Paso por la relojería de El Corte Inglés a comprarme una nueva correa para el reloj. Compro una buena, negra. Y ya que estoy, me encapricho de una roja, muy barata, «para darle fantasía al reloj«. Pues sí, cuando compro compulsivamente me salen estas frases tan vanity dissipate. Y además, hoy es lunes y ayer leí el «Hoy Corazón» del ABC, que me empija un huevo.
A lo que voy. La dependienta, muy amable, se ofrece a cambiarme la correa. «Ah, qué bien, pues póngame Vd. la roja«, le digo. Coge una navajita, chas-chas, cambiada. Y me dice: «¿No quiere cambiar el broche?». Coge la navajita, chas-chas, quitado. «Le dejo el broche de la antigua en la bolsa, para cuando decida en qué correa lo pone». Qué maja, la dependienta chas-chas. Llegando a casa me encuentro con mi hermana. Sonriente, le enseño el reloj con la nueva correa roja y me suelta:»¡Qué espanto! Anda, pon la correa negra y da por tirados 10 euros, que pareces tonta».
Los lunes tengo la personalidad poco combativa, y cualquier opinión tajante me deja sin liderazgo. De manera que al llegar a casa he cogido una navajita. Chas-chas y chas-chas y chas-chas y, ¡HARTA!, me he puesto a escribir este post. Mañana me pondré el Bulgari.

O encuentras un manitas que te coloque la correa, o a los 10 euros tendrás que sumarle lo que te cobre el relojero por colocártela.
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A mí también me pasan cosas de ésas, Carmen. Y lo que es peor, después tengo remordimientos de conciencia. Por no hablar de lo inútil que me siento por no ser capaz ni de cambiar una pila. Soy negada para todo tipo de manualidades.
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El asunto se saldó con dos uñas rotas y un corte sangrante en un dedo. Pero lo logré. Me he dejado las manos, ¡pero lo logré!
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