El Iphone buceador

No hubo nada heroico. Podría haber estado al borde de una piscina cuando, al auxilio de unos gritos de socorro, me hubiera lanzado al agua a salvar a alguien de morir ahogado. Podemos añadirle un componente dramático, por ejemplo, que el casi ahogado era un niño. O darle un tono sofisticado, que puede consistir en situar la piscina en un resort en las Maldivas. E incluso un aire romántico, terminando la historia comiendo perdices con el apuesto galán acalambrado.

Tampoco fue una situación divertida, como se dice ahora un momento fun (que no viene del inglés, sino del villancico aquel de 25 de diciembre, fun, fun, fun). Y es que cabría imaginar un domingo de sol y música, un grupo de amigos bajando el Sella en piraguas que no saben manejar y desde las que simulan guerras de piratas, entre risas, hermandad y alegría. Y en una de esas, zas, que te caes al agua.

Ni siquiera fue un suceso asombroso, de esos que te libras por los pelos para contarlo luego, entre el alivio y el trauma. Esas historias que tus amigos más morbosos se cuentan entre ellos. Por ejemplo, que vas paseando por el muelle de un puerto del norte cuando se levanta, soudain, la galerna, y una ola terrorífica se estrella contra las rocas y tú, por puro milagro, no la acompañas en su retirada, aunque acabas como una sopa. Para aumentar el dramatismo siempre podemos decir que fue en un puerto del País Vasco, y así ya no hay que entretenerse en describir la brutalidad de la ola.

No. No fue nada de eso. La realidad es que estaba yo por la mañana en bata pasando la fregona por el suelo de la cocina y, al agacharme a recoger el cubo, el cinturón de la bata se me metió en el agua sucia. Y como el cinturón va cosido, pues me la quité y eché la bata a la lavadora. Con el móvil dentro de un bolsillo. Los clonc, clonc, clonc que sonaban me hicieron agudizar la memoria y afinar el oído. ¿Habré metido unas zapatillas? No, que hace clonc y no pum. ¿Será un mechero? No, que el clonc es muy brutal. ¿Monedas? No parece, sonaría cling… Mira, casi que abro la lavadora. Y ahí estaba, el iphone.

Chorreaba pero seguía encendido. Lo dejé en una mesa, me llamé por teléfono, prudentemente alejada, y sonó. La huella no hacía mucho caso, pero al agitarlo al menos permitía meter el código. Mi explicación primera para tal prodigio fue que todavía no había salido el jabón y mucho menos había pasado el centrifugado, pero el pobre parecía un ecce apple goteante. Lo metí en una ensaladera llena de arroz y dejé que se consumiera la poca batería que tenía hasta el día siguiente.

Ha pasado una semana y ahí está, tan campante, aunque su aspecto es deplorable. Ha estado unos días afónico y el despertador funciona entre regular y nada, pero bastante tiene con disimular ese aspecto como de haber pasado por una escombrera. Incluso ha sobrevivido a mi falta de confianza: tuve que irme de viaje el miércoles y me llevé mi teléfono personal, que es un telefonito antiguo sin apps ni internet y que  conservo para esos momentos de la vida en los que de verdad estoy I’m out of office with no access to email, mensaje que no pongo nunca por parecerme de pobres, pero que no descarto terminar poniendo el día en que llegue a la conclusión de que, efectivamente, soy bastante pobre.

Llamé al responsable de los teléfonos de la oficina para que me lo cambiara, pero he decidido que no, que voy a conservarlo. Me interesa saber hasta dónde es capaz de resistir este teléfono y poder contar mi historia con un final de este tipo: «y me duró todavía sus buenos años, entre achaques (él) y dormidas (yo), que resistencia es eso y no la mía cuando era pequeña y no quería acelgas». Ah, Cupertino, mi capitán.

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