El puñal. Yo versioné a Borges sin respeto

Pues resulta que en un cajón de mi casa hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a finales del siglo XIX. Luis Melián Lafinur, un jurista de medio pelo pariente de mi padre, se lo trajo ni más ni menos que de Uruguay. Evaristo Carriego, otro amigo suyo poeta, lo tuvo una vez en la mano y soltó aquel ripio atroz: “El puñal que Lafinur te trajo del Uruguay, no es un puñal astur sino de Toledo, que es más guay.”

Quienes ven el puñal no pueden evitar jugar un rato con él. Se ve que les gusta toquetear un puñal tan chulo y enseguida se les va la mano a la empuñadora, que está ya muy sobada. Y entonces todos se ponen a meter y sacar el puñal de la vaina, dicen que para comprobar la precisión.

El puñal, por su parte, quiere otra cosa. Si tuviera vida, preferiría alejarse del cajón. Los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin más preciso y mucho más emocionante, como es clavarse en la espalda de cualquiera. El puñal eterno es el que anoche mató a un ñeta en Alcobendas y es el puñal que mató a Julio César a la entrada del Senado de Roma. Y es que el puñal quiere derramar sangre.

En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, el puñal sueña que es un tigre atado a un poste y que va a llegar cualquier fulano y, zas, pone el metal a bailar. Tanto ánimo tiene que habría sido capaz de tomar por homicida incluso al pobre Evaristo Carriego, aunque, teniendo en cuenta los poemas que perpetraba, lo normal es que el asesinado hubiera sido el propio Evaristo.

A veces me da lástima el puñal. Tanta dureza, tanta fe, y los años pasan, inútiles. Igual me animo un día y me lo llevo a la oficina.

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