– De lejos ves bien, no necesitas gafas.
– ¿Seguro?
– Sí, seguro. Mira, lees el cartel 1,2 que es el cartel que debes ver.
– Pues yo vengo observando que algunas noches, los semáforos me bailan
– ¿Sobre qué hora te pasa eso?
– No sabría decirle, a partir de ciertas horas ya no miro el reloj y me dejo llevar. Bueno, a ver, tampoco me pasa siempre-siempre. Pero ver bien de lejos me preocupa porque me interesan mucho los paisajes. Formo parte de ellos ¿sabe? ¿Y de cerca, qué tal estoy?
– De cerca estás estupenda. No has tenido variación desde la última vez que viniste, hace ahora… dos años.
– Pues yo vengo observando que no veo bien, creo que he empeorado. Quiero decir, que ahora cojo un papel y me lo tengo que alejar para leer lo que pone.
– ¿Con las gafas?
– No, sin las gafas.
– Claro, pero es que tienes que ponerte las gafas.
– Ya, pero en un restaurante, por ejemplo, ya no veo bien la carta. El otro día tiré el vaso de agua porque no lo vi.
– ¿Llevabas las gafas?
– No.
– ¿No veías el vaso sin gafas?
– No, no lo veía.
– ¿ Y a qué distancia estaba el vaso?
– No tengo ni idea. Me lo tapaba la carta.
Mi visita al oculista se ha resuelto divinamente. De cerca estoy estupenda y además, muy simpático, me ha dicho que no aparento la edad que tengo. Y eso que venía de la oficina, que eso siempre te echa años.
Mis visitas a la oculista se solventan en mucho menos tiempo y con mucha menos conversación. Me quito las gafas y no veo nada ni de cerca ni de lejos. Me las vuelvo a poner y siempre cae alguna dioptria más. El resumen siempre es el mismo: una pasta en la óptica.
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