Cristales pisados. Ese era el ruido que había escuchado por un instante. Un sonido casi inadvertido entre el goteo lento de la vieja cañería. Un crujido que le había resultado sobrecogedor y que ahora, una vez identificado, sonaba atronador en ese silencio solemne que produce la oscuridad. El eco de la pisada era un recuerdo resonando sobre el palpitar de su propio corazón, pam-pam, pam-pam.
Le subió la angustia a la garganta y a duras penas consiguió tragar un poco de saliva, mezclada con sangre y algo de arena. Se concentró en el sabor acre, metálico, seco de su boca y el gusto áspero le produjo una arcada dolorosa. Estaba aturdido e incapacitado para huir. Inmóvil, vencido por una herida de la que no sabía la gravedad, se palpó el costado y notó su piel fría, sobre la que se sobreponía el tacto viscoso de su propio sudor y de su propia sangre.
Y de pronto, el resplandor del fogonazo lo cegó. El olor a azufre llegó hasta él mientras recuperaba algo de visión y empezaba a distinguir las chispas naranjas y amarillas sobre las que se erguía aquella bestia imponente que movía despacio la cabeza. Una cabeza desproporcionada de la que sobresalían unos ojos sanguinarios y una mandíbula aterradora.
A tientas buscó el cuchillo entre la ropa y lo empuñó con fuerza. Se dijo que tal vez debería contar hasta tres pero aquello le pareció demasiado tiempo para demorar una decisión que ya había tomado. Levantó el brazo y se clavó el cuchillo en su propia garganta, justo debajo de la nuez. Sintió un dolor agudo, feroz. Una nueva oscuridad y un nuevo silencio lo envolvieron con suavidad, camino de ese mundo en el que ya no podría sentir nada más, ni siquiera miedo.