Septiembre

Septiembre es un mes que no tiene quien lo defienda. 

No es un mes serio y grave como enero, ni entrañable y lleno de buenos deseos como diciembre. No es un mes bravo como febrero, ni es tan valiente como ese octubre que se presenta recostado en las puertas del invierno. No tiene idus de los que guardarse (y con los que famosear) como marzo; ni anuncia lluvias, como abril. No puede presumir de tener la noche más corta, como junio; ni es el mes más caluroso, como julio. Nadie lo llora cuando se va, como agosto. Y no es propenso a la melancolía, como noviembre; o propenso a las alergias, como mayo. Septiembre es un mes corto después de dos meses largos; es un mes en el que uno no sabe si abandonarse a la pereza o resistirse a la energía; es un mes que de pronto llega y nadie sabe cómo ha sido. Y que de pronto se va y te pilla de sorpresa. 

Entra septiembre y uno no sabe si se va o llega. Me encontré con Rosi en el pueblo, el fin de semana pasado. No la había visto en todo el verano salvo un día de principios de julio, en el que me pareció reconocerla de lejos, llevando a su padre de la mano. «¿Apurando el verano o ya inauguras temporada de invierno?», le pregunté. «De veraneo aún», me contestó; y luego completó, con su sorna legendaria: «iHija, que no he sacado brillo a las Katiuskas!». Esta es la naturalidad con la que sobrevolamos ese lugar común de que en septiembre se acaba el verano, cuando todavía quedan 21 días para el otoño.

Pero es un lugar común poblado con más cosas, como por ejemplo que en septiembre se acaba lo bueno y empieza lo malo; o el mes en el que se pasa del descanso a la rutina, cuando muchas veces es lo mismo, o al menos en lo que se refiere al aburrimiento. Y es que hay años en los que el veraneo arranca anodino y luego no remonta, y uno está deseando volver a las costumbres de siempre para poderse sorprender con la novedad. Y eso es lo que trae septiembre.

Este fin de semana, a eso de las 9 de la mañana, sentada en un banco al sol con un extraordinario pinar enfrente, mi perro a los pies comiéndose una piña, pensaba yo en todo esto. Qué bonito es septiembre, me dije, y qué poco valor se le da. Creemos que llega septiembre y todo termina, pero en realidad somos nosotros los que nos vamos. Así es que es un abandono, y no un final. Es un abandono inconsciente, un abandono casi impensado o al menos involuntario, es un abandono inverosímil si uno se fija en la serenidad de septiembre: El tiempo es bueno, sin ser agobiante; los días son largos y, sobre todo, ya no queda gente allí donde lo mejor es que no haya gente. Ya no hay gritos de niños en la plaza, en la piscina, en la calle; ya no están llenos los aperitivos; ya no ves señoras vestidas de forma grotesca andando deprisa, ni ciclistas de culo gordo estorbando por la carretera, ni grupos de matrimonios cotorreando al atardecer. O sea, que septiembre es un mes que tiende al silencio y a la armonía, y esto es muy de agradecer.


Y luego está la luz. Pasas del 31 al 1 y todo se serena. Bueno, esto es una ficción, pero lo que está en la cabeza es lo que forma la realidad y no hay forma de ver la realidad de otra forma, y no voy a revisar esta frase. Qué bonito es septiembre y qué poco valor se le da.

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