Ambientada en el Valladolid el siglo XVI, El hereje cuenta la historia de Cipriano Salcedo, un comerciante ilustrado que se convierte al luteranismo. Es la historia de su vida, su peripecia desde que nace, y antes, porque nos cuenta también la historia del padre, su paso por el internado, su matrimonio, sus negocios, y su conversión, o mejor dicho, su renuncia a la Iglesia católica frente a una reforma que impulsaba un cristianismo alejado de milagros, idolatrías, reliquias e indulgencias, y de manera más amplia, lejos del cerrilismo, la oscuridad y la brutalidad del catolicismo de aquella época.
No hay que decir mucho de Delibes (Delibes es Delibes), de su maestría del lenguaje, de su prosa interesantísima que te sorprende en tantas palabras antiguas o nuevas, especiales, elegidas por su sonoridad y por su precisión cuando habla del campo, de la caza, de la vestimenta y hasta de las enfermedades. Es un libro que realmente te traslada a aquella época, a las costumbres y al ambiente y escenarios de Castilla. Se aprende intrahistoria con este libro. Tengo que decir que el libro termina con una descripción brutal y angustiosa de lo que era un Auto de fe que deja con muy mal sabor de boca. Con todo, vale la pena leer este libro, y mucho.
Unos meses después aparecieron los primeros fríos y la gente respiró aliviada. Existía el convencimiento de que la peste era consecuencia del calor y, por contra, el frío y la lluvia atenuaban sus efectos. A los pocos días templó y la peste volvió a picar en los pueblos y ciudades castellanos. En esta segunda oleada se empezó a hablar de la peste del año seis, más grave que la del dieciocho. El banquero Domenico Nelli tranquilizaba a sus colegas de Medina diciéndoles que los muertos de peste eran generalmente pobres y, por tanto, carecían de interés. Pero la gente insistía en que la peste producía landres, como la de principios de siglo. Es peor que la del dieciocho, aseguraban. Entonces empezaron a organizarse rogativas a la iglesia de San Roque y a la de la Virgen de San Llorente pidiendo lluvias de otoño. Pero el número de pobres aumentaba y el Ayuntamiento se vio obligado a tomar dos medidas radicales: primera, separar a los vagos de los pobres de solemnidad y expulsar a aquellos. Y, segunda, exigir la salida de la villa de las prostitutas que no hubieran nacido en ella. Pero la expulsión de grupos sociales no arregló nada. Al contrario, los inmigrantes empezaban a superar a los emigrados y el Concejo se vio ante la necesidad de facilitarles alojamiento al otro lado del río. Pero la avalancha de menesterosos crecía y con ellos la expansión de la peste, por lo que el corregidor convocó sin demora a los pobres sanos al otro lado del puente. Era su propósito que unos caballeros comisarios los expulsaran después de proveerles de los víveres suficientes para el camino. Pero los pobres se negaron a acudir al puente. En la ciudad recibían botica gratis, media libra de carnero y media de pan por persona y día, y nadie les garantizaba que esa ayuda fuese a producirse en las villas vecinas, ni conocían siquiera la situación sanitaria de éstas. Entonces lo que hacían era esconderse en los rincones del Paseo del Prado y por la noche, con algunos inquilinos de los lazaretos, atravesaban el Pisuerga en barcas, a nado o por los viejos vados conocidos, orillando la muralla.