Susana, pendiente de María y de su chapoteo en la orilla, llegó al borde del mar tranquila y segura de sí misma pensando que con ella no iban aquellas olas asilvestradas. Se metió en el mar hasta que el agua le llegó a las pantorrillas, abrió las piernas para plantarse bien en el suelo de arena y puso los brazos en jarras.
En esas estaba cuando llegó una suerte de Miura espumoso que la dobló literalmente por la mitad. Y entonces se ve que tuvo un pensamiento corto y decidió que lo mejor para no caer era tirarse. Con rapidez, echó las manos al suelo y se arqueó como un gato, pensando que la postura traería la astucia, y así salvó el primer embate. Pero se confió demasiado al quererse incorporar, porque el resto de la ola –o sea, la mitad del Atlántico–, se le echó encima y la sumergió como en una lavadora. Y la fiesta no acabó ahí: llegó entonces una tercera ola, más violenta aún que las anteriores, la cogió por las corvas, la levantó dos palmos del suelo, la puso horizontal y la dejó caer a plomo. Una vez que el mar hizo hizo todo eso con ella, y por si acaso se le ocurría rechistar, la envolvió de nuevo para darle un par de vueltas más para rematar su guiso, para el caso una tortilla o un sencillo revuelto.
Se levantó desorientada sin saber a qué punto del horizonte debía mirar y sin entender si seguía en la Isla de La Palma o ya había llegado a Zanzíbar. Era como una señora recién salida de la peluquería a la que le tiran un cubo de agua por encima. Y entonces, con cara de susto, se echó las manos a la cabeza y gritó “¡Mis gafas!”. María la miró queriendo entender el problema, feliz mientras seguía rebozada en la espuma y la arena, disfrutando como sólo disfrutan los niños.
– No te preocupes por las gafas, que el mar lo devuelve todo–, le dije a Susana. Pero el mar, como hacemos los humanos, sólo devuelve lo que no le gusta. Ahora sus gafas estarán en la tripa de algún pez.
Estuvimos en aquella playa hasta que el espectáculo ya sólo podía repetirse, cansadas de ver a otros bañistas salir reptando del mar como las iguanas. Nos tomamos algo en un bar cercano y nos volvimos al hotel, a darnos una ducha en calma. Todavía tenemos arena en el pelo.