El héroe discreto, de Mario Vargas Llosa

El héroe discretoAquí estamos, día primero de mes, con el comentario del libro del Club de lectura. Este mes hemos leído El héroe discreto, de don Mario. A mí me gusta mucho este autor, creo que lo he dicho otras veces. Así es que yo, de partida, ya iba entregada. Y desde luego, no me ha decepcionado.

El libro cuenta dos historias en paralelo, la de Felícito Yanaqué (menudo nombre), que es un transportista hecho a sí mismo y que es chantajeado; y Rigoberto, un empleado de una aseguradora que, cuando se dispone a jubilarse, es reclamado por su jefe para que sea testigo de su próximo matrimonio con una criada. Las dos historias van alternando los capítulos, una sucede en Piura, la otra en Lima, sin una relación aparente y de forma independiente, aunque el lector espera el momento en que el autor relacione a los personajes. Y hasta aquí de qué va la novela. No digo más porque no quiero destriparos nada de una trama que el propio autor se encarga de calificar:

Dios mío, qué historias organizaba la vida cotidiana; no eran obras maestras, estaban más cerca de los culebrones venezolanos, brasileños, colombianos y mexicanos que de Cervantes o Tolstoi, sin duda. Pero no tan lejos de Alejandro Dumas, Émile Zola, Dickens o Pérez Galdós»

No hay que descubrir ahora a Vargas Llosa, que es un autor en mi opinión formidable. Lo era antes del Nobel y lo va a seguir siendo ojalá que por muchos años. Don Mario consigue que vayamos siguiendo las historias con mucho interés. Las dos son tramas en donde encontramos chantajes, venganzas, lealtades inquebrantables, principios irrenunciables, traiciones, trapacerías, y en el fondo, dos historias que van y vienen entre la pillería y los códigos de honor, ambos más propios de un mundo de siglos pasados que en América te vuelves a encontrar de forma actualizada. Yo no sé si sólo me pasa a mí, pero siempre que leo a autores sudamericanos me imagino un mundo de principios de siglo. Vargas Llosa sitúa el libro en el Perú actual, pero sea por el lenguaje o sea por imaginaciones mías, yo veo a las señoras con miriñaque y a los caballeros con panamá.

Un párrafo especial merece el vocabulario. Madre mía. Vargas Llosa necesita un diccionario para él solo. Abro el libro. Empiezo a leer y en la primera página ya he anotado: chancaca, melcochas, chifles… bueno, eso es comida. Pero cuando se ponen a hablar… ¡Uf! Mangaches, pucha, camal, churre, mataperradas, trompeaderas, bulín, cafiche, encanar, lúcuma… Cuando las usa mucho, ya las entiendes (churre = chaval), pero otras son difíciles de comprender. Con todo, es un lenguaje muy sonoro, y muy divertido. Tiene giros, como «sacar canas verdes» o «tener a alguien en pichingas» (en ascuas) que yo he decidido incorporar a mi lenguaje habitual. Si hasta se divierte el autor:

«¿Enchucharse?», pensó don Rigoberto. «Debe ser la palabra más fea de la lengua castellana. Una palabra que apesta y tiene pelos»

El libro tiene ritmo, y Mario Vargas Llosa hace algo que me parece una genialidad, y es que maneja varias escenas a la vez simplemente alternando las conversaciones, es decir, introduciendo la conversación de otro personaje que está en un plano temporal distinto en la primera conversación. Y lo hace sin que te des cuenta. Hasta tres escenas llega a manejar y le sale con una naturalidad pasmosa. Es un recurso que parece más del cine, y que yo no había visto nunca (quizá se usa muy a menudo, yo no lo sé) y me ha parecido muy estiloso y muy elegante.

A mí me ha encantado el libro y me ha divertido mucho. Pues sí, che guá.

Tenéis, como cada primero de mes, otras reseñas de este libro en La mesa cero del Blasco, en La originalidad perdida, en Delenda est Carthago y en el blog de Bichejo. Y a lo largo del mes seguiremos hablando de él en el blog del Club de lectura.