolongado suspiro. O mirar con curiosidad los propios zapatos, moviendo ligeramente primero un pie y luego otro. O seguir con la mirada el recorrido de los números que van pasando por la puerta. A veces listar los botones también ayuda a hacerse invisible: uno, dos, tres… el de la alarma, el del cierre de puertas, el del muñequito que se llena con el peso… En resumen, hacemos todas las cosas que nunca hacemos cuando vamos solos en un ascensor.

Y es que aunque el ascensor es un lugar público, hay pocas cosas tan íntimas como ir solo en uno. ¿Qué hace usted cuando va solo en un ascensor, dígame la verdad? ¿Seguro que no se mira los dientes por si se le ha quedado algún paluego visible? ¿No se acomoda algo que no se acomodaría jamás en público? ¿No se recoloca la ropa? ¿Por ejemplo, la hombrera del sujetador? ¿No se rasca algo, quizá la cabeza? ¿No se hurga en la nariz? ¿No se peina las cejas? ¿Le habla al espejo? ¿Vd. es de los que mira si hay cámaras cuando entra en un ascensor? ¿Lo piensa al menos?

¿Qué hace usted en un ascensor cuando va solo? Al menos hay algo seguro: se verá una cana. Esa cana. La cana…

PS: Por supuesto, mirar el móvil. Pero no se engañen, es una mirada retórica…

12 comentarios en “Una vuelta por los ascensores

  1. Viví años en el mismo edificio, en Madrid, donde vivia una amiguita de Bertín Osborne hace muchísimos años.
    Yo vivia en el piso 21 y él iba al 24.
    Cuando coincidíamos… 24 plantas con el Bertín de los 80…
    Llegaba a mi casa levitando.:)
    Saludos

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    • Amiga, eso si que es ir de Madrid al Cielo. Y me figuro que ni zapatos, ni botones, ni reloj, ni llaves… Vamos, que ni había que pensarse dos veces dónde mirar.

      Me ha hecho gracia lo del Bertín de los 80. Pues mira, tampoco me importaría coincidir 24 pisos con el de 2012 tampoco, no creas.

      Muchas gracias.

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  2. Me ha encantado la entrada. Objeciones: Nunca (nunca es nunca, ni siquiera cuando tenía menos de 5 años) me he peío en un ascensor. El resto de lo que cuentas, cierto como la vida misma. Yo miro los números de los pisos que van pasando, o los zapatos, o el techo, no sé.

    ¿Cuando voy solo? No sé, me fijaré a partir de ahora, pero seguro que me ajusto el nudo de la corbata y me paso la mano por la (despejada) frente.

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    • De ti me lo creo sin dudar, Pater. Y en realidad, me lo creo de la mayoría de las personas, era para provocar. En mi caso, también puedo decir lo de nunca, aunque cuando tenía menos de 5 años no lo puedo asegurar. Le preguntaré a mi madre, a ver.

      ¿Despejada? Huy, eso sí que no me pega nada…

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    • Pues yo cuando voy a compañada me miro al espejo y me atuso el pelo. El efecto que causas es colosal, pruébalo. El otro pasa toda la vergüenza, la tuya y la ajena :-).

      Y a mí me pillarían hablando sola, probablemente.

      Muchas gracias, Susana.

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  3. Yo me suelo mirar en el espejo si voy solo. Tampoco sé para qué, supongo que por hacer algo… Cuando vas con otra persona desconocida hay una cierta violencia ambiental. Debe de tener que ver con estar más cerca de lo que nos gustaría (a lo mejor con Bertín eso no pasa! ;-))

    Lo de tirarme un pedo en el ascensor, que seguro que me ha pasado, no lo recuerdo. Supongo que porque nadie entró…

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  4. Cuando era niño, en casa había uno de esos ascensores antiguos con la cabina de madera y la botonera de latón. Era precioso, y lentísimo. La portera se afanaba en que estuviera como los chorros del oro, y no contenta con frotarlo hasta que relucía tenia la costumbre de rematar su faena rociándolo con una ambientador potentísimo. El efecto a primera hora de la mañana era demoledor: el aire se hacía irrespirable y el trayecto desde el quinto piso, donde vive mi madre, hasta el portal se convertía en una angustiosa prueba de apnea. De abrir los ojos para mirarse al espejo ni hablamos, porque era como si te los rociasen con colonia. Salías al portal boqueando como un pez fuera del agua.

    No recuerdo si alguna vez lo hice, pero estoy seguro que de haberme peido al ambiente se habría hecho más tolerable.

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