Mi amiga T. me dice en el post anterior que no sabe si está más contenta porque se haya acabado el Mundial o porque lo hayamos ganado. Yo, sin duda alguna, porque se haya acabado y por haber sobrevivido sin que me dé un síncope, o un infarto o cualquier clase de patatús. Creo que el grito más repetido en esta segunda fase del mundial no ha sido “yo soy español, español, español”, sino “¡Árbitro, tiempooo, pita, coño ya!”.
Y me emocionó más el golpe de laca que se dió Puyol con el balón en “semis” que el gol de la final. Cuando marcó Iniesta, en primer lugar me desgarré la garganta con un grito tan racial como liberador y luego, ya más calmada, opté por desmayarme. Cuando recobré el oremus, seguía con los oídos taponados, aunque la mandíbula se había vuelto a encajar. Encantador.
Igual que tras el partido de semifinales, me bajé a dar una vuelta a Curra y a mirar el espectáculo en la Castellana. A mis sobrinos no les costó mucho convencerme para ir a dar una vuelta por Madrid. Así es que me zambullí en la euforia colectiva con el coche, con tres sobrinos, dos banderas y una camiseta roja. Conforme parábamos en los semáforos mis sobrinos se iban encontrando a amigos, y los fui depositando uno tras otro entre la multitud, ante la imposibilidad de acoger a todos en el coche. Dos horas después volvía a casa exhausta y alucinada, sin trofeos nacionales ni tesoros familiares, y con el waka-waka incrustado en mi cerebro reptiliano (you’re a good soldier / choosing your battles…).
Y en fin, un último comentario. Si todas las madres querrían tener un hijo como Casillas, a todas sus hijas nos gustaría ser Sara Carbonero, aunque fuera un ratito. Nada, un par de segundillos: los justos para llegar y besar al santo.
España ha ganado el Mundial de fútbol. Ha sido agotador, pero ¡ Qué bonito ha sido!
