El poblachón

Si llevas más de 30 años yendo a un pueblo a veranear y a pasar fines de semana en invierno, entonces tienes que aceptar que en algún momento lo has querido y que te aporta todavía alguna cosa. Eso que yo llamo el poblachón, sin intención despectiva, se ha convertido en un pueblo vulgar que tiene el encanto que le otorga la memoria, en la que yo me encuentro con una niñez tan feliz como toda niñez y una adolescencia tan complicada como todas las adolescencias. Hoy es un poblachón que se empezó a dejar la personalidad con las subvenciones que llegaron de Europa y terminó de perderla con las que llegaban de la Comunidad Autónoma. El boom inmobiliario sólo puso la guinda al destrozo perpetrado por alcaldes mostrencos que imaginaron la comodidad y la modernidad del pueblo tomando como referencia cualquier suburbio de Alcobendas, con mucho asfalto, mucho ladrillo visto y muchas rotondas con parterres de flores.

Un lugar en el que un veraneante valía menos que una vaca así que cuando la vaca vale cada vez menos, figúrate el veraneante. Un pueblo que tuvo dos cines y que hoy recurre a un proyector comprado en un chino para distraernos en las noches de verano (que allí son como las noches de invierno en Málaga) dice mucho de la inteligencia que aplica el consistorio a eso de atraer veraneantes. Y es que los defectos del poblachón antes se miraban con encanto y ahora se soportan con espanto. Porque se trata de un pueblo que confunde muy a menudo lo económico con lo barato, y que considera que una instalación de calefacción es incompatible con la conservación de una casa construida en piedra.

El resultado es que allí sólo vamos los de toda la vida, siempre y cuando conservemos la afición. Y la derivada es que cuando estás allí, además de alimentar la lorza con patatas revolconas en el aperitivo y botellines con cacahuetes por las tardes, no tienes ni una sola preocupación de las que sobrevienen cuando estás en Madrid o cuando te vas de viaje a cualquier esquina del mundo. Eres tú y no puedes ser otra cosa. Todo es tan apacible como rutinario y sólo te importa el aburrimiento cuando llevas más de dos semanas allí y empiezas a cansarte de los pinos (y de lo que no son los pinos).

Pero el poblachón vivió otro tiempo, y no solo en mi niñez y mi adolescencia. Un tiempo que está recogido en un museo del que les hablaré otro día, porque merece un capítulo aparte.

12 pensamientos en “El poblachón

  1. Mis padres compraron hace unos 35 años un chalet relativamentr cerca de Zaragotham, una segunda residencia muy funcional para dormir bien en verano y jodernos los fines de semana de la adolescencia a mi hermano y a mí. Ahí tuve mi pandilla, me enamoré infructuosamente, aprendía tocar la guitarra (en el invierno ciudadano yo era más bien de teclados) y, cuando tuve una edad, disfruté de las instalaciones para hacer unas fiestas inmensas que la gente aún recuerda. El pueblo no era un poblachón, era un lugarejo infame que coincide con el tuyo en dos cosas: el odio al veraneante y el destrozo urbanístico-arquitectónico. Daba, y sigue dando, grima. Se procura uno acercar lo menos posible al caserío, otrora de adobas, hoy de ladrillo caravista intercalado de modernos cotegranes y cantidades elefantíacas de mal gusto que constituye el lugarejo, cuyo nombre, además, es horroroso. Nada destacable hubo jamás en el lugar, además: la iglesia carece de valor artístico algumo, y cuando eso es así ya puede uno echar a temblar en España por lo que refiere a la calidad estética de la construcción pública.
    Ayer estuve comiendo allí.

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    • Los disparates que se han hecho en los pueblos son para encarcelar a algunos. Yo comprendo que hay que acondicionar las casas, pero de ahí a construir los bodrios que se han construido va un mundo. Ya casi todos los pueblos son iguales: poblachones. Y cuanto más cercanos a una ciudad grande, peor.

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  2. Tu pueblo siempre tiene algo especial aunque lo haya estropeado el tiempo. Por lo menos quedan tus recuerdos. Yo veraneaba de pequeña en un pueblecito de Galicia que ahora es casi una ciudad. Un beso.

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  3. Ni tengo sitio fijo de veraneo ni pueblo al que regresar, a no ser que se admita a la provinciana capital de León en esa categoría. A León vuelvo cada Navidad y tengo la misma sensación que tú, cada año lo reconozco menos y cada año es mayor la distancia entre la realidad y mis recuerdos.

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    • León, como todas las capitales, creo que han sido más respetadas. Claro, hablo del centro, porque las ampliaciones (lo que vienen a ser las afueras), son todas igual de feas. A ver si cuando crezcan los miniarbolitos que suelen plantar se arreglan un poco.

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  4. Yo vivo continuamente en un pueblo de esos. Aunque nosotros le llamamos ciudad (porque es capital de provincia). Tenemos todo lo necesario para vivir a lo grande y para morirnos del asco. Si Nueva York es la gran manzana, mi pueblo es la aceituna enana.

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